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Viernes, 4 de marzo de 2005

URBANIDADES

Ritos de la memoria

 Por Marta Dillon

El último lunes, cuando se cumplían dos meses desde que la asfixia dentro del boliche de Once dejó un tendal de 193 muertos, un comentario sorprendido recorría las ocho cuadras de marcha que llegó y se diluyó en Plaza de Mayo: “¿Hay mucha gente, no?”. Había algo disonante en esa sorpresa, como si cierta inercia en el ritmo de la propuesta popular volviera esperable que el “tema Cromañón” se cayera de la agenda, al menos de la agenda de quienes no tienen familiares directos en ese recuento de cuerpos cuya vida impone una huella intocable en el corazón de la ciudad: el santuario. Un nombre que no se discute, los objetos que perdieron su sentido cuando la muerte se le llevó a sus dueños están ahora ahí como un recordatorio permanente que corta en dos un centro neurálgico de la ciudad y que nadie se anima ni siquiera a plantear que debería recuperar su circulación. Detenerse, ahora, frente a la acumulación de mensajes cifrados en código adolescente, a los santos y las vírgenes de ojos rojos porque así los deja el humo que se disfruta en los recitales, a las carpetas que ya no tendrán quién las llene de corazones es a la vez una obligación y un alivio. No hay manera, no hay posibilidad de olvidarse de lo que pasó frente a esa prepotencia de la memoria convertida en toldería pagana en la que el corazón parece dar vuelcos, como si intentara escaparse del puño que lo oprime. ¿Cómo no iba a haber tanta gente en la marcha si el tiempo parece detenido en esas sonrisas que merecían fotos? Al fin y al cabo las instantáneas sólo se disparan en momentos felices y ahí quedarán los chicos y las chicas, entrelazados algunos por abrazos, brindado con copas en alto, haciendo muecas ridículas que ya no van a cambiar. Es cierto que las reacciones espasmódicas de ciudadanos y ciudadanas de esta frontera del mundo parecen ocultar en algún pliegue de su memoria los mismos hechos que antes habían causado conmoción, conciencia, euforia y también indignación. Basta ver lo que sucede cada 20 de diciembre, como languideció el recordatorio de esa jornada que parecía habernos parido a todos de nuevo. Pero sin embargo no hay quien se atreva a pedir que muevan el santuario. Y en los barrios del conurbano, ahí donde los vínculos todavía conservan el persona a persona, ha sido lo que quedaba de las asambleas populares el germen de movilizaciones locales en solidaridad con las víctimas de Cromañón y con sus familiares. Pasa en Munro, en Vicente López, en Villa Celina, en Ituzaingo y seguramente en otros sitios que importan poco a la gran capital, ese lugar que tantos padres de provincia consideraron seguro, más seguro que el cordón popular que la rodea y en donde sus hijos quedaron atrapados. Había mucha gente en la marcha. Ojalá sigamos siendo muchos más.

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