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Viernes, 6 de febrero de 2004

EL MEGáFONO

De putas a trabajadoras del sexo

Por Celina Peñalver, Nestor Piccone y Graciela Trotta

El trabajo de la trabajadora del sexo no se hace en un grupo de producción, ni genera pertenencia a una empresa. Se realiza literalmente cuerpo a cuerpo y exige una presencia física distintitva desde la acción individual que permite el acceso al cliente. La nueva identidad se construye en el encuentro. La decisión de sindicalizarse les permitió a las trabajadoras del sexo crear un ámbito donde el entrecruzamiento de significados singulares les permite inscribir sentidos diferentes y convergentes a la vez. La comprensión de las dificultades puestas en juego en el trabajo grupal-organizacional actúa, de hecho, como espacio liberador de la angustia, dando lugar a sentimientos de bronca, de dolor, de afecto, de reconocimientos sociales compartidos que van modificando –a su vez– la subjetividad. Cambian ellas y cambian los otros cuando deben llamarlas por sus nuevos nombres. El cambio de la subjetividad, del miedo y la vergüenza en la clandestinidad, a la del sujeto transformador de la realidad que las circunda no es sencillo ni se asume en igualdad de tiempo por todas las trabajadoras del sexo que se atreven a organizarse. Dejar la clandestinidad para pasar a la exposición implica un cambio importante en la identidad, con un alto impacto en el imaginario social. Son muchas las dificultades que se plantean cuando las mujeres pasan de ser prostitutas-putas a trabajadoras del sexo y, además, sindicalistas. Ammar trabaja sobre la fragilidad de una identidad en construcción, alerta a sus integrantes para que, frente a la exposición mediática y social, las mujeres no se hagan cargo de las depositaciones sociales y culturales sobre sus personas para que puedan hacer conocer su accionar reivindicativo. Y ese aprendizaje, convertido en nuevos sentidos, es el que puede leerse y verse tras el asesinato de Sandra Cabrera. La identidad de trabajadora permitió re-definir la tarea laboral por la identificación del patrón (la policía), a quien sólo se puede enfrentar colectivamente y con una reafirmación de que la prostitución no es un delito. Mientras la policía como institución pierde identidad a manos de una actividad delictiva polifuncional y perversa, las mujeres de Ammar avanzan en el juego de sustantivarse abandonando y haciendo abandonar la adjetivación de putas y prostitutas. Sandra Cabrera –paradójicamente, con su muerte– inscribe una marca en el imaginario social, recupera la sacralidad del trabajo, función desde donde la mujer y el hombre se diferencian de los animales, mientras que los policías que la mataron se animalizan. De putas a trabajadoras del sexo, una elección para dejar de ser objeto de consumo sexual y represión, y pasar a ser sujeto de transformación y protagonismo.

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