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Sábado, 25 de enero de 2003

Evolución y comida

Según parece, el cambio alimentario que hizo que protohumanos incorporaran la carne al menú fue tan fundamental para la evolución humana como el bipedalismo y el crecimiento del cerebro. Es más, tal vez no hubieran sido posibles tales cambios sin el aporte calórico de los alimentos de origen animal. La incorporación del bife, sucedida hace más de 2 millones de años, se transformó en otro de los senderos bifurcados que tomó el hombre y que lo alejó de sus primos homínidos. En esta edición de Futuro, un vistazo al menú de la prehistoria y a cómo nuestros ancestros no tan lejanos incorporaron, por ejemplo, el mamut a su dieta, tal como antes lo habían hecho los Neanderthal.

 Por Mariano Ribas

Hubo una época, lejana y perdida en los bosques y praderas de Africa, en la que nuestros ancestros comenzaron a protagonizar una verdadera revolución evolutiva: poco a poco, algunos de ellos fueron adoptando una postura más erguida. Y a la vez se lanzaron a la aventura de caminar en dos piernas. Primero, en forma torpe y todavía simiesca. Y luego, con bastante más elegancia. Todos estos cambios marcharon a la par del lento crecimiento del cerebro, que tuvo mucho que ver con la aparición de las primeras herramientas de piedra y de tímidos atisbos de conductas sociales. Fue así como cierta parte de la gran familia de los homínidos fue ganando en sofisticación, dejando atrás a otras especies que, finalmente, quedaron perdidas para siempre en el camino de la evolución. En medio de este escenario, que podríamos situar en torno a hace 2 millones de años, hubo otro factor crucial que interactuó con los demás: un cambio en la alimentación. Aquellas nuevas criaturas necesitaban más calorías (ver recuadro) y más proteínas para satisfacer los crecientes requerimientos de sus cerebros. Y para conseguirlas, tuvieron que recorrer mayores distancias y, fundamentalmente, agregar comida de alto contenido calórico a sus dietas: entonces, la carne y otros alimentos de origen animal se sumaron al menú de la humanidad. Al principio, aquel giro alimentario decisivo (y en cierto modo forzado por las mismas reglas de juego de la selección natural) fue protagonizado por el Homo erectus. Pero luego se acentuó, en forma progresiva e imparable, en otras especies mucho más modernas, como los Neanderthal o nosotros mismos.

La estrategia de bipedalismo
No es tan sencillo encontrar un punto de partida en la relación comida-evolución, pero la aparición del bipedalismo tendría mucho que ver. A diferencia del resto de los primates de la actualidad (entre ellos, los chimpancés, que son nuestros parientes vivos más cercanos), el Homo sapiens es una especie bípeda. Y lo mismo podemos decir de otros homínidos (la familia de primates bípedos que incluye al hombre) que nos precedieron, aunque no hayan sido nuestros ancestros directos. En este rubro, y tal como lo demuestra el registro fósil africano, los pioneros parecen haber sido los integrantes de la primitiva familia de los Australopithecus (a la que perteneció la famosa “Lucy”), que se remonta a hace más de 4 millones de años. No está del todo claro por qué apareció esta nueva forma de andar, pero hay algunas hipótesis bastante interesantes. Hay quienes dicen, por ejemplo, que el cambio permitió una mejor regulación de la temperatura corporal. Otros creen que esa nueva postura liberó a los brazos, para cargar mejor a los hijos y juntar alimentos. Y hay otra posible explicación, planteada recientemente por un antropólogo y biólogo estadounidense en un artículo publicado en la revista Scientific American: según el doctor William Leonard (Universidad de Michigan), el bipedalismo evolucionó exitosamente porque es mucho más “barato” energéticamente para el cuerpo que el cuadripedalismo, especialmente al ritmo de caminata. Y ése no es un detalle menor: la relación entre la energía adquirida y la energía gastada por un organismoes crucial para la supervivencia y la reproducción de su especie. Un balance positivo entre una y otra es una regla de oro de la selección natural para seguir adelante en la evolución.
Pero Leonard no se queda en esta suerte de economía evolutiva, sino que va aún más lejos, destacando el rol fundamental de los cambios en la alimentación como una fuerza motriz –y paralela– de la evolución del hombre. Una fuerza que no sólo estaría vinculada a la aparición del bipedalismo, sino también a otros aspectos interrelacionados: el cambio de clima que estaba sufriendo Africa en aquellos lejanos tiempos, el acelerado crecimiento del cerebro del Homo erectus, y su éxodo fuera del continente. Una amalgama de factores cruzados que vale la pena analizar.

Cambio climatico y alimentos
Distintos estudios geológicos sugieren que Africa comenzó a sufrir importantes cambios climáticos hace unos 5 millones de años. Y uno de los resultados más notables fue una creciente tendencia hacia la sequía en buena parte del continente. En consecuencia, muchas selvas frondosas y húmedas, repletas de grandes árboles, arbustos y robustas plantas –que habían sido el hogar de nuestros antepasados– dieron lugar a bosques más abiertos o simples prados. En estas condiciones, los homínidos más primitivos tuvieron que recorrer mayores distancias para obtener sus típicos alimentos: tallos, hojas y frutos (quizás hasta 10 kilómetros diarios, si se tienen en cuenta las rutinas de algunos grupos de cazadores y recolectores africanos de la actualidad). Y tal como plantea Leonard, la marcha bípeda parece haber sido una muy buena elección, especialmente porque ahorraba preciosas calorías. Los simios, como los gorilas y los chimpancés, continuaron su evolución en espesos bosques donde no tenían la necesidad de andar demasiado para calmar su apetito. Eso explicaría, en parte, la insistencia de nuestros primos en el cuadripedalismo hasta el día de hoy.

Crecimiento del cerebro
Hasta aquí, la protagonista de esta historia era la gran familia de los Australopithecus. Pero hace alrededor de 2,5 millones de años, una nueva rama de homínidos –que descendía de aquéllos– comenzó a perfilarse. El clan de los Homo presentaba una postura más erguida, cerebros bastante más grandes y una cualidad inédita: fueron los primeros habitantes del planeta que construyeron y manejaron herramientas. En sólo 300 mil años, entre 2,3 y 2 millones de años atrás, los Homo erectus pasaron de tener un cerebro de 600 cm3 a uno de 900 cm3. ¿Es mucho, es poco? Es bastante menos que el de un Homo sapiens, pero bastante más que el de cualquier simio de la actualidad. Pero lo más interesante del caso es la relativa velocidad de ese aumento: en comparación, los mucho más primitivos Australopithecus, en sus distintas variedades, sólo habían conseguido saltar de un cerebro de 400 cm3 a uno de 500 cm3 en un lapso de más de 2 millones de años (entre hace unos 4 y 2 millones de años), un período siete veces más largo y mucho menos relevante desde el punto de vista cerebral.
Pero todo tiene un costo. Y aquí volvemos al hilo conductor de esta historia: un cerebro más grande necesita más energía para funcionar. Más calorías, más nutrientes: en definitiva, más comida. O mejor comida. Según una estimación realizada por el propio Leonard y sus colegas, Marcia L. Robertson –que, dicho sea de paso, es su esposa– y Henry McHenry (Universidad de California), el cerebro de un Homo erectus necesitaba unas 250 kilocalorías diarias, prácticamente el doble que el consumo de un Australopithecus. La pregunta sale sola: ¿cómo es posible que hayan evolucionado exitosamente cerebros tan costosos energéticamente? Y ni hablar de los cerebros de los Neanderthal, o los nuestros, que consumen cerca del 25 por ciento de los requerimientos calóricos diarios.

El giro hacia la carne
Cómo y por qué la evolución les dio vía libre a los grandes y voraces cerebros humanos no está del todo claro. Pero una cosa es segura: el cerebro de los Homo erectus jamás podría haber crecido tanto si, a la par, ese crecimiento no hubiese sido acompañado por un aumento en la ingesta de comidas con un mayor contenido de calorías. Y eso, al menos en parte, incluye a la carne y a otros alimentos de origen animal (como la leche, los huevos o la médula de los huesos). No hay otra manera sencilla de obtener calorías en gran cantidad. Los números hablan: un bife de 200 gramos aporta aproximadamente 400 kilocalorías, mientras que una porción de frutas del mismo peso, la cuarta o quinta parte. Y algunas verduras o plantas, como las que comían nuestros más lejanos ancestros, bastante menos que eso.
La carne es rica en proteínas y calorías. Y su incorporación gradual a la dieta humana fue un giro decisivo en la evolución. Un reciente estudio realizado por científicos norteamericanos de la Universidad del Estado de Colorado, encabezados por Loren Cordain, reveló que los actuales grupos humanos de cazadores y recolectores –en Africa o América del Sur– obtienen hasta el 60 por ciento de su energía dietaria de alimentos de origen animal (carne, principalmente, y leche). Son resultados que nos pueden dar una pauta medianamente razonable de lo que ocurría con aquellos Homo erectus africanos.

Pistas en los fosiles
El registro fósil fortalece estas ideas: a medida que los homínidos fueron ganando materia gris, su dieta creció en calorías y aumentó la ingestión de alimentos de origen animal. Los restos fósiles de Australopithecus (de entre 4 y 2 millones de años) presentan características que nos hablan de una dieta casi exclusivamente vegetariana: caras redondeadas, mandíbulas muy fuertes –en las que se encajaban poderosos músculos para la masticación– y enormes molares cubiertos de grueso esmalte. Sus cráneos eran máquinas para masticar y triturar las hojas y los tallos de plantas duras y fibrosas (vale la pena aclarar que esto no significa que aquellas criaturas nunca comieran carne, sino que lo hacían muy de vez en cuando, como ocurre hoy en día con los chimpancés). Por su parte, el diseño craneal de los primeros Homo erectus era más fino, con caras más pequeñas, dientes más pequeños, mandíbulas no tan robustas y músculos no tan potentes. Y eso que sus cuerpos eran bastante más grandes (medían, en promedio, 1,60 metro contra 1,40 de los Australopithecus). Estos rasgos de los erectus delatan, entre otras cosas, un cambio hacia dietas mixtas, con menos comida vegetal, y más comida animal.

Buscando comida fuera de Africa
Acompañando el crecimiento y las necesidades de sus cerebros, el Homo erectus se encaminó definitivamente hacia dietas con más calorías. Y el cambio ambiental siguió jugando a la par: la continua desecación del paisaje africano limitó la cantidad de comida vegetal disponible. Y mientras que los Australopithecus adquirieron especializaciones anatómicas que les permitieron subsistir con lo que había (podían masticar plantas duras), los erectus adoptaron otra estrategia: la expansión de los prados llevó a una relativa abundancia de gacelas, antílopes y otros mamíferos que se alimentan de pasturas. Eran una fuente de comida para quien pudiera aprovecharla. Y los que lo aprovecharon fueron, precisamente, ellos. Y así inauguraron una nueva etapa en la historia de la evolución: la de la caza. Es lo que se desprende del registro fósil y arqueológico: en los lugares que alguna vez fueron habitados por grupos de Homo erectus, se han encontrado grandes cantidades de huesos de animales, algunos con marcas decortes hechos con herramientas de piedra. Lo que siguió fue un encadenamiento de hechos: los cerebros más grandes requerían más calorías, y también daban lugar a comportamientos cada vez más complejos (como la construcción de herramientas de piedra para cortar la carne y los huesos de sus presas, o la organización en grupos), los que, a su vez, dieron lugar a nuevas y mejores estrategias de alimentación, que a su vez fomentaron el desarrollo del cerebro. Y así.
Pero hay más. La comida también habría jugado un papel clave en otro hito de la gran historia humana: el éxodo del Homo erectus fuera de Africa. Por regla general, los carnívoros necesitan espacios más grandes que los herbívoros de similar tamaño, porque disponen de menos calorías totales por unidad de superficie. Quizás por eso, hace alrededor de 1,8 millón de años, algunos grupos de Homo erectus comenzaron a salir de su tierra natal para buscar comida en otras partes. Así, aquellos humanos primitivos fueron los primeros pobladores de Asia.

Paradoja evolutiva
Desde entonces, la relación entre la evolución humana y la comida siguió fortaleciéndose. Y eso incluye a las especies de homínidos más recientes. Los Neanderthal, nuestros hermanos perdidos, vivieron en Europa y Medio Oriente durante más de 150 mil años, enfrentando muchas veces climas extremadamente fríos. Teniendo en cuenta esta variable, su contextura física, mucho más robusta incluso que la nuestra, y sus grandes cerebros (de unos 1400 cm3), todo indica que debían tener dietas hipercalóricas que pedían a gritos generosas porciones de alimento animal. De hecho, eran grandes cazadores de mamuts y otras delicadezas por el estilo. Algunos cálculos indican que los Neanderthal no bajarían de las 4000 kilocalorías por día (en comparación, un porteño de 70 kilos con una típica vida urbana necesita, en promedio, unas 2600 a 2800 kilocalorías diarias).
El Homo sapiens ha continuado aquella larga tradición evolutiva. Además, y desde la aparición de la agricultura y la ganadería, la cocina, y actualmente con la manipulación genética de especies vegetales y animales, nuestra especie ha venido optimizando la alimentación, aumentando su contenido proteico, vitamínico y también calórico. Pero los sapiens de hace 20, 50 o 100 mil años llevaban una vida mucho más activa y “cara” energéticamente: cazaban, pescaban, recolectaban, fabricaban cuchillas y hachas, y andaban de aquí para allá. Nosotros, con iguales cuerpos y cerebros, tenemos vidas mucho más sedentarias, y sin embargo, mantenemos una ingesta similar. Hemos heredado una dieta que no se corresponde con nuestro ritmo de vida: el simple sobrepeso, la obesidad y otras enfermedades modernas reflejan ese desajuste.
La comida acompañó la evolución humana. Pero ahora nuestra dieta cotidiana –mucho más variada, por cierto suele superar en calorías a nuestras actuales necesidades. Y esa es una verdadera paradoja evolutiva.

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