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Martes, 16 de febrero de 2016

PLASTICA › CENIZAS EN LA LAGUNA

Para un paisaje

 Por Ana Gallardo *

María del Carmen, mi madre, murió en el año 1965, en la ciudad de Rosario, Argentina. Creo que hubiera preferido hacerlo aquí, en México, de donde fue su madre. O tal vez en Santander, España, donde nació. Pero sé que no quiso hacerlo donde lo hizo.

Cuando ella murió, Gabriela, mi hermana, y yo, éramos una niñitas de cinco y siete años. No teníamos dónde caernos muertas.

Un amigo de la familia le prestó a mi papá un lugarcito en el cementerio de la ciudad. Veinticinco años después, este señor tan generoso necesitó su lugar para descansar en paz. Entonces mi papá sacó de allí a mi mamá y la cremó. Pero no supo qué hacer con ella. En principio la tuvo un tiempo en el living de su casa, en una urna, en la maceta grande de una planta de interior de la calle Melo, en la ciudad de Buenos Aires.

Nosotras, en ese momento, vivíamos en México y yo estaba embarazada de mi hija Rocío. Así que no pudimos ayudarlo a mi papá. Igual creo que nosotras tampoco hubiéramos sabido qué hacer.

Pero, para septiembre del año 1990, mi hermana fue a Buenos Aires y buscó las cenizas de mi mamá. Decidimos traerla aquí, a México, con la idea de enterrarla en algún cementerio precioso de pueblo, como esos que en Día de Muertos, toman un color, una luz y un sabor diferentes, esperanzador, como que parece que allí la muerte es otra cosa.

Cuando mi hermana llegó a la aduana del aeropuerto de la Ciudad de México, todo se complicó, porque ella no traía ningún certificado de ningún tipo y una bolsita azul de supermercado chino, con cenizas extrañas, era incierto.

El señor aduanero medio que no entendía nada y medio que se apiadó de ella y con la ayuda conspirativa de la época, que en esos momentos permitía pasar diferentes cosas por las aduanas, mi hermana pasó con las cenizas de mi mamá en su bolsita de plástico azul de supermercado.

Luego salimos a buscar un cementerio.

Durante varios días, con el auto de Julio, el marido de mi hermana, recorrimos los pueblos con sus camposantos soñados. Ninguno nos aceptó porque, en realidad, no había papeles: “Pos no, güerita, cómo sabemos nos que esto no es un crimen”, nos decían los funcionarios de turno.

Y así paseando y buscando tierrita santa, un poco ingenuas, tristes, desconcertadas, dimos con las lagunas de Zampoala. Nos encantó el lugar, comimos unos deliciosos tacos, tomamos fuertes mezcales y decidimos que en el siguiente fin de semana la traeríamos a mamá. Allí finalmente tiramos las cenizas de mi madre: en el Lago de los Siete Lagos.

Un día que no me acuerdo cuál nos sentamos en la orilla de aquel lugar y vaciamos la bolsita de plástico azul.

Vimos con mucha emoción cómo las cenizas, poco a poco, se hundían y dispersaban en aquellas aguas transparentes y frescas, hasta tocar el cercano fondo y mezclarse con la tierra, con las algas, los musgos, pegarse a las piedras. Y allí la dejamos con cierta mezcla de tranquilidad, miedito, llanto y otra vez desamparo.

Pasaron veinte años y este domingo voy a las lagunas, por primera vez desde aquel día, con mi hija Rocío, ya crecida.

El clima es perfecto, el paisaje bellísimo.

Camino. El sonido es único, a lo lejos se escuchan los murmullos de las familias comiendo y los niños jugando. La brisa mueve lentamente las ramas de los pinos. El sol se filtra por entre las hojas y me malcría.

El agua, cristalina, con musgo nuevo, nuevas especies de plantas, árboles que se han caído y se pudren allí dentro, forman otra vez una nueva capa de naturaleza. Los pájaros revolotean, suben y bajan rozando el agua para tomarla y comer lo que por la superficie flota. Esta se mueve, fresca y clara.

Rocío camina. Se sienta y contempla el paisaje.

Otra vez, el pino me acaricia cuando la brisa lo mueve. Y siento que mi madre me agasaja en este pino y en esta brisa. Descansa en paz.

La vida es perfecta.

Regreso plena de emoción y de tranquilidad. Mi madre me dio un abrazo en la Laguna de Zampoala.

* Texto escrito en abril de 2010 en México.

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