las12

Viernes, 29 de marzo de 2002

SOCIEDAD

Mucha tela

Brukman es una fábrica de indumentaria que desde diciembre está en manos de sus trabajadores. Aunque sería más preciso hablar de “trabajadoras”. Después de todo allí hasta los hombres, que son minoría, terminaron por decir “nosotras”. Esta es la historia de una lucha que incluyó violencia policial y apoyo cacerolero.

 Por María Moreno

Hola, papi? ¿Sabés? Unas feministas francesas me invitaron a París. Bueno papi. Está bien. Después lo hablamos.” Celia corta el teléfono y se sienta en el sillón que hasta mediados de diciembre ocupaba alguno de los patrones de Brukman, la fábrica de indumentaria, ahora bajo control obrero. Teniendo cinco hijos era difícil que Celia no supiera coser. Empezó desarmando ropa infantil sobre una tela hasta lograr un clon perfecto. Diez años atrás, el hombre al que llama “papi” tuvo que dejar su trabajo en la sección Hilandería de la Fábrica Alpargatas debido a una enfermedad poco común para alguien perteneciente al sexo masculino: cáncer de mama. Entonces ella, que forraba sacos para Brukman sin salir de su casa, se decidió a entrar al establecimiento como operaria. Hoy es oficial calificada en máquina especial y una de los 54 obreros, en su gran mayoría mujeres, que desde la fuga patronal del 18 de diciembre han tomado la empresa y siguen adelante con la producción.
En los ‘90 Brukman indumentaria, que queda en Jujuy al 500, hacía soñar a sus dueños con transformarla en una gloria nacional. hasta los obreros estaban contentos: se cobraba a término la quincena, había tickets canasta, premios a la asistencia y –cada mes– rifa de televisores, como en los más populares programas de la tele. Don Jacobo, uno de los hermanos Brukman, se paseaba orgulloso entre las maquinarias, con los dedos metidos en los bolsillos del chaleco como los dibujantes izquierdistas representan sin imaginación al patrón burgués, aunque nadie recuerda si llevaba o no un reloj de oro con cadena. Una máquina robot cortaba 6000 trajes por día. Era alemana y para traerla hubo que sacar todo el frente del cuarto piso y alzarla con una grúa. En esos tiempos Juanita, una de las que el sábado 16, cuando la fábrica fue allanada por orden del juez Enrique Velázquez, resistió a la policía aferrada a la reja, se prometió: “Si no me echan, yo acá me jubilo”. Antes de la caída, en Brukman hubo períodos de trabajo a destajo donde forrar 500 sacos equivalía a 50$ que se cobraban al cumplirse la quincena. Celia hoy tiene algunas hipótesis de cómo empezó el barranca abajo. Desaparecían listas enteras de pedidos cuya paga se evaporaba en algún bolsillo mientras que los vendedores entregaban dos trajes en la misma percha y al precio de uno... y medio. Había discusiones por el monto de los vales pero al bolsillo de las trabajadoras, los últimos meses iban sólo 5$. Quizá la bronca estalló cuando el obrero Marcelo Rojas murió de bronconeumonía y Gerardo Brukman contestó ante el reclamo de los padres: “¿Para qué le vamos a dar plata si igual se va a morir?”. O se fue amasando hasta que las obreras se encontraron con que habían tomado la fábrica, casi al mismo tiempo que la gente salía a la calle para el gran cacerolazo del 19 que le tomó el pelo al estado de sitio.

La revuelta empezó en pantalones
Así dicen. Y eso que Eva, la encargada, es evocada como una déspota que impedía que los obreras de su sección tomaran el menor contacto con las compañeras de otros pisos (dado que Juri, uno de los delegados de Brukman dice “nosotras”, la cronista se autoriza a narrar la epopeya de Brukman en femenino). La fábrica estaba organizada a la comodidad de la producción.En el sexto piso –el comedor– se alimentaba la fuerza de trabajo, en el quinto se hacían pantalones y trajes especiales, en el cuarto se cortaba, del tercero salían los sacos, en el segundo funcionaba Plancha y en el primero la administración.
¿Cómo empezó todo? Cuando dejaron de pagar los sueldos y a darles vales semanales de 5$ las mujeres comenzaron a cuchichear su bronca a la hora del mate cocido: las seis de la mañana. Luego se juntaron un par de veces antes de entrar, en las narices de los patrones. Cuando entró un pedido de Portsaid, las de pantalones empezaron a trabajar “a tristeza” aunque quizá desconocieran la expresión. El primer movimiento de lucha fue llamar a Crónica TV.
–Habían empezado los despidos –cuenta Juanita–. Cuestión de que vos agaches y sigas laburando. Una semana antes de la toma, cuando ya nos daban los 5$ por semana habíamos llamado a Crónica TV. Ese viernes éramos quince porque otros compañeros ya habían cobrado su vale y se habían ido a sus casas. Nosotros el billete de cinco ante las cámaras. Al día siguiente nos amenazaron “¿Quién llamó a Crónica TV ?”. El jefe de personal andaba queriendo conseguir el video para ver qué personas estaban ahí protestando. No sé cuánto quería pagar. Por eso al último 2$ nos dieron. A medida que decían estar fundiéndose los Brukman iban anunciando diferentes medidas. Que no vinieran los lunes y martes. Pero las obreras sabían que eso significaba abandono del puesto de trabajo. Luego de la toma, en una reunión realizada en la estación YPF de la calle México, los representantes patronales ofrecieron tres ambos para cada una, luego 120$ o el síndico venía, ponía la faja y marchen presas. Cuando el sindicato pidió la quiebra, las obreras de Brukman le dieron vuelta la cara. Ellos les mandaron yerba y galletitas. Un día Celia misma despidió a la delegada que conseguía los 5$ y, durante todo el conflicto, informó a los patrones cada movimiento de la fábrica tomada. Le habló con mucha más dureza que a la esposa de Jacobo con la que se cruzó el 18 de diciembre mismo y que le dijo: “Jacobo está muy mal y tengo miedo porque sufre del corazón. Hoy se cumplen 50 años de la inauguración de la fábrica. Mi marido no quiere que se pierda. El no tiene plata, el que tiene es Enrique”. “Y a mí me llegó -dice Celia–, no sé si porque soy tonta o qué.”
La toma fue una decisión difícil. Ninguna de las chicas era Norma Rae, al menos en ese momento, pero tenían una fuerza.
–El 19 de diciembre, en una tele chiquitita que había en Plancha -cuenta Juanita–, seguimos todo el movimiento que había afuera. Por la radio escuchamos lo de los saqueos. Eramos nada más que quince compañeros. Cuando se declaró el estado de sitio muchos empezaron a salir. “¡Ah no, yo me voy”. “Chau, esto se puso jodido.” Carlitos tenía la llave y meta abrir la puerta. Entonces voy yo y digo “Dame la llave, de acá no sale más nadie.” Celia llamó a un abogado que nos dijo: “Si se decreta estado de sitio métanse al rincón, saquen todas las banderas, hagan silencio y apaguen las luces”. Todos los que nos quedamos hicimos eso. Oscar estuvo sentado al lado del teléfono. Otros grupos vinieron a esconderse acá en Plancha. Yo me acosté acá en el piso y cada vez que escuchaba una sirena decía: “¡Oscar, Oscar, ahí viene el patrullero!” Pero no, era una ambulancia. Toda la noche sin dormir estuvimos. Y el sereno de al lado siempre dando vueltas: “Si quieren irse, dénme las llaves, total mañana entran”. Qué ibas a confiar si mañana por ahí no entrabas más. A todo eso lo recordaba el día que vinieron a reprimirnos. “Pasar tanto para que nos saquen tan fácil”, pensaba. Y ganaba fuerza.
Las razones de Elisa para permanecer en Brukman son parecidas:
–Yo estuve mucho tiempo sin trabajar ya en la provincia de Salta, de donde soy. Mi esposo tenía un puesto en una fábrica de cera líquida, de piso. Después de venirnos, yo empecé a trabajar y al poco tiempo él se quedó sin trabajo. Ya cuando entré acá, hace cuatro años, vi cómo sequejaban mis compañeras porque no les habían pagado la quincena y les daban vales. “Lo que falta va a la cuentita grande”, decían los patrones. No pagaban ayuda escolar, salario familiar ni vacaciones. Desde que entré no supe lo que es un aguinaldo.
–¿Tenía experiencia de lucha?
–Yo viví en un hotel donde había un señor que subalquilaba y todo lo que se le pagaba a él, no se lo daba al dueño. O sea que era una estafa. La experiencia de lucha la tengo de ir a pedir vivienda a la CMV. Allí aprendí cómo había que manejarse cuando nos bicicleteaban. Sobre todo a no rendirme con el tema del papelerío. Pero vivienda es un cosa y trabajo otra. Acá estábamos acostumbrados a estar en las máquinas y a simplemente coser y que alguien nos dé la orden. De alguna manera era más cómodo. Fue la muerte del compañero la que me hizo pensar ¿qué nos espera? Salir a la calle, buscar trabajo y no encontrar. Cuando estaba acá murieron mis padres en Salta y no pude ir a verlos. No importan las comodidades de la Capital, el alejamiento fue muy duro. Me vine de allá porque no había, y de acá no me quiero ir porque no hay. Entonces me pregunté ¿hasta cuándo voy a seguir corriendo? No quiero la quiebra sino que se mantengan las 120 fuentes de trabajo. Por eso lucho y porque no quiero ver a mis tres hijos en una lista de planes Trabajar.
En la fábrica, Elisa abre costuras, pega ganchos, y hace las terminaciones de los pantalones. Desde que lucha en el rubro “trabajo” su lenguaje ha cambiado. Sabe que lo que hicieron no es una usurpación, que el juez determinó que los compañeros que resistieron a la policía “quedaron libres de culpa y cargo”, que el conflicto es laboral y no penal. Ella no dice nunca “Don Jacobo” ni “Los hermanos Brukman”, sino “la patronal”. Estos son los hijos de Elisa: Raúl de once años, Luis Fernando de cinco y Facundo de tres. El mayor la escucha y quizá no sabe que está aprendiendo en la práctica una materia que se llama “control, obrero”. Pero las trabajadoras de Brukman nunca pensaron en los términos del filósofo Michel Onfray, autor de Política del rebelde, tratado de la resistencia y la sumisión y hasta quizás ignoraran que el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, es un homenaje a las obreras textiles en conflicto que murieron cercadas por el fuego pero resistiendo. Cuando decidieron continuar con la producción de Portsaid y venderla –con el dinero pagaron 4800$ de luz que debían los Brukman, lo que les valió que Edesur casi les besara las manos– consultaron a la Secretaría de Trabajo. Legal no era pero tampoco era legal que las hubieran abandonado. Si cobraban podían hacerlo a cuenta de lo que se les debía. En cada decisión de quedarse en la fábrica hay una historia de vida que se había vuelto invivible. Como la de Carmen:
–Yo cosí 28 años a mano. Coser a mano quería decir que el cliente no se tenía que dar cuenta de que era a mano. Ahora trabajo en una máquina que refina.
Cuando empezó todo yo no estaba viniendo a trabajar. Estaba con parte de enferma porque me caí de un colectivo y estuve catorce meses con el brazo quebrado, cobrando el seguro. Qué digo cobrando. El seguro le entregaba el dinero a la empresa pero ella a mí solamente me entregaba el vale. Yo me venía de Caseros a buscarlo y gastaba 2,50 en el viaje, eso era la realidad. Al principio nos daban 100$ los viernes y con eso nos conformábamos. Así siempre iba quedando deuda. Pero nunca hubo un viernes que nos dieran 110 para ir amortiguando. En cuatro años nunca hicimos nada, protestábamos pero de ahí no salíamos, ésta es la verdad de las cosas. A mí me dieron el alta el 14 de enero. ¿Qué hago?, pensé. Yo en ese momento estaba en una situación muy apretada porque a mi marido quetrabaja en una tornería lo despidieron ese mismo 18 de diciembre, así que aquí estoy.
La toma de Brukman tuvo sus lados cómicos, por eso Juanita cuenta el cuento de la bandera que duró sólo un día:
–A la noche del 19 empezamos una bandera que decía “Fuera Cavallo” y “Fuera De la Rúa”. Como no teníamos fibra para pintar hicimos letras con tela y las pegamos con la plancha. ¡Un día nos duró esa bandera porque al siguiente los sacaron a los dos! Me acuerdo que habíamos cocinado guiso de arroz. Estábamos los 20 alrededor de la mesa grande –porque al principio éramos 20–. Es para no olvidarse nunca.
Cuando las obreras empezaron a producir las anécdotas graciosas les hicieron perder plata. Hubo un cliente que se fugó con dos trajes, luego de poner 30$ en las manos de una vendedora. Una señora intentó cambiar un traje viejo y de otra marca. Un comisario se presentó a reclamar dos trajes que aseguró haber pagado aunque no encontraba la boleta. Las chicas le entregaron un paquete muy prolijo: adentro había un traje sin puños ni bocamangas, descosido adelante. Estaba en arreglo porque el comisario es petiso.
–Después nos mandó la policía porque su nombre estaba escrito en la faja de clausura –se acuerda Celia que denunció el hecho, luego de que el sábado 16 la Brukman de las trabajadoras fuera allanada por setenta policías.

Las rejas de la libertad
Eran las ocho de la mañana y primero pensaron en clientes madrugadores. Pero eran policías de civil que no querían saber nada de ambos. Tenían una orden de allanamiento. Juanita se asomó con uno de sus hijos. Dijo que no podían entrar así, que había chicos, familias durmiendo desparramadas en cada piso. No dio cifras, habló abstractamente subrayando la palabra “chicos” que se usa para ablandar corazones debajo de las chapas. Al menos en el mito. “¿Cuántos son?”, preguntó el subcomisario de la octava. “De 25 a 30 personas”, dijo Juanita. ¿Quién podría acusarla? Ante la policía uno puede olvidarse de contar. O, a lo mejor, era una expresión de deseo. En realidad eran 4. Pronto serían 3: el hijo de Juanita anotó en un papel un par de teléfonos que había escritos en la pared, abrió una ventana y saltó sobre el techo de la casa de al lado. Casi lo matan: el vecino salió con un chumbo. El muchacho le explicó. El vecino dudaba. Por último el muchacho se puso cachador: “Bueno, si me vas a denunciar andá a la vuelta, al frente de la fábrica, que tenés a toda la cana a tu disposición”.
–Eran las ocho y cuarto –cuenta Juanita–. Nos dieron una hora para que avisáramos a las familias que supuestamente estaban durmiendo. Nosotros nos fuimos a donde están los bancos ahí en planta baja y los cuatro nos miramos “¿Qué hacemos ahora?”. Entonces mi hijo salió a avisar. Pero no encontró a nadie porque los compañeros tienen teléfono de línea y lo cortan cuando llegan a su casa. Recién pudo avisar cuando el vecino lo dejó salir a la calle para ir a buscar ayuda entre los que viven cerca.
La alarma llegó a la casa de Celia en Claypole. Los dedos de costurera le vinieron bien para ganar velocidad en hacer los llamados: a Vilma Ripoll, al PO, a Miriam Bregman e Ivana Dal Bianco, las abogadas del Centro de Profesionales por los Derechos Humanos, que por simple portación de título después no serían eximidas en cobrar la paliza de la policía. Después compró siete metros de cadena y un candado. Se tomó un remise y le pidió que rajara.
En la fábrica Juanita seguía ganando tiempo. Primero lo pidió para hacer una asamblea. Luego para que vinieran los abogados. Por sobre la cabeza de los policías miraba a los pocos que se habían juntado en la calle. Recién empezaban a llegar los vecinos de las Asambleas de San Cristóbal, Almagro y Balvanera.
–”Si no me abrís, igual el cerrajero va a abrir”, me dijeron. Entonces pensé: “Antes de que me rompas la puerta, te abro”. Eran como cinco policías de civil, dos asistentes sociales, dos mujeres policías, después los uniformados. Unas catorce o quince personas. Cuando entraron el comisario dijo: “Bueno, vayan a buscar las familias a los pisos”. Va un policía y vuelve: “No hay nadie”. Entonces el comisario me dice a mí: “Dígame la verdad, ¿cuántos son?” “Somos los que estamos acá.” “¿Hay otra salida? “No, no hay otra.” “¿Para qué nos mintieron? Encima nos hicieron esperar una hora afuera.” El comisario se agarraba la cabeza. Mientras iban sacando a los compañeros salían los policías. Y yo para ganar tiempo hasta que se juntara más gente, le dije al que me llevaba del brazo “¡Ay, dejé la pava en el fuego”. En la calle ya había compañeros y vecinos, pero todavía no era una fuerza grande. Fui al sexto piso y bajé. Ya habían sacado a los compañeros y a las abogadas. “Tiene que salir usted también.” “No, qué voy a salir, voy a esperar a que venga mi abogado.” “Agarre sus cosas y salga inmediatamente.” Y ahí el policía me apretó el brazo. “No tengo mis cosas acá. Las tengo en el tercer piso.” “Bueno, vamos.” Y el policía me acompaña. Despacito, despacito yo iba levantando todo. Y a veces miraba por la ventana a ver si se seguía juntando gente. Después bajé porque ya no había más caso. Pero entonces le digo al policía “Un momentito, voy al baño”. Ahí siento que tengo en el bolsillo la llave de la reja. Entonces, cuando voy al baño, la escondo debajo de un cenicero. El policía me arrastró hasta pasar la puerta de vidrio que se cerró herméticamente. Ahí me pidió la llave. “No la tengo, quedó adentro.” Entonces con Carlitos, cada uno de una punta, nos agarramos a la reja. Como no me podían sacar, de bronca, tiraron mis cosas para afuera. A Carlitos le pegaron pero luchó y luchó. Como ellos no habían traído seguridad –ni candado ni faja– tampoco podían cerrar para que no entrara nadie. Entonces seguí agarrada de la reja de afuera. Ya entonces se había juntado mucha gente que parecía no tener miedo a nada. Cuando llegaron los carros de asalto y comenzaron a salir la tortugas de adentro con los cascos y los lanzagases dije “Acá hay muertos”. Entonces la veo a Celia con la cadena.
–Cuando llegué, Juanita estaba agarrada a la reja del lado de afuera y le daban rodillazos para que se soltara –dice Celia–. Los policías iban a poner unas cerraduras de moto en la puerta pero las compañeras no los dejaron. Quedó con la banda de clausura. Entonces yo también me agarré a la reja y dije “Chicas, en cuanto pueda, me encadeno. Pero no en el medio porque si se llega a abrir la puerta me van a matar de un portazo”. Algunas lloraban. Alba, por ejemplo, lloraba como loca. Y yo las retaba “¡No lloren, mariconas, que hoy no se llora que éstos van a ver que estamos débiles y es peor!” (Y a mí, en ese momento, mostrar debilidad no me cabía). Después, cuando vimos que se empezaron a mover –ya debía haber llegado la contraorden del juez– abrimos la reja del portón. Yo corrí al costado donde está el botón para abrir la puerta de vidrio. Ahí se metió todo el mundo adentro. Entonces sí les permití llorar y me permití llorar yo.

Resistiré
Miren que había sido complicado un saco. Con su “espejo” esa terminación de las solapas y que parece hecha a mano, el “chorizo” que arma la manga a la altura del hombro, las “vistas”, esas partes de tela clara parecida a la que las maestras de los años cincuenta llamaban “mantú o batista” - sede de vainillas chuecas y de festones con la gracia de esa cinta de cartón con que los panaderos separan la torta del envoltorio.
El trabajo de las atracadoras equivale al nudo que las costureras de ayer y de a pie, mejor dicho de a mano –antes de las puntadas de refuerzo– bendecían con un toque de saliva. ¿Qué cuernos es el “zuzón” o algo así? La cronista no entiende ni medio. Podría preguntar ¿A lo qué? Como la Catita de Niní Marshall en Mujeres que trabajan. Jamás se había dado cuenta de que las sisas venían forradas. Hoy en Brukman las cosas han cambiado un poco. La fábrica se concentra en el tercer piso para ahorrar luz. Los hijos de Zulma, alias “los piqueteritos”, han inaugurado guardería al lado de la cocina. La señora que hacía la limpieza está en la sección Ventas porque entre el 18 de diciembre y hoy día se le despuntó una vocación de euforia y persuasión digna de un vendedor de coches norteamericanos. El hijo de Juanita, que estaba desocupado, estrena oficio: cortador. Un sobrino de Celia ya sabe cómo operar con el escobillón para juntar más rápido y en mayor cantidad las tiras de alpaca y gabardina de estación que caen de las maquinarias. En el local hay más de cincuenta personas porque han llamado a oficiales calificadas que habían sido despedidas. Una de ellas es Ester, que nunca se calló a la hora de reclamar:
Aunque las obreras de Brukman insistan en que no quieren ser patrones, no es lo mismo trabajar con que sin. Y cobrar los 150$ que se reparten por semana. Por eso las fotógrafas están preocupadas: cada vez que disparan con su cámara en ese tercer piso, hay carcajadas.
–Esto es una toma no un picnic –dice alguien que a lo mejor está agotado porque hizo guardia, participó de una asamblea, pegó mangas en serie y ahora, encima tiene que posar para una fotografía. Igual todas se ríen sin parar. Se juntan haciendo una gran franja celeste con los delantales, y el “piquetero” de sentado –todavía no tiene edad para caminar– agita la bandera argentina y hace un globo de saliva mientras no despega la mirada de la cámara que parece resultarle tan familiar como los Pamper bajo las nalgas.
–Esta es para que los de la octava nos ubiquen mejor.
–¡Una sonrisa para mostrarle a Jacobo quien manda!
Todos están dispuestos a dar pelea.
Marta, a la que hoy le toca estar sentada junto al teléfono, en la mesa de entradas, dice que se aguanta hasta tres día sin volver a su casa. A la dureza del piso de Brukman la enfrenta con una colchoneta que le regaló la hija. El sábado, ella, que es tan tímida, habló por primera vez por la radio.
–Cuando yo entré acá hace doce años éramos 110. Esto era la vida de ellos, decía el patrón. Antes la manga se hilvanaba a mano y se le daba la flojedad como fuera. Ahora está la máquina que la computan y lleva la flojedad donde va. ¡La gente que se ha comido la máquina! Había hasta 4 o 5 hilvanadores de manga y ahora una máquina hace el trabajo de 5 personas. Hubo un tiempo en que se pagaba incluso antes de término. Para algunas hasta estaba la changa de quedarse a hacer la limpieza. Después todo fue bajando. Salíamos dos semanas de vacaciones y nos daban 100$. Nos hemos ido con 20 o 30 un fin de año. A veces los dueños decían que tenían cheques a tres meses, a seis meses. Pero cuando los cobraban, a nosotros nada que ver. Por ahí nos decían “apúrense que este cliente paga en efectivo, así el viernes tienen el vale. Y cuando llegaba a mi casa no me querían creer que yo llevaba 5$. Las que empezaron a resistir fueron de un grupo pero la bronca siempre fue de todas. Mentiríamos si dijéramos que alguna no chillaba. Juanita conoce las asambleas y las ollas populares desde que trabajó en el Sanatorio Charcas. De allí se retiró en medio del conflicto porque todavía tenía un marido que trabajaba. Otros tiempos: cuando se iba de un lugar se tomaba dos meses de vacaciones, salía y encontraba un puesto. Trabajó como enconadora de hilo, planchadora. Ahora sabe que no sería igual.
–Yo tomé la decisión de quedarme en la fábrica –explica–, porque ese día me faltaban 20 centavos para llegar a mi casa. Si hubiera tenido un marido trabajando bien tal vez no hubiera hecho esto. Un desocupado no vale nada en la calle. Yo para poder mantener a mi familia –tengo un nieto a cargo– había sacado fiado de un almacén y cuando se enteraron que acá andábamos mal me cortaron todo. Y eso está en mi mente –la humillación– y me da más fuerza.
Como las otras cincuenta y tantas obreras de Brukman, Juanita no habla de cooperativa sino de que la empresa sea estatal con control obrero. El Hospital Ramos Mejía les compraría sábanas y delantales. No habría más que cambiar de rubro. Celia ya compró puntillas para las sabanitas de la Maternidad, así el Estado ve el ejemplo.
–No pensamos hacer una cooperativa –dice– porque no queremos ser los nuevos monstruos de la economía. Una cooperativa puede estar integrada por a lo sumo once personas que manejarían a los demás compañeros. Además debería ser exitosa y otros talleristas podrían ponernos palos en la rueda hasta que no vendamos nada. A veces de la cooperativa hablamos en broma y uno dice “yo haría esto”, “yo haría lo otro”, pero nadie dice “yo me sentaría en la máquina a hacer la producción”.

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