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Sábado, 31 de marzo de 2007

LITERATURA

Textual

Habíamos estado combatiendo toda la noche y a eso de las siete de la mañana la inferioridad de nuestras fuerzas era más que evidente. Los británicos nos hostigaron sostenidamente aprovechando la oscuridad y, por lo tanto, impidiéndonos descansar. Y ahora que ya estaba aclarando no daban ningún indicio de debilidad: por el contrario, nos cercaban cada vez más y parecían contar con reservas interminables. Nos distraían las lluvias de incesantes proyectiles desde los barcos mientras sus fuerzas terrestres avanzaban sobre las primeras líneas de la infantería y el mejor resultado les era favorable.

En el frente de infantería, donde los correntinos debieron vérselas con la peor parte, los gurkas peleaban hasta morir o hasta lograr pasar por encima de nuestros campamentos. Pero lo cierto es que avanzaban dispuestos a cualquier cosa, o mejor dicho dispuestos a retomar el dominio de las islas a cualquier precio. Los que peleaban en tierra tenían el apoyo permanente de los barcos y de los helicópteros; era una maquinaria infernal que nos tenía muy bien ubicados. Y cuando uno de ellos caía herido o hacía muchas horas que estaba combatiendo, lo relevaban por otro mediante los helicópteros que vigilaban las emergencias de la zona.

Los argentinos, en cambio, siempre estábamos ahí; hacía más de cincuenta días que habitábamos en esos pozos de zorro con el barro hasta las rodillas y la ropa destruida por falta de recambio.

Mucho tiempo estuvimos sin movernos de esas fortificaciones. Largos días de expectativa, de espera y de tensión; muchos días de desgaste. Sin embargo le habíamos creído al teniente primero Espíndola, que repetía a quien quisiera oírlo su teoría de que nuestra situación era inmejorable.

–Imagínense –decía–, nosotros estamos instalados acá, esperándolos y preparando nuestras reservas desde hace más de un mes. En cambio ellos –-aseguraba Espíndola como queriendo convencerse a sí mismo–, ellos están embarcados. Imagínense el desgaste que tienen encima. ¡Venir en un barco desde tan lejos para meterse en esta isla! Estos tipos cuando lleguen acá ya no van a querer saber nada. Además, nosotros conocemos el terreno piedra a piedra. Ellos no tienen idea en la que se están metiendo. Ni siquiera están adaptados al frío. No, soldados –agregaba Espíndola con énfasis–, estos tipos están muertos de entrada. Se van a volver así como vinieron.

Los argumentos de Espíndola, en algún sentido, eran irrefutables. La verdad es que todos nosotros, y cada uno a su manera, habíamos hecho un curso acelerado de adaptación que podía llamarse “Cómo sobrevivir en las Islas Malvinas, antiguas Falkland Islands”. También habíamos hecho un curso acelerado de adaptación a la guerra en general, porque un buen día (o un mal día) nos dijeron: “El Ejército Argentino ha recuperado lo que por derecho histórico le pertenece. El enemigo está al acecho y el destino ha querido que sean ustedes los elegidos para protagonizar esta gesta. La Patria los reclama”, etc. Y nosotros, pibes veinteañeros, habíamos puesto todo lo que teníamos al servicio de esa obligación casi sobrenatural.

“El principio del fin”, de Iluminados por el fuego.

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