futuro

Sábado, 15 de noviembre de 2003

CIENCIA FORENSE

Crimen y castigo

Por Federico Kukso

Cualquiera que haya visto alguna vez una serie policial o de detectives, de las que abundan últimamente en televisión, sabe que el asesino/violador/ladrón, en fin, el criminal, tarde o temprano cae, sea como sea. Todo juega en su contra: algún testigo que aparece a última hora, un cómplice que abre la boca, una brigada bien pagada de ávidos policías que aprieta a todos los que tiene que apretar y, sobre todo, un variopinto conjunto de investigadores de guardapolvo blanco capaces de hacer hablar a cuanta pequeña pieza de evidencia caiga bajo su microscopio.
Así cualquiera resuelve un caso. La verdad es que de la televisión a la realidad hay un trecho bastante largo, y obviamente, no siempre hay un final feliz. No todos los delincuentes son puestos tras las rejas y más que un inocente es inculpado. De todos modos, hay algo que aplaca la desesperación: la ciencia sale cada vez más seguido a resolver los más intrincados casos.
Un ejército de antropólogos, entomólogos, químicos, físicos, patólogos, odontólogos, biólogos, psiquiatras, psicólogos, zoólogos y botánicos se une a las huestes de los criminalistas para coincidir al unísono en que el crimen no paga.

Los coleccionistas de huesos
Los criminales casi siempre dejan su sello personal en la escena. Un pelo, una colilla de un cigarrillo, fibras de ropa, restos de piel bajo una uña, una gota de saliva o de sangre bastan a los “policías científicos” para resolver el caso. Para ellos no hay crimen perfecto: siempre hay testigos (vivos o muertos) que revelan el cómo, cuándo y dónde de un crimen. El primer paso consiste en identificar a la víctima. De eso se ocupan los antropólogos forenses: cuando se encuentra solamente un esqueleto, estos científicos son capaces de determinar la identidad de la víctima (sexo, edad, raza y estatura) a partir de la forma y tamaño de los huesos. A veces basta un pequeño trozo de fémur para reconstruir el crimen (el color de los huesos, por ejemplo, indica si un cuerpo estuvo enterrado o a la intemperie), esclarecer un asesinato, fechar una muerte y determinar sus causas. En ellos se puede detectar la pericia o inexperiencia del homicida y ayudar a armar un perfil. Un descuartizador, por ejemplo, deja huellas del arma blanca incrustada en los huesos, articulaciones y extremidades a partir de las cuales se puede decir si tenía o no conocimientos quirúrgicos.
El panorama se completa con la ayuda de los odontólogos forenses que no sólo identifican piezas dentarias de las víctimas, sino que comparan la forma del mordisco en el cuerpo del muerto con la dentadura del sospechoso incrementando las pruebas culpatorias (de esta manera se atrapó al famoso asesino en serie Ted Bundy).

Cadaveres exquisitos
Hasta no hace mucho, residuos de pólvora, exámenes de balística, análisis de armas de fuego, armas blancas y huellas dactilares eran de lo único que se valían los criminalistas para unir las piezas del rompecabezas. Sin embargo, algo faltaba. Ninguno de estos procedimientos era capaz de develar un dato clave para la investigación: la hora de muerte. La respuesta vendría del lado de la naturaleza. Así es: los insectos hallados en la escena de un crimen son grandes delatores y pueden, aunque no lo sepan, hacer justicia.Cuando un individuo muere, en casi diez minutos moscas azules y verdes (la más común es la especie Diptera, familias Calliphoridae y Sarcophagidae), atraídas por la sangre, los líquidos y gases formados en el proceso de putrefacción, depositan sus huevos en boca, ojos, nariz, y oídos (si la víctima estaba desnuda, en los órganos genitales y ano). Después los huevos se convierten en larvas, luego crisálidas y finalmente en moscas. Comprobando la edad de los insectos, los entomólogos forenses pueden tener idea del intervalo post mortem, o sea, el tiempo transcurrido desde que el individuo murió hasta que se encontró su cadáver.
Cada miembro de la “fauna cadavérica” se une al festín a una hora determinada. La polilla Aglossa pinguinalis y el coleóptero Dermestes lo hacen a los diez meses del deceso y el escarabajo Hister cadaverine, entre los 24 a 48 meses. Lo único que queda casi intacto son los tejidos con queratina: uñas y cabello.

Atrapado por los genes
Como en todo campo profesional, en las ciencias forenses hay un área que descuella, más que nada por la cantidad de éxitos cosechados. Se trata de la genética. A partir de una mancha de semen, una gota de sangre, saliva o un pelo, los científicos pueden armar una “huella genética” del sospechoso. No hay dos personas con el mismo código genético, salvo los gemelos de un mismo óvulo. Y si la muestra está degradada o es muy pequeña, con una máquina PCR (Partículas Cadena Polimerasa) se obtienen miles de copias de moléculas de ADN.
Pero así como inculpa, el ADN exonera. La organización Innocence Project de la Escuela de Leyes Benjamin Cardozo de Nueva York (Estados Unidos) ya ayudó a 95 personas a demostrar, mediante pruebas de ADN, que eran inocentes y que las habían encarcelado injustamente.
Las pruebas del crimen no se agotan ahí. Análisis de la composición química de manchas de sudor, manchas de barro pegadas a la suela de un zapato y la detección de residuos de disparos de arma de fuegos (nitrato y nitrito) en la piel del sospechoso a través de la llamada “electroforesis de capilaridad”, son apenas algunos de los otros caminos posibles que los adalides contra el crimen pueden tomar.
De haber existido, Hércules Poirot y el padre Brown (creaciones de Agatha Christie y G. K. Chesterton, respectivamente) se habrían deleitado con estos chiches tecnológicos. Ni hablar de Sherlock Holmes (el hiperlógico y cocainómano detective creado por Arthur Conan Doyle inspirándose en su profesor de medicina, el doctor escocés Joseph Bell). Aunque todo velo victoriano se hubiera esfumado. Eso sí: su archienemigo, el Profesor Moriarty, no se le habría escapado tan seguido.

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