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Viernes, 6 de febrero de 2004

MúSICA

El hada azul

Irupé Tarragó Ros cree en las hadas, los ángeles y los Reyes Magos, tiene fans en Italia y un disco recién editado, Florencia, en el que conviven chamamés con aire celta, zambas dedicadas a estrellas de Hollywood, motivos litúrgicos folklóricos. Dio recitales en cárceles para jóvenes adultos, en la Villa 31 y en la Colonia Montes de Oca, y aguarda ansiosa llegar con su música a la cárcel de Ezeiza. Retrato de la nieta de un marinero que oyó cantar a las sirenas.

 Por Mariana Enriquez

Irupé Tarragó Ros acaba de teñirse el pelo de azul, y se nota porque tiene los dedos manchados, las uñas sucias, casi violetas. Hace más de diez años que lleva el pelo azul, y a pesar de los vaticinios de varios peluqueros, no se está quedando pelada. Hasta tiene que raparse ciertas zonas para evitar el volumen. Además está vestida como si fuera julio en Buenos Aires, con una campera sobre una camisa de jean y, debajo de todo, una remera roja. Está negando el calor, dice, mediante el método árabe. Leyó que los beduinos se cubren con telas gruesas y toman té tibio para combatir las altas temperaturas, y sigue el ejemplo. Dice que funciona, un poco. El calor la tiene de malhumor. La ciudad la tiene de malhumor, y está cansada de vivir en su pequeño departamento del Abasto, lejos de sus pianos –uno quedó en casa de amigos, el otro en la sala de grabación de su nuevo disco, Florencia–, pero no sabe dónde ni cuándo se va a mudar. “No tengo auto ni caballo, no es fácil irse. Además es caro irse a vivir al campo, no es un plan posible por el momento. Ruego que las hadas me ayuden a encontrar algún recoveco en esta ciudad, necesito un árbol.”
Las hadas aparecen todo el tiempo en la conversación de Irupé, pero nunca en un tono new age falsamente ingenuo. Al contrario. Le molesta muchísimo que la presenten como “la dulce Irupé Tarragó Ros”, porque se siente como Ozzy Osbourne. Su búsqueda (o su encuentro) místico tiene mucho más que ver con la radicalidad de una Sinéad O’Connor que con una joven etérea que habla de angelitos. Y no es ningún chiste. Hace unos años quiso ingresar a un convento de Arrecifes, parte la Fundación Apostólica Mariana. Antonio Tarragó Ros, su padre, la llevó hasta la puerta, y se quedó a comer la primera noche, junto a las novicias. Era el único varón sentado a la mesa. No estaba de acuerdo, pero apoyó su decisión. Finalmente, la propia Irupé dejó el convento después de unas semanas, convencida de que Dios todavía la necesitaba afuera, en la ciudad. La próxima Pascua, sin embargo, la pasará en un convento. Su religiosidad no está reñida con el paganismo, la pasión por las sirenas, las ondinas, los espíritus elementales en los cuales cree: “Muchas de mis creencias se consideran paganas, pero no lo son. En otras épocas convivían las hadas con los ángeles y los humanos, había más contacto entre los mundos. Eso se perdió, lástima. Creo que es la razón por la que nunca vi un hada. Supongo que nos asustaríamos mutuamente”.
Irupé nunca suena forzada. Carece totalmente de impostura, en fin, no se hace la rara. Lo es. También es muy talentosa y construye con delicadeza discos preciosos, autorreferenciales pero nunca autoindulgentes. Las canciones propias son sutiles, las ajenas pasan por una relectura tan personal que enseguida se convierten en propias. Su nuevo disco se llama Florencia, como la ciudad italiana que la recibió, y donde tiene una suerte de club de fans que conoce sus canciones y asiste a cada uno de sus conciertos en el marco del festival itinerante Soñando la Argentina que se realiza en diferentes sitios de la Toscana. Florencia es un rompecabezas que permite armar a Irupé. Comienza con Metáfora, una canción con aire de chamamé celta gallego –con gaitas de Marcos Meroni–; así inicia el viaje con un homenaje a su familia gallega, y a los mitos y leyendas celtas que adora. Florencia, que da título al disco, es un aire de zamba bellísimo: “Cómo voy a hacer para volverte a ver, Florencia/ Rozaste mi piel con una antigua miel, Florencia/ Bendito es aquel que se atreva a leer, en tu espejo fiel, los ocres de tu historia añeja/ Podrá cruzar el puente, hasta podrá también saber que no lo destruyó la guerra/ Si pudieras ver las hadas rotas de mi tierra, que me hacen llover canciones de esperanza eterna, querrías extender tus brazos maternales, bella/ Y en el arco hacer brotar milagros de doncella/ Por eso es que aquí estoy, por eso puente soy, y no me destrozó la guerra”. Enseguida, Irupé cambia y se sumerge en Tinkunaco, motivo litúrgico tradicional riojano, con colaboración de su madre, Perla Aguirre, y de allí puede pasar sin esfuerzo a Zamba para Esther Williams, una zamba “hollywoodense” –no hay otra manera de definir el efecto que causa el clarinete de Cacho Ferreyra– o a Anduriña y gaitas para Juan Cores, una canción para su bisabuelo cantada en gallego por su tía Ible Amanda Cores. “Mi abuelo era marinero y escuchó a las sirenas cantar”, dice Irupé. “Creo que esas ondinas marinas ayudaron para la canción. Cuando la grabamos, lloré a moco tendido.”
Cuando las canciones no son propias, Irupé elige sus favoritas, por lo general clásicos, sin prejuicio alguno y guiada solamente por aquello que la conmueve. Así, hay versiones de Aurora, la canción patria de Quesada/Panizza; Influencia de Todd Rundgren, en versión de Charly García; Los ejes de mi carreta de Atahualpa Yupanqui; la cifra Provincia de Buenos Aires de Omar Moreno Palacios; tangos-canción como El día que me quieras o El último café, y hasta un tema de Roberto Benigni cantado en italiano, Quanto T’Ho Amato. “Mi intención es intentar vivir lo que brota espontáneamente de mí”, explica Irupé. “En ese sentido soy muy lineal y muy clara, y trato de hacer lo que tengo ganas, de verdad, lo que necesito y siento. Invito al afuera hacia mi adentro. Es un concepto de vida. Por eso puse Aurora, sin ninguna doble intención, apenas como un lindo recuerdo de la escuela. Había cosas feas en el colegio, tener que usar vincha, tomar distancia, el tipo de zapatos adecuados, cosas discriminativas. Mi vivencia es que lo único que me permitía escapar de esa situación era volar con Aurora, que me parecía hermosísima. Había palabras que no entendía, y ahora inclusive me atrevo a sobreentender otras. A veces, en vivo, me sale ‘azul un hada’. Otro ejemplo es el de Influencia. Cuando la escuché, me partió la cabeza, gracias a Dios que todavía me pasa eso. Grabarla es invitar a los otros a mi mundo. El disco es eso, como una charla. Decir: ‘¿Te acordás de este tema? ¡Qué lindo que era!’ Nada más.”
–¿Te sentís cómoda con el rótulo de folklorista?
–Me siento incómoda cuando me preguntan qué hago. ¿Folklore alternativo? ¿Pop folklórico? No sé. Lo que más puedo soportar es música irupesiana o música argentina, pero hasta ahí. Es muy hinchapelota el encasillamiento. Mi vieja es definitivamente folklorista y se jacta de eso; miro Cosquín para tener de qué discutir con ella. Y papá se dice chamamecero. Ellos se definen, pero si yo me pudiera encasillar en algo, no sería en la música. Soy definitivamente religiosa, amo a las hadas y creo en los Reyes Magos. Pero la música que hago es intransferible.
–Florencia es un disco muy cuidado. ¿Sos perfeccionista?
–Demasiado, tanto que todavía no me animé a terminar de tocar una sonata entera de Mozart: no salgo del primer movimiento porque no me sale perfecto. Eso me hizo mucho mal como pianista. Entonces trato de hacer lo contrario. Lo que escucho, lo respeto y lo defiendo, pero empecé a entender que los pequeños errores de ortografía son parte de lo que uno tiene, también. Gracias a eso pude grabar Florencia en un mes; por ultraperfeccionista me volví repentista. Pero definitivamente no soy metódica. Las canciones salen como por un tubo, como los chicos, nacen cuando quieren. No soy una persona que componga dos horas por la mañana, o se imponga horarios. Mi vida es un rocanrol, y en el medio me asalta una canción a mano armada, como una radio. Creo que los artistas somos como antenas, sintonizamos. Las canciones ya existen, me parece. Te buscan, las enganchás y después las decodificás un poco para ponerle algo tuyo, porque hace bien, el acto creativo es terapéutico.
–Hablabas de parir canciones. Ahora que estás cerca de los treinta, ¿sentís alguna presión por tener hijos?
–¡Para nada! No me tortura en lo más mínimo ese tema. ¿Por qué hay que tener pareja, hijos, la mar en coche? Todas las mujeres sentimos esa presión. A todas nos dicen que después nos vamos a arrepentir si no somos madres. Yo digo “muchas gracias por el consejo”, y a otra cosa. Es un acto de valentía. A mí me sobrepasa totalmente, ni me lo puedo imaginar. Olvidate de escuchar música, de leer un libro, de tu vida tal como es. Además es un tema traer un ser indefenso a este rocanrol. No se me ocurre. Pasé Año Nuevo con una amiga y sus hijos, y ella, mientras trataba de entretenerlos todo el tiempo, agotada, me miró y me dijo: “Iru, no lo hagas. Se crece igual”. Me cagué de risa, pero tiene razón. Se crece igual.

Fata Turquina
Cuando subió por primera vez a un avión de Alitalia, los pasajeros la señalaban y decían: “¡La Fata Turquina!”. Es que el hada de Pinocho tiene el pelo azul, como Irupé, y por eso cree que su éxito en Italia tiene que ver con una ayuda de ese ser elemental. Desde mediados del 2002 visita la Toscana para complacer al “grupo irupesiano” de seguidores, y gracias a ellos, dice, apuró la salida de Florencia. “Tenía que presentar un disco nuevo para ellos, y acá todos se pusieron la camiseta para que estuviera terminado lo antes posible. Trabajamos puramente por afinidad, como se trabaja en la Argentina, a ninguno nos sobran recursos ni ánimo. Lo terminé la noche antes de irme. Sacaba toda la ropa de las valijas y ponía los discos. ¡Qué vértigo! La mayoría de los que compran mis discos allá son italianos. Los argentinos siempre me dicen que les encanta mi viejo, porque por lo general son exiliados y tienen nostalgia de un grupo de artistas que para nosotros son clásicos.”
Pero, aunque adora tocar en Italia, disfruta de la misma manera con los shows que está haciendo este verano, en cárceles, villas de emergencia y hospitales psiquiátricos. Todavía le falta tocar para mujeres en la cárcel de Ezeiza, y está ansiosa por esa experiencia.
–¿Cómo es la experiencia de tocar en cárceles?
–Muy fuerte. Me convocaron para un proyecto de Cultura en zonas de riesgo, del Ministerio de Justicia, pero más allá de las cuestiones políticas, siento que, personalmente, es una misión. Toqué en la Unidad 24 de Marcos Paz para Jóvenes Adultos de dieciocho a veintitrés años, y también en la Colonia Montes de Oca. También toqué en la Villa 31, pero fue distinto, primero porque no fue adentro de la villa, fue en las puertas, y además porque hubo demasiada prensa. Fue lindo, pero mucho menos auténtico e íntimo. Es lógico, es estresante que se te meta un batallón de cámaras a tu barrio. A todos los lugares fui colgada de la pollera de la Virgen. En la Colonia me quedé abrazada con ellos, a upa, toqué en la fiesta de Navidad. La primera imagen fue supermedieval, pero superados los prejuicios, ellos me acompañaron con un amor y un respeto impresionante. Cuando entré a la cárcel fue muy fuerte el tema de atravesar rejas: el ruido no lo olvidás más. Después, cuando me encontré realmente con los chicos, después de las vallas sociales y los carceleros, los amé. Nos besamos, aplaudimos, se rompió todo muro. Uno de ellos tocó la armónica con nosotros. Son tan chiquitos, tan buenitos. Yo sé que es un tema delicado, pero qué me importa, son mis amores. La gente es buena, hay que apostar a eso.

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