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Viernes, 2 de julio de 2004

MODA

amados básicos

¿Qué sería de nosotras sin el jean, los tacos altos y el archifamoso vestidito negro? Porque podremos sobrevivir sin una hilera de perlas naturales, sin un impermeable Burberry, o incluso –ay, por desgracia– sin un suéter de cachemira, pero jamás sin aquella prenda oscura que inventó Chanel e inmortalizó Audrey Hepburn. Por suerte, nos queda la camisa blanca, y –bueno– las zapatillas, tan confortables y juveniles.

 Por Moira Soto

Aunque la moda se lo ha permitido casi todo durante el siglo pasado y los comienzos de éste –incluso parodiar los uniformes nazis y (no sin escándalo) los trajes de los prisioneros de campos de concentración–, podría decirse que, en líneas generales, siempre se vuelve a los primeros amores, a esas prendas, a esos materiales, a ese calzado que, por diversas razones, han alcanzado rango de clásicos más o menos inamovibles. Aunque no todas las temporadas estén en la cresta de la ola del diseño, aunque por momentos parezcan desaparecer de las pasarelas, las revistas y las tiendas, esos fetiches básicos –como el sol de Marilina Ross– siempre están: en algún rincón del placard, quizás en el estante más alto, esperando ser rescatados en un momento de necesidad, de la zozobra del qué me pongo o simplemente de auge renovado de la prenda en cuestión.
Según anota Nancy MacDonell Smith en El vestidito negro y otros clásicos de la moda (Emecé, 2004), la lista de imprescindibles que nunca se irán del todo de nuestras vidas son, aparte del que da título al libro: el traje (en especial, el tailleur pantalón que popularizó Bianca Jagger en los ‘70), los jeans (y el denim aplicado a la moda); el suéter de cachemira (o cashmere, según lo llama la anglofilia argentina); la camisa blanca (de corte masculino, no la blusita con detalles femeninos); los tacos altos (cuya cumbre está representada por los aguja de unos doce centímetros, casi un arma blanca); las perlas (preferentemente en collares, desde luego cultivadas, ya que las naturales son hoy inhallables, y si no heredaste unos hilos de perlas de tu abuela, que a su vez los ligó de alguna parienta rica, no hay modo); el impermeable (el clásico, requeteclásico, en tonos de beige o marfil); el lápiz labial (lo de usar alguna forma de rouge viene de tiempo inmemorial, en las más diversas culturas); y, finalmente, las zapatillas (sólo usadas para practicar deportes hasta casi finales del siglo XX, multiplicadas gracias a Jane Fonda y el aerobismo de los ‘80, e incorporadas al atuendo de calle en los ‘90, con gran variedad de modelos y calidades.

Yendo a lo seguro
Aun advirtiendo que el libro de MacDonell Smith –ex columnista de moda de The New York Times y Harper’s Bazaar, ahora directora de nuevas tendencias de la revista Nylon– está confeccionado con ojo norteamericano, su antología coincide en algunos puntos con lo que la pituquería burguesalocal ha considerado tradicionalmente fino, tranquilo, bien, monísimo. Ejemplo supremo: el suéter de cachemira que las señoras paquetas de la primera mitad del siglo XX compraban en Harrod’s. El colmo del chic era el negro, a lo sumo el gris antracita con dos hilos de perlas, ya saben de cuáles.
Esta lana sedosa y tan pero tan prestigiosa provenía originalmente de Cachemira (La India) y luego de Mongolia y alguna zona aledaña, sitios fríos y escarpados donde ciertas cabras debajo de una gruesa capa exterior de lana desarrollan otra interior suavísima y mullida que es precisamente la que se usa para tejer los célebres suetercitos (también para hacer faldas, abrigos, chales). Obviamente, la cachemira, la buena, la pura, la de muchos hilos (puede ir de dos a –el súmmum– dieciséis) es carísima, lo que la vuelve signo irrefutable de status. Digamos que un suéter de primera, como el que proponía la pope Diana Vreeland (ella lo elegía negro y lo combinaba con pantalón de satén al tono) andaba en los 2800, 3000 dólares...
Como las cabras de marras no han sido nunca muchas y hacen falta tres (no enteras, sólo el esquilado anual) para un pulovercito (imaginen para el sobretodo que usa Sean Connery), y la buena fama de la cachemira fue creciendo, empezaron las mezclas que la abarataron en todo sentido: se cruzó a las cabras con otras razas como la angora, de pelo más grueso, se sumó al material de base lana merino y otros hilados. Ya en los ‘60, las chicas y señoras de la clase media con ínfulas de elegancia, que intentaban mimetizarse con la alta, se compraban prendas de cachemira de marcas británicas en Félix, de la calle Lima. Y era tema de arduos debates la limpieza de la cachemira (si lavarla con agua fría y wash-lan, si mandarla a la tintorería). Más recientemente, firmas norteamericanas como Banana Republic, produjeron prendas de cachemira un tanto degenerada a un precio más accesible (para algunas): 90 dólares.
Las perlas, Chanel lo comprendió muy bien, son totalmente compatibles con la cachemira. Pero la verdad es que ya eran apreciadas mucho antes de que Napoleón introdujera, a comienzos del XIX, los primeros chales de esta lana en Europa. Ese producto esférico y opalino que se forma con la aquiolina que segrega la ostra para neutralizar a un parásito irritante, siempre muy valorado por su belleza y escasez por las clases gobernantes del todo el planeta. Cuando Colón descubrió lechos de perlas en la actual Venezuela, los reyes de España (católicos pero codiciosos) se pusieron locos de contentos. Es que no estaban al tanto de que los chinos tenían, desde hacía añares, un sistema para producir perlas cultivadas.
Ahora, las perlas, favoritas de Catherine Deneuve desde que se las pudo bancar, han vuelto discretamente a los cuellos femeninos, en collarcitos de una hilera, incluso en imitaciones perfectas. Nada que ver con lo que les gustaba a las ricachonas de la familia Vanderbilt: Consuelo, por caso, tenía un collar de 500 perlas naturales, una barbaridad, que había sido de la emperatriz Eugenia de Francia, y un sautoir que le daba dos vueltas a la cintura. Pero lo cierto es que el de la supercocotte Bella Otero era todavía más largo, tanto que recibía sus principescos (o al menos adinerados) amantes apenas con el sautoir enroscado en su cuerpito gentil...
Las estrellas de cine, de Garbo a Grace Kelly, portaron perlas y perlitas, y no hace mucho la talentosa petisita Reese Wiherspoon se fue un estreno de rojo y de perlas (cultivadas). En los ‘80, las yuppies que presumían de elegantes incorporaron las perlas a sus estrictos tailleurs, sobre blusa de seda (natural). En el 2002, la línea inglesa de cosméticos puso a la indeclinable Kate Moss en un aviso con suntuoso collar muy parecido al que portaba, con más clase, todo hay que decirlo, Chanel en los ‘20.
Otro elemento inatacable del vestuario femenino del último siglo, que confiere pulcra distinción pero resulta mucho más democrático, es laconocida camisa blanca, de líneas masculinas pero adaptada a una silueta femenina. Esa camisa que empezaron a usar las mujeres con el traje sastre en los ‘30, más tarde la acoplaron a los pantalones y a cualquier falda porque se dieron cuenta de que siempre combinaba, que era un comodín ideal. Esta prenda que va y vuelve en el tiempo, queda genial con corbata, con jeans, debajo de un cardigan y si es de hombres, solita sobre la piel, como de entrecasa (en el estilo Annette Bening en Mi querido presidente, después de dormir con Michael Douglas). La francesa Anne Fontaine únicamente diseña camisas blancas, mientras que Narciso Rodríguez, desde California, nos propone usar las suyas bien limpitas, claro, pero alguín arrugadas, como recién salidas del secador. Armani, siempre tostado y tilingo, dictamina: camisa blanquísima con pulsera de diamantes. Agnès B, por su lado, se consagra a un sucedáneo, muy apropiado con jeans o asomando con una chaqueta: la camiseta o T-shirt nívea, de fino hilado de algodón, bien cortada y terminada.

Asaltando el ropero masculino
Como verán, las prendas más estilizadas y prácticas provienen del guardarropas varonil, pero no del de la época de los Luises (en que ellos, si eran cortesanos, se empolvaban y trepaban a tacos altos) sino del XIX, principios del XX. Aunque antes de que Chanel se robara los modelos del caballero inglés (su amante Boy Capel) y reinventara la moda femenina, ya las mujeres, hacia 1880, aun con falda larga y un cachito de polizón, empezaron a usar el traje con chaqueta haciendo juego, al principio mal visto por los conservadores. Después llegó Cocó con sus impagables trajecitos de tweed, que se entallaron en las décadas del ‘30 y del ‘40, convirtiéndose en los impecables trajes sastre que tan estupendamente les quedaban a Joan Crawford o a Bette Davis. La revolución de este dos piezas alcanzó su cenit cuando, en 1966, Yves Saint-Laurent presentó su espectacular tailleur pantalón, con tacos altos y maquillaje acentuado. A partir de entonces, desde la modelo del perfume Charlie en los ‘70 a la Julia Roberts de La boda de mi mejor amigo en los ‘90, y más cerca en el tiempo Jennifer Anniston y Angelina Jolie, las estrellas y muchísimas mujeres calzan este traje que –honor a las pioneras– se atrevieron a llevarlo Marlene Dietrich y Katharine Hepburn en los ‘30 y los ‘40.
Otro afano descarado al guardarropa de ellos es el impermeable clásico, Burberry de ser posible, muy Casablanca, de colores neutros. Vendrán cada tanto tonos vivaces, brillos plastificados, hules ennegrecidos, pero el trench no ha de perder su encanto misterioso (prenda de detectives, de espías), su funcionalidad, su nobleza. La actriz Chloé Sevigny, rebelde pero à la page, no paró hasta conseguirse un Burberry bien antiguo.

El negro favorito
Por encima del popular jean (y de otras piezas de vestuario hechas con denim), de los tacos altos y su halo sadomaso, de las cancheras zapatillas, se alza el vestidito negro. Ese que siempre se adapta, que funciona a toda edad y a todo peso, que está más allá de tendencias góticas o rockabillies, que les quedó regio a todas las chicas de Resistiré que fueron a recibir su bien ganados Martín Fierro. Otra pegada de Chanel que no pierde vigencia, al contrario. Y que puede resultar mucho menos oneroso que el suéter de (pura) cachemira, pero que queda igualmente bien con una hila o dos de perlas. En realidad, el único problema que puede acarrear el fiel negrito es si la usuaria tiene algo de caspa, la pone en completa y total evidencia. Pero éste es un problema que los dermatólogos y la cosmética solucionan raudamente.
Por lo demás, esta prenda de un color (no color, dicen algunos) asociado al duelo, la bandera pirata, el humor más irreverente, está siempre lista para ser usada con tranquilidad de conciencia fashion. El negro siempre esinsinuante, sofisticado, un pelín inquietante: no por nada las chicas fatales del cine negro siempre lo han preferido para devorar a sus víctimas... También es cierto que sufre de cierta mala reputación en algunos casos: se adjudica la mala suerte a los pobres gatos negros, se dice que tiene alma negra alguien que es corrupto y quizá cruel, y de la persona que nos obsesiona por algún motivo oscuro la llamamos nuestra bestia negra... Pero ninguna de estas acepciones del color del carbón, del ébano, del ala de cuervo, le puede restar méritos al indispensable vestidito ídem, compañero de tantas andanzas. Al contrario, esas connotaciones supuestamente negativas le agregan interés y sugestión. Diseñadoras de todas las latitudes y de distintas épocas post-Chanel votan por el vestidito negro como el clásico de los clásicos que sobrevive a todos los materiales, del terciopelo al tejido de lana, del lino al acrílico, del cuero al látex... Vestidito negro que adoró Schiaparelli, que glamorizó Christian Dior, que mitificaron Edith Piaf y Juliette Greco, que exaltó Jackie Kennedy en el entierro de su marido (el picaflor, el primero...). Y que nadie nunca jamás llevó con más gracia y estilo que Audrey Hepburn en Muñequita de lujo (Breakfast at Tiffany’s, 1961). En verdad, la etérea criatura descubierta por Colette también lucía mejor que nadie las perlas y los brillantes, el impermeable con que buscaba al gatito, los jeans que se ponía para cantar Moon River, los tacos altos y las ballerinas, el suéter y la camisa blanca atada a la cintura.

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