futuro

Sábado, 4 de enero de 2003

LEYENDAS SEUDOCIENTíFICAS

El experimento Filadelfia

 Por Pablo Capanna

Alguna vez Roland Barthes supo contar las infructuosas manipulaciones a que fue sometido el cerebro de Einstein cuando se intentaba desentrañar el porqué de su genio. Su fracaso llevaría a pensar que el secreto de Einstein consistía en usar el cerebro, en lugar de llenarlo de pavadas como es costumbre hacer.
En los años ‘50 todos aquellos ensayos parecían estar justificados por la estatura legendaria que había alcanzado Einstein. Pocos entendían la Relatividad, pero la liberación de la energía atómica había situado a Einstein más alto que Newton, convirtiéndolo en un mito.
En esos años se echó a rodar una de las leyendas seudocientíficas más persistentes del siglo XX, el “experimento Filadelfia”. Inicialmente, la historia se construyó en torno del prestigio de Einstein, pero con el tiempo, la paranoia y el cine de por medio, fue creciendo como una bola de nieve. A su paso arrastró a nombres prestigiosos como Nikola Tesla y John von Neumann, a otros tan inesperados como Wilhelm Reich y, por supuesto, se cruzó con nuestros viejos amigos los Hombres de Negro. Cuarenta años más tarde, la leyenda terminó por absorber un mito urbano, el laboratorio encantado de Montauk.

El barco fantasma
Cuenta la leyenda que, en tiempos del proyecto Manhattan, la marina estadounidense realizó un experimento secreto, cuyas terribles consecuencias terminaron por convencer al Senado de que la bomba era el mal menor.
La leyenda asegura que el 28 de octubre de 1943 la US Navy probó un dispositivo destinado a modificar el campo magnético del destructor USS “Eldridge”, con la intención de volverlo “invisible” a las minas y torpedos. El director del proyecto era Franklin Reno, quien se había propuesto aplicar la teoría einsteiniana del Campo Unificado. Algunos llegaron a afirmar que el propio Einstein había presenciado la prueba.
Pero en esta historia, algo salió mal en el experimento, porque el buque no sólo desapareció sino que fue teleportado a Norfolk, y volvió súbitamente cuatro horas después, envuelto en un halo de luz verdosa. Entre los tripulantes había locos, muertos y desaparecidos. Algunos estaban en llamas o embutidos en la cubierta del barco. Según una versión añadida años más tarde (obviamente inspirada en reminiscencias bíblicas) algunos regresaron a su hogar, pero a los pocos días salieron caminando a través de las paredes y nunca más fueron vistos.
Se dijo que el barco habría sido desmantelado poco después, pero hay quien sostiene que fue vendido a Grecia. Rebautizado “León”, el venerable cascarón todavía seguiría a flote, cargado de extrañas fuerzas como el navío del Holandés Errante.
Hasta aquí la historia. Pero teniendo en cuenta que no convence ni siquiera a un creyente ufólogo como Jacques Vallée, quien ha escrito un libro para refutarla, veamos cómo nació.
El libro de bitácora del “Eldridge” dice que en octubre de 1943 el barco estaba en Nueva York. Varios de sus ex tripulantes, que en 1999 se reunieron en una cena de camaradería, juraron que el barco nunca había amarrado en Filadelfia. Sin embargo, Edward Dudgeon, un marino que estaba en Filadelfia a bordo de otra nave de guerra, recuerda que en esos días corrió el rumor de que “iban a volverlos invisibles”. La leyenda dice que el “Eldridge” desapareció a las 23 horas, fue visto en Norfolk y volvió por la mañana, en una travesía que demandaba casi dos días. Pero según Dudgeon, el barco evitó salir a mar abierto para eludir las zonas minadas, y navegó por el Canal Chesapeake-Delaware, con lo cual pudo regresar en apenas seis horas.
De hecho, la marina estadounidense estaba haciendo experiencias secretas en esos años y es probable que contribuyera a confundirlo todo. Se sabe de pruebas con ultrasonidos, y en particular de un experimento para aumentar la potencia de los generadores del USS Timmerman, que pudo haber provocado llamativos destellos de luz.

Otra vez los Hombres de Negro
Hasta donde sabemos, el mito tomó forma en 1956, cuando Morris K. Jessup, un astrónomo aficionado, dio una conferencia sobre ovnis. Entre el público se hallaba un sujeto llamado Carlos Miguel Allende, que no se dio a conocer entonces, pero comenzó a perseguir a Jessup con cartas en las que decía haber presenciado el experimento Filadelfia. Carlos Allende (que para ser más creíble se hacía llamar “Carl Allen”) había sido dado de baja por la armada cuatro meses antes y el día del desastre estaba a bordo de un barco mercante.
Temeroso de haberse metido en terreno vedado, Jessup entregó las cartas de Allende a la marina. La correspondencia fue editada por Varo Corp., una consultora naval, y resumida en un libro, Horizontes invisibles (1965), de Vincent H. Gaddis.
De repente, en 1959 Jessup se suicidó. Alguien dijo que lo había hecho porque su relación con Allende había dañado su credibilidad científica y le había hecho perder clientes a su negocio de repuestos de auto.
La historia no resultaba creíble, y era inevitable que diera pie a las versiones conspirativas: se dijo que Jessup había sido asesinado por los Hombres de Negro, por haber revelado un secreto militar. Pero lo cierto es que ninguno de todos aquellos que luego publicaron libros sobre el tema tuvo el menor problema con las agencias de inteligencia.

La mano de Hollywood
Llegados a este punto, el paso siguiente era que el tema cayera en manos de un profesional. El indicado fue nada menos que Charles Berlitz, un auténtico polirrubro de reconocida experiencia en temas como la Atlántida, las Pirámides y los ovnis.
Berlitz mencionó el “experimento” en un libro sobre el Triángulo de las Bermudas, a pesar de que Filadelfia quedaba un poco lejos del Caribe. Luego, plagiando una novela (Aire claro, de George R. Burger y Neil R. Simson), escribió otra historia, El Experimento Filadelfia: Proyecto Invisibilidad (1979), una ficción “basada en hechos reales”.
Aquí es donde metió la mano Hollywood. En 1984 John Carpenter produjo El experimento Filadelfia, con un guión basado en Berlitz y reescrito por el propio Carpenter. En el film, algunos tripulantes del “Eldridge” aparecen cuarenta años después en medio del desierto de Nevada. Han caído en un torbellino espacio-temporal, están desorientados y se les hace difícil creer que Ronald Reagan haya podido llegar a la Casa Blanca.
Mientras tanto, el tema había tenido una entusiasta acogida entre los ufólogos. Brad Steiger no vaciló en revelar que en Filadelfia se había usado “tecnología extraterrestre”. Uno de los inventos alienígenas era el transistor de germanio, que estaba en uso desde los años de la guerra. Uno de los más delirantes fue Alfred Bielek, doctor en física, quien le dedicó un libro al “experimento” en 1990. Bielek afirma que al ver la película de Carpenter la luz se hizo en su mente. Súbitamente recordó que su verdadero nombre era Ed Cameron. El y su hermano estaban a bordo del “Eldridge” cuando el desgarro espacio-temporal producido por la experiencia los arrojó al futuro. Su hermano había muerto en pocos meses, tras envejecer hora tras hora, pero Ed parecía haber salido indemne.
Apresado por la marina, que lo estaba esperando cuarenta años después, Bielek asegura que fue sometido a un lavado de cerebro y que le dieron una nueva identidad. Ahora, gracias a Hollywood, creía recordarlo todo. No es la primera vez que ocurre.

Sabios y famosos
En la loca versión de Bielek, Einstein parece haber pasado a segundo plano, para hacer lugar a otras luminarias como Von Neumann y a Tesla.
Reclutar al difunto Nikola Tesla (1856-1943) para el mito Filadelfia fue sin duda una jugada maestra. Menos celebrado que su rival Edison, Tesla era una figura mítica de la tecnología. Desde 1899 había venido imaginando cómo enviar “inteligencia y energía” a distancia, una idea que curiosamente prefiguraba a Internet. Hasta había intentado mandar señales a otros planetas desde la colosal antena que levantó en Pikes Peak. Pero la cruda verdad es que para la fecha de la “experiencia” ya había muerto.
Según la fábula de Bielek, Tesla había venido investigando la posibilidad de viajar por el tiempo desde los años ‘30. Otros le atribuyen a Tesla las cosas más increíbles, como haber trabajado durante los ‘40 en proyectos como rayos de partículas, antigravedad y transmisión de electricidad sin cable. Esto último es precisamente lo único que Tesla intentó hacer, aunque no tuvo éxito.
En 1939, el proyecto había pasado a Princeton. Allí enseñaba Einstein, quien por entonces venía tratando de desarrollar su teoría del campo unificado.
Con esta movida, el mito Filadelfia se apropia de los prestigios de la bomba. Muerto Tesla en enero de 1943, para el 27 de agosto John von Neumann se habría hecho cargo del proyecto: algo bastante inverosímil, porque entonces estaba en Los Alamos, trabajando en el desarrollo de la bomba atómica. Von Neumann habría realizado una prueba en el “Eldridge”, logrando volver invisibles algunos animales durante unas horas aunque sin evitar que sufrieran quemaduras de radiactividad. Esto último era un detalle ineludible para asociarse con la mitología nuclear de esos años.
La experiencia definitiva, con toda la tripulación a bordo, habría generado un “vórtice espacio-temporal” (es decir, nada menos que el famoso “Warp” de la ciencia ficción), que alteró las propiedades de la materia al punto de permitir que los hombres atravesaran las paredes.
Según Bielek, el secreto de la experiencia fue ocultado tan bien como el Proyecto Manhattan. Sin embargo, sabemos que el Manhattan tuvo sus filtraciones. Los servicios se lo pasaron censurando revistas de ciencia ficción, y llegaron a someter a arresto domiciliario a un autor que se había acercado demasiado a la verdad. Considerando estas circunstancias, es muy poco convincente que los servicios hubieran logrado guardar el secreto durante nada menos que cincuenta años.
Por si faltaba algo, recordemos que ya todo el mundo había visto la serie “El túnel del tiempo”, que difundió la tevé en 1966-67.

El laboratorio encantado
Cuarenta años más tarde, la historia del “experimento Filadelfia” terminó asociándose con una leyenda urbana del área de Nueva York. Hay quien cree que en Long Island existiría un sitio encantado por la magia tecnológica. Sería algo parecido a la Zona de Tarkovski (si la paranoia fuera poética) en torno de la cual se han escrito varios libros.
Long Island, que no está demasiado lejos de Manhattan, reunía condiciones especiales. Nikola Tesla había tenido un laboratorio en la isla, y allí también está Brookhaven, donde trabajó Von Neumann.
Al sudeste de la isla se encuentra el Parque Montauk Point, que guarda las ruinas de una base aérea militar desmantelada después de la Segunda Guerra Mundial. Algo extraño debe pasar allí porque se prohíbe acampar, a pesar de ser un parque natural, y los merodeadores son echados por guardias armados, como en las películas.
La leyenda añade que hasta esas ruinas llegan líneas de alta tensión, lo cual indica que allí se oculta un enorme laboratorio subterráneo afectado al desarrollo de armas secretas. Una de ellas sería el láser de partículas que, al dispararse por error el 17 de julio de 1996, habría causado la caída del vuelo 800 de TWA. De existir tal cosa, podría haber sido efectivo para evitar el atentado a las Torres Gemelas, que están a tiro de láser de Long Island.
El círculo se cierra. Filadelfia y Montauk son los extremos de un túnel del tiempo que habría sido abierto por Von Neumann en 1943. El túnel fue saboteado en 1983, cuarenta años después, por los propios investigadores, aterrados por las siniestras experiencias que estaban realizando. Todo el arsenal de la ciencia ficción estaría en Montauk: simulación de agujeros negros, viajes interdimensionales, rayos de partículas, “psicotrónica”...
El genio que habría puesto en marcha todo eso había sido el propio Tesla. Asustado por el impredecible experimento de 1943, lo había dejado en manos de Von Neumann.
John von Neumann (1903-1957), era la figura ideal para ser el sabio loco de la historieta. Defensor de la guerra nuclear preventiva y confeso belicista, fue al mismo tiempo uno de los patriarcas de la computación. La leyenda dice que en los ratos libres que le dejaba la bomba de hidrógeno, habría intentado conectar mentes con computadoras para crear una tecnología “psicotrónica”. La idea la habría tomado de los descubrimientos de Wilhelm Reich, un psicólogo freudiano refugiado en Estados Unidos. Reich decía haber aislado y acumulado la energía sexual (un resplandor azulado llamado “orgón”) y culminó su carrera en un psiquiátrico, pero no en carácter de director sino de paciente.
Desde Montauk, y usando médiums acoplados con computadoras para producir una suerte de orgasmo cósmico, Von Neumann habría intentado crear un túnel del tiempo hacia Filadelfia 1943 para arreglar el desastre que él mismo había producido. Por fin, el sabotaje de agosto 1983 habría logrado restaurar todo tal como estaba cuarenta años antes. Y aquí no ha pasado nada, como dirían los Hombres de Negro.

Las ficciones imitan a la Ficción
Por una de esas casualidades que uno creía que sólo le pueden pasar a gente como Umberto Eco, en un quiosco del Parque Rivadavia me tropecé con un cuento de ciencia ficción de los años ‘40 donde toda la historia aparece extrañamente prefigurada.
Hasta ahora, en esta típica leyenda norteamericana hemos visto desfilar al latino Allende, a los alemanes Einstein y Reich, al húngaro Von Neumann y al serbio Tesla. Sólo faltaba un ruso, cuando apareció el escritor Reginald Bretnor. Nadie lo recuerda hoy, pero bien pudo haber sido el inspirador de todo esto.
Reginald Bretnor (1911-1992) fue un autor de ciencia ficción nacido en Vladivostok que tuvo su auge en los ‘40. Conoció un moderado éxito cuandocreó uno de los tantos profesores chiflados del género, el Papá Schimmelhorn, a quien hizo protagonista de varios cuentos.
Schimmelhorn se presentaba como un octogenario de origen centroeuropeo, excéntrico y mujeriego, que se tuteaba con Einstein y llamaba “Maxie” a Max Planck.
En el cuento de Bretnor (“El pequeño Antón”, 1949) aparece trabajando para la marina en un proyecto avalado por su amigo Einstein, que consiste en probar en los buques de guerra un revolucionario sistema electrónico que los hará “invisibles” al radar. Ante el asombro de todos, un acorazado británico desaparece en alta mar y reaparece unas horas más tarde en New Haven. Es el “efecto Schimmelhorn”, que resulta de conjugar los sistemas electrónicos con los poderes mentales de Antón, el sobrino del genio, quien envía al barco “a otra dimensión” por unas horas.
Cualquier parecido con la realidad, o mejor con la ficción seudorrealista, se diría que no es casual.
Por si faltaba algo, contamos con una versión todavía más antigua. Se la puede encontrar en la novela La flota desaparecida, que un tal Roy Norton escribió en 1907. También allí las flotas japonesa y británica desaparecen en un instante, gracias a un arma secreta inventada por Bill Roberts, un clon de Edison, quien transporta por aire los barcos a Seattle y los desarma.
Quizás estemos en presencia de otra de las perversiones de la ciencia ficción, que ha inspirado tantas seudociencias. Se diría que mucha gente puede concebir alguna vez una idea ingeniosa, pero no todos son capaces de escribir cuentos o novelas. Entre algunos de estos escritores frustrados están los que echan a correr los nuevos mitos, cuyos protagonistas vienen de la ciencia y de la tecnología, y existe una incansable industria editorial que se encarga de editarlos. Si Elvis, los Beatles y hasta Gardel han tenido sus mitologías, habrá que resignarse a que muchos se tomen en serio estas nuevas aventuras del Doctor Fausto.

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