las12

Viernes, 4 de marzo de 2005

ABORTO

Clandestinidad que mata

Ni siquiera cuando la infección jugaba con su vida, Soledad pudo decirle a su mamá que se había hecho un aborto. El silencio, en su caso, fue cómplice de una atención displicente que sólo tomó en cuenta a la joven de 19 años cuando ya era tarde. Murió hace un año, recién ahora su mamá se anima a contar la historia, una historia como tantas de las que se ocultan detrás de las estadísticas.

 Por Sonia Tessa

desde Santa Fe

Alejandra Soledad tenía 19 años el 27 de febrero de 2004, cuando la internaron en el sanatorio Norte de Rosario con una infección por aborto. La agonía duró tres días. Murió media hora después de la medianoche del 29 de febrero de 2004. Su única hija, Ludmila, cumplió dos años pocos meses después, en abril. La sonrisa permanente, las ilusiones de estudiar trabajo social, la solidaridad a flor de piel, son parte del relato que su mamá, Julia, puede articular un año después. “Siento impotencia al pensar que mi hija murió por una cuestión política. La mataron. Porque si el aborto fuera legal estaría viva”, dice con lucidez y entereza esta mujer de 35 años, decidida a dar testimonio. Soledad –así le decían los que la querían– lo negó hasta el final. Ni siquiera a su mamá pudo decirle que había querido interrumpir el embarazo. Pero el médico que la atendió confirmó que la infección era una secuela típica de las intervenciones con sonda. “Se fue diciendo que no se había hecho nada”, subraya Julia. Las amigas sabían. Del sufrimiento de Soledad sólo pueden hablar los que la sobrevivieron, ya nunca podrá contarse en primera persona. Por eso, la decisión de su madre convierte la estadística en una historia de carne y hueso. “Tenía la vida por delante”, dice, y no puede evitar que las lágrimas caigan sobre sus mejillas curtidas. Soledad es apenas una de las 360 mujeres que muere cada año en la Argentina como consecuencia de los abortos inseguros. Muertes evitables, mucho más que nombres en una lista.
“Sé que mi hija no cometió ningún delito, el delito lo hicieron con ella”, lanza Julia como un estiletazo sobre el final de la charla. Se enoja con la persona que le puso la sonda, por haberlo hecho sin condiciones de asepsia, y sin advertir a algún familiar sobre el peligro que se corría. Pero sobre todo se indigna con la clandestinidad. Ahora que pasó justo un año de la muerte de su hija mayor, la que tuvo cuando apenas había cumplido los 15, Julia se decidió a hablar, conmovida por la situación que vive otra joven, de 27, en el hospital Granaderos a Caballo de San Lorenzo, denunciada por los médicos cuando concurrió a atenderse con un aborto incompleto.
Julia sabe que la penalización es la principal causa de la muerte de su hija. Apenas murió Soledad, ella rechazó a los medios locales porque no quería hablar de lo sucedido. Pero durante este año pudo recibir atención psicológica y ahora plantea: “Ojalá esta nota sirva para algo”.

¿Cómo llegó Soledad a la muerte? La revisión de la historia deja al descubierto círculos concéntricos de indefensión. A ese aborto silenciado y clandestino se sumaron atenciones displicentes en el centro de salud de Puerto General San Martín –la ciudad donde vive la familia– y una primera consulta en el sanatorio privado de Rosario que no indagó cuáles podían ser las causas de la fiebre y el dolor abdominal. Recién en la segunda consulta, cuando Soledad llegó con una fuerte hemorragia, le hicieron una ecografía. La internaron y trabajaron denodadamente para salvarle la vida, pero ya era tarde. El relato de Julia no escatima detalles. Estaban en el consultorio del oftalmólogo cuando Soledad comenzó con los dolores de panza. Su mamá le propuso ir al ginecólogo, ya que desde el nacimiento de su hija, más de un año antes, la adolescente no había concurrido a ningún control. El turno era para el martes 25 de febrero. “Ese día tenía que llevarla al control, y ella empezó con convulsiones. La llevé al dispensario, no al de mi barrio porque en ese momento no había médico, sino al del centro de Puerto General San Martín. Allí me dijeron que había sufrido un pico de fiebre pero que ya no lo tenía, y ésa era la razón de las convulsiones. Mi hija lloraba del dolor que tenía en la panza. Entonces le comenté al médico que había sacado un turno con el ginecólogo para la tarde, en el sanatorio de Rosario. Me dice que la lleve, que el especialista la iba a revisar. La llevé y el ginecólogo no la revisó. Sólo le apretó la panza, y dijo que para él había una infección. Le dio antibióticos”, comienza el relato de los últimos días de la vida de su hija.
Después de esa primera consulta en el sanatorio, Julia y Soledad volvieron a su casa. “El médico la mandó a casa porque no había fiebre, simplemente había dolores, y me dijo que si seguía bien la veía el viernes, y si sufría alta temperatura la llevara antes. El miércoles, cuando se levantó, le pregunté cómo estaba, me dijo que estaba muy bien, limpió, lavó la ropa de su hija y pasó un buen día. El jueves a la mañana nos levantamos con mi marido. Ya habíamos preparado todo para tomar mate, y ella también estaba levantada. Nos sentamos y no venía. Le pregunté a mi marido por Soledad. Me contestó que debía estar en el baño, porque iba a venir a tomar mates. Y la escuché que me llamaba. Cuando entré a la pieza, sufría de nuevo convulsiones. Empecé a correr, fui al dispensario, el mismo médico me dijo que había hecho un pico de fiebre, lo mismo que antes, pero que no le encontraba qué era lo que tenía. Cuando la llevé al sanatorio, la recibió una médica de guardia. Al bajar del taxi, Soledad sufrió una hemorragia en plena calle. Ahí me di cuenta de que me hija se había hecho...”. El relato se interrumpe por la imposibilidad de mencionar la palabra en ese contexto. Según ella misma puede recordar, Julia conservó la calma en ese momento. “No le dije nada, después de que la doctora la internó, estábamos solas en la habitación y le pregunté si se había hecho algo. ‘No, mamá’, me contestó. Le pregunté si estaba embarazada, y también me dijo que no. Cuando vino el médico, me dijo que iban a hacerle una ecografía porque tenía que haber un embarazo. Se encontró con que tenía restos de placenta nada más, pero que había una infección muy grande.” Julia recuerda cada escena como si fuera una película.
Cuando estuvo claro el resultado de la ecografía, el médico convocó a la madre de Soledad para comunicarle que iría a cirugía, pero la joven ya estaba muy débil porque había perdido gran cantidad de sangre. Eso impidió que la intervención fuera inmediata. Esa tarde, alrededor de las 19, entró en el quirófano y luego fue derivada directamente a terapia intensiva. “El médico me preguntó si sabía si se había hecho algo, le dije que hablara con ella, porque yo se lo había preguntado. Si bien me di cuenta de que se ha hecho algo, porque yo también soy mujer, ella decía que no”, rememora. Julia le preguntó al médico cuál era la causa del cuadro de su hija. “Me dijo que lo que a ella le hicieron fue con una sonda, que es lo único que provoca esa infección”, explica Julia.


¿En algún momento Soledad pudo decir que se había hecho un aborto? “Mi hija se fue el 29 de febrero de 2004 sin decir ‘Yo me hice un aborto, me lo hizo fulano de tal’. Siempre me dijo que no”, responde. Las razones del silencio de Soledad son complejas y, ahora, imposibles de desentrañar. La culpa, el temor a la sanción social, la muerte de su pareja en un accidente de moto, en enero de 2004; el sufrimiento por la pérdida de suprimer bebé a los nueve días de haber nacido fueron marcas en su vida. “Es tan fuerte el peso social de esta decisión de no continuar con un embarazo, que muchas no se animan a hablar, ni siquiera con madres dispuestas a ayudar”, acota la psicóloga social María Esther de Negri, de San Lorenzo. La profesional considera que “la culpa tiene que ver con la falta de información y de contención. Hay una larga historia de subordinación, sometimiento y humillación. No hay con quién hablar, lo hacés como un acto desesperado y cuando no tenés dinero. Toda la cuestión de la clandestinidad te lleva a la vergüenza y a la culpa, es la condena social que lleva a la mujer al sentimiento de culpa y sólo puede revertirse cuando tiene acceso al conocimiento de sus derechos”.
Pero a Julia hay una razón muy personal que la atormenta. De nuevo la culpa, como una gran marca. “Cuando pienso en el porqué de su silencio a veces me siento muy culpable. Al quedar embarazada mi hija más chica, de 15 años, yo había entrado en un estado depresivo muy grande, porque sabía lo que le iba a costar criar a su hija, yo también había tenido una hija a los 15 años y sabía lo que era la sociedad, que te juzga, que te mira, que te apunta. Entonces sufría por eso. O sea que mi hija no me lo comentó porque sabía el dolor que me causaba”, infiere sobre las razones del silencio.

De vez en cuando, mientras Julia abre sus recuerdos, una lágrima aparece, silenciosa, sobre su mejilla. Habla con voz monocorde, en el living de la casa en la que trabaja varias horas por día en el cuidado de un anciano. Cuando comienza a conversar, ceba un mate dulce, pero enseguida deja de hacerlo, inmovilizada por los recuerdos. Una obsesión cruza el relato previo a la muerte: el temor a que sus hijas mujeres repitieran su historia. Embarazada a los 14 años, Julia debió abandonar la escuela primaria cuando estaba por llegar Soledad, su primera hija. Tuvo seis más, escalonados desde el varón de 18, que juega al fútbol, hasta la menor de 8. Pero hoy dice que –aunque ama a sus hijos– no tendría ninguno. “No los tendría. Debe ser porque una parte de mí se murió. Por el gran dolor, la gran impotencia que causa la muerte de un hijo. Sobre todo por cómo falleció mi hija. No tendría hijos”, afirma sobre las secuelas que le deja la pérdida.
La familia vive en Puerto General San Martín, una población ubicada a 35 kilómetros de Rosario y separada sólo por una calle de la histórica ciudad de San Lorenzo. La localidad de 10.000 habitantes es el extremo norte del complejo portuario más importante del país, por donde pasa el 80% de la cosecha de cereales de la Argentina. En Puerto (como la llaman), la mayoría trabaja “con el cereal”. El marido de Julia también. Es obrero calificado de una cerealera y tiene un buen ingreso. Viven en el barrio Bella Vista, una zona de trabajadores. No pasan necesidades, si bien son muchos (además de los padres y los seis hijos, hay dos nietas y un abuelo, todos conviviendo en la misma casa). Soledad formaba parte de esa familia donde el dinero no sobra, pero tampoco existen necesidades sin cubrir. Como no trabajaba y tenía una hija pequeña a su cargo, comenzó a cobrar el plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados un mes antes de morir. Por esos mismos días le pidió dinero prestado a su mamá, quien le recriminó que ya se le hubiera acabado. “Me pidió plata en esos días no sé para qué. Y yo le dije: ‘Soledad, cobraste 300 pesos hace unos días’, y me contestó: ‘Sí, pero ya no tengo’. Después saqué la conclusión de en qué lo había gastado.”
Llena de proyectos como cualquier chica de 19 años, Soledad planificaba retomar sus estudios. Comenzaría primer año del polimodal, al mismo tiempo que haría un curso de trabajo social. Estaba contenta y entusiasmada. Era además una madraza. Aunque para Julia todavía es difícil dejar denombrarla como “una nena”. “Amaba su hija, la bañaba, la peinaba, salía para todos lados con ella”, relata.
Para Julia, hablar de su hija muerta es recuperarla un poco, aunque la tarea implique convocar la angustia y la culpa. También hacerla presente en su complejidad de persona, fuera de los números que indican que cada día muere una mujer como consecuencia de abortos en condiciones inseguras. Si el 29 de febrero de 2004 le tocó a Soledad, por lo menos que se sepa quién era Soledad. “Era una persona muy especial, muy solidaria. Te digo más, el día del velorio de mi hija, muchas de sus amigas llevaban puesta ropa de ella, sus sandalias. Era tan generosa que no miraba si le faltaba a ella. Fijate que tenía su bebé, y a mi marido le dan la leche en el trabajo, pero cuando los nenes de una vecina iban a casa a pedir la leche, ella le daba lo que correspondía a su hija. Tenía un gran corazón.”
En su casa era Soledad, pero en el barrio también le decían La Pitu, por lo petisa. Julia no abunda en descripciones, sino que pone sobre la mesa retazos de su relación. Es inevitable que la historia de su hija se entrelace con la propia. Eran confidentes. “Bastaba que se acueste al lado mío y que me abrazara para que yo me sintiera mejor”, asegura. Las cosas nunca habían sido fáciles para Soledad. Su primer embarazo, a los 17 años, fue vivido con gran alegría y expectativa. Su madre le preguntó si quería tener ese hijo, y ella estaba segura de quererlo. Sin embargo, en el 7º mes empezaron las contracciones, y también el reposo. Llevó el embarazo a término, sufriendo grandes dolores. La cesárea se demoró más de lo aconsejado y el bebé llegó a tragar líquido amniótico. Sólo pudo sobrevivir 9 días. Volvió a intentar, y tuvo a Ludmila, pero al poco tiempo se separó del padre de la niña. Después de esa ruptura conoció a un chico del que se enamoró, pero de nuevo llegaría el dolor. El 22 de enero de 2004 su pareja se mató en un accidente de moto. “Cuando había encontrado la felicidad se le escapó como nada”, se lamenta Julia, quien infiere: “Se ve que mi hija estaba embarazada cuando fue el accidente, pero no nos contó, y sólo lo comentó con algunas amigas. Recurrió a un aborto, también sin decírselo a nadie más que un puñado de amigas”. El final de esta historia es una herida demasiado profunda para cicatrizar. Combina la indefensión, el silencio y la clandestinidad para derivar en lo irreparable. Pero una vida es bien distinta a una cifra en el cuaderno de estadísticas. Una chica de 19 años que muere deja en el camino una niña huérfana, una madre desconsolada, amigas que nunca podrán olvidarla. Deja una estela de luz que se empaña con el desconsuelo de lo evitable.

Encierro en San Lorenzo

Sin acceso a la salud reproductiva, sin derecho a decidir, con el solo recurso de medidas desesperadas como la utilización de agujas de tejer o algún otro método casero, y la posterior llegada al hospital para completar el proceso. Y con peligro de terminar presa. El encadenamiento es una encerrona que todas las mujeres pobres viven en carne propia. Cuando llegan a atenderse, dependen de que el médico que les toque respete el secreto profesional y no denuncie ante la policía el delito tipificado en el artículo 88 del Código Penal. En la provincia de Santa Fe, las denuncias son la excepción y no la regla. Sin embargo, en el hospital Granaderos a Caballo de San Lorenzo esa regla no escrita fue violada. Un médico denunció a una joven de 27 años –con tres hijos– por haberse practicado un aborto, y el juez Eduardo Filocco ordenó la “cristiana sepultura” de un feto de dos meses y medio.
El director del hospital, Eduardo Rigo, justificó la decisión de concurrir a la comisaría 1ª de San Lorenzo para deslindar la responsabilidad médica ante cualquier complicación. Pero incurrió en muchas contradicciones, al asegurar que la vida de la paciente jamás estuvo en peligro. La actitud de los médicos del hospital de San Lorenzo está avalada por una acordada de la Corte Suprema de Justicia, que en 1998 determinó la obligación de denunciar de los médicos, vulnerando el secreto profesional.
Sin embargo, todos los días concurren mujeres con abortos incompletos a los centros asistenciales de la provincia. En algunos hospitales ocupan la mitad de las camas de maternidad, y los médicos optan por preservar el secreto profesional. El integrante de la Cámara de Apelaciones en lo Penal de Rosario, Ramón T. Ríos, consideró que la denuncia implica una violación del acuerdo de confidencialidad vigente en la consulta médica. Así lo entienden la mayoría de los profesionales de los hospitales públicos de la provincia. Incluso, cuando el entonces ministro de Salud Fernando Bondesío emitió una circular para que todos denunciaran, fueron muchas las voces que se alzaron para decir que respetarían el secreto profesional. Entre ellas, el Tribunal de Etica del Colegio de Médicos.
Pero desde el 11 de febrero pasado, hay una nueva mujer denunciada en la provincia de Santa Fe. Las condiciones no podrían ser peores. Es muy humilde y su familia considera que “debe pagar por lo que hizo”. Ella misma rechaza la oferta de asesoramiento legal, convencida de que deberá ser penalizada por haber decidido no continuar con su embarazo. Tiene tres hijos pequeños, y en la declaración que le tomó la policía mientras todavía estaba internada afirmó que “no tiene para darle de comer” a sus hijos, “para qué iba a tener otro”.
Para la diputada provincial Lucrecia Aranda, del Partido Socialista, todo el procedimiento vulneró las garantías constitucionales de la joven. “Me conmovió esa mujer que debió declarar sola, en el hospital, cuando estaba reponiéndose, sin un profesional que le pudiera aconsejar qué era lo que debía declarar”, afirmó la legisladora que está trabajando para lograr que la joven acceda a tener su propio abogado.
La psicóloga social María Esther de Negri, de San Lorenzo, también participó en la movida en apoyo de la joven. “La veo muy encerrada en su situación familiar, donde le dicen que tiene que buscarse un buen marido que la mantenga y la condenan por lo que hizo.” Para la profesional, esta situación se observa en “todas las clases sociales. La culpa, la humillación, el encierro no aparecen sólo en los sectores más humildes. Tiene que ver con un concepto muy patriarcal. Una pregunta que puedehacerse es por qué se la penaliza a ella, y no a los hombres que no se hacen cargo de un embarazo. Pero a ellos nadie los condena”.

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