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Miércoles, 10 de agosto de 2005

Historia de un moderno que no reniega de lo clásico

Cuando le preguntan si es el padre de la danza contemporánea en la Argentina, como muchos afirman, él lo niega. Oscar Araiz, el nuevo director del Ballet del Teatro Colón, con larga trayectoria en la danza contemporánea y fundador del Ballet del Teatro San Martín allá por el ’68, prefiere rendir tributo a sus maestros y dejar sobre ellos la responsabilidad que implica haber inaugurado un lenguaje, o al menos haber sido embajador del mismo en un país que, hasta el momento, lo desconocía. Por ello recuerda a la alemana Dore Hoyer y a Renate Schottelius, quienes lo iniciaron en la danza, y Miriam Winslow, bailarina norteamericana instalada en el ’40 en el país, fundadora de la primera compañía de danza moderna argentina, de la cual participó Ana Itelman y otros que luego se convirtieron en los primeros maestros de contemporáneo.
De este modo, Araiz reconstruye la historia de la danza en la Argentina, historia de la cual él también forma parte, aunque se reste importancia. “Lo que pasa es que soy el primer argentino con una proyección internacional”, acusa para renegar de su carácter de pionero, aunque en esta justificación confirma su protagonismo, no sólo en la escena local sino también en la mundial. Porque durante ocho años se desempeñó como director del Ballet du Grand Théâtre de Ginebra, Suiza, donde creó buena parte de su obra, al haber encontrado allí “las condiciones ideales para un director-coreógrafo: una compañía que yo pude armar con mucha libertad, en un teatro cuyas características generales son la organización, el cumplimiento, la transparencia, la regularidad, la seriedad y el soporte económico. El presupuesto llegaba en el momento que tenía que llegar, no existía esa incertidumbre propia de acá. Se trabajaba con un sistema de contratos, que ayuda a mantener el nivel de la compañía. Esto se podría hacer acá si existieran leyes sociales que protegieran al bailarín, como una jubilación a la edad que corresponde”, cuenta, haciendo alusión a la normativa argentina que determina los 65 años como término para que un bailarín abandone la profesión, cuando en realidad el cuerpo pide la retirada a los 40.
Pero aun antes de ser reconocido en el mundo, Araiz había dejado un legado en su propia ciudad. Cuando, desde el Teatro San Martín, el director de aquel entonces, César Magrini, lo convocó para que organizara eventos de danza con bailarines invitados (luego de conocer su trabajo que ya disfrutaba del éxito, con La consagración de la primavera, estrenada en ese teatro en el marco de la Asociación Amigos de la Danza, y Crash, espectáculo que realizó para el Instituto Di Tella), Araiz hizo una contraoferta: “Hagamos un grupo de la casa –propuso–, no muy grande, pero con el cual podamos ir creando un repertorio e invitar a coreógrafos argentinos”. Sin antecedentes dentro de la institución, el director se embarcó en este proyecto iniciático “con mucho miedo”, aunque “enseguida el público lo apoyó”, y así finalmente se creó por decreto el Ballet del Teatro San Martín. Aunque tiempo después el grupo fuera disuelto por cuestiones de presupuesto (“le otorgaron el dinero a teatro... por eso dicen que la danza es la hermana pobre”, bromea el coreógrafo), en 1977, bajo la dirección de Kive Staiff, el ballet es refundado con Ana María Stekelman a la cabeza. Sería 1990 el año en que el creador de Adagietto y Escenas regresara a aquella compañía, para trabajar ocho años más y retirarse luego por cuestiones políticas y económicas que se interponían con el aspecto estrictamente artístico: “Tuve que echar el 25 por ciento de la compañía a la calle, no era un momento para evolucionar, sino para proteger lo que había”, explica.
Hoy, este mismo Araiz llega a la dirección del cuerpo estable del Teatro Colón, sin pretensiones de cambiar el repertorio clásico por uno contemporáneo, pero sí con la voluntad de renovarlo, aceptando matices y pequeñas licencias del lenguaje y, sobre todas las cosas, otorgándole una identidad propia. “Algunos creen que debería ser una compañía que trabaje solamente con el repertorio tradicional; no es mi postura ni la de ninguna compañía del mundo”, afirma quien transpuso con éxito, a la danza, Boquitas pintadas, de Manuel Puig. Por otra parte, Araiz no se casa con ningún género o estilo; por el contrario, confiesa que prefiere pendular entre obras blancas y otras de humor, dramáticas e infantiles, construyendo su carrera no en una sino en varias líneas. Como primer paso en la dirección del ballet de Cerrito y Viamonte, Araiz prepara su versión de Romeo y Julieta, que estrenará el 19 de este mes. “Tal vez es poco ético entrar y ya empezar con una producción mía, pero fue una medida de urgencia, ya que cuando Michael Uthoff dejó la dirección, la obra se vio abandonada y ya estaba el vestuario y la escenografía preparada”, cuenta. “Mi versión está basada en un lenguaje académico, pero con esas libertades que yo me tomo de combinarlo con otras técnicas; tiene una dramaturgia muy interesante, más contemporánea, más sintética y con una narrativa ágil y muy emocional. Es ideal para esta compañía.”

Texto y producción:
Alina Mazzaferro.

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