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Viernes, 28 de junio de 2002

SOCIEDAD

La pesadilla de los golpeadores

Vicky, Alicia, Elsa, Cinthya: sus nombres son conocidos por casi todas las mujeres de la villa del Bajo Flores y los alrededores. Porque muchas de ellas son mujeres golpeadas y maltratadas, y no encuentran respuesta ni en la policía ni en la Justicia. Sí la encuentran en este grupo de mujeres que lleva adelante el comedor Niños Felices, y que cuando reciben una denuncia de violencia familiar acompañan a la víctima y vigilan al golpeador, y algunas veces, en situaciones límite, hasta lo encaran y si hay que pegar, pegan.

 Por Marta Dillon

Hay un pasillo estrecho y sinuoso, salpicado de un barro líquido en invierno. Es un pasillo que conduce hacia adentro de una ciudad sin medianeras ni cloacas, sin catastro ni tasación inmobiliaria. Es la villa 1-11-14, o la villa del Bajo Flores, la más grande de Buenos Aires. Aplastada por las topadoras del plan de urbanización del ex intendente Cacciatore y vuelta a construir, como un árbol que se poda para que crezca con más fuerza. Allí se apiñan decenas de miles que, a la fuerza, comparten los detalles de su intimidad. En la villa todo se sabe. En la villa, los secretos son como globos que se mantienen en el aire porque los empujan muchas manos. No es distinto de otros ámbitos, de otras vecindades. Salvo que la pobreza es como una lente que expone y delata, no se puede estar perdiendo el tiempo en disimular tal o cual cosa. La urgencia es diaria, lo demás no existe. Lo saben las mujeres del comedor Niños Felices, acostumbradas a salir por aquel pasillo todas las mañanas para “manguear” mercadería. Necesitan completar lo que reciben del Gobierno de la Ciudad porque la ración que tenían asignada ya no alcanza. Si en diciembre se atendía a 200 chicos, ahora son 395. Pero hoy el grupo de mujeres que salen juntas del comedor tienen otro motivo y el barrio lo sabe. “Se ve que salimos como transformadas cuando vamos a un operativo”, dirá Alicia Almaza cuando esté de vuelta y relate de qué se trata. Ahora no tiene tiempo, estaba cocinando junto a sus compañeras cuando una nena de menos de un metro llegó con las mejillas rojas de frío y miedo. El papá le había pegado otra vez a la mamá y ella la mandó a buscar a las amazonas, como les dice el cura de la villa. Y ellas fueron y volvieron, como un grupo de choque entrenado y cohesionado. “Nos fuimos para la feria –una que se monta entre los pasillos de la villa hacia la avenida Cobo– porque ahí este matrimonio tiene un puestito. Queríamos hablar con el hombre, pero el tipo nos vacilaba, se hacía el vivo, no nos escuchaba.” Entonces las mujeres lo rodearon, le cortaron el paso, “queremos hablar con vos” le dijeron ahí, frente a todo el mundo. “Se quiso poner agresivo y bueno –cuenta Alicia–, a Mabel se le escapó el cachetazo. El tipo seguía queriéndose escapar y la Vicky lo frenó con un palo entre las piernas. Le queríamos hacer un estilo escrache, porque lo peor para el golpeador es que todos se enteren. Pero mucho peor es que vean que les pega una mujer. Al final se quedó quieto y le hablamos. ¡Lo que no hizo ese hombre! Terminó llorando, pidiendo disculpas, prometiendo que no lo iba a hacer más.” Ni Alicia ni Mabel le creyeron demasiado, están acostumbradas al teatro del arrepentimiento. Por eso después siguen el caso, pasan por la casa a ver cómo están las cosas. “Es que hay que ir liquidando lo que queda pendiente. Cuando vemos a la señora, la saludamos, bien botonas: ‘Cómo le va doña, cómo anda’. Se ve que ella tiene miedo porque nos hace señas, pero es la única manera de que el tipo sepa que estamos ahí y que ella no tiene por qué temer.” De eso se trata un operativo, entonces. De intervenir directamente en casos de violencia familiar porque, cuando se vive tan al margen, la Justicia suele tener la venda corrida.


Alicia tiene una pareja, pero no viven juntos. Es todo un motivo de envidia para las amigas. Es que así tiene más libertad y puede volverse a su casa cuando quiere. Por ejemplo, cuando discute con Salvador sobre el trabajo que las mujeres del comedor llevan adelante en relación con la violencia familiar. “El no está de acuerdo porque dice que en la cama todo se arregla. ¡Mirá vos! Es algo que dicen muchos, o que nos dedicamos a separar a las parejas. Pero no es así, lo que pasa es que en muchos casos no te queda otra.” Esta mujer de 33 años y tres hijos es una de las fundadoras del comedor Niños Felices, que allá por el ‘89 fue a una olla popular. En plena época de hiperinflación, treinta mujeres del barrio se encontraron en un edificio de Acción Social esperando por mercadería. Después de horas de cola, algunas habían conseguido lentejas, otras leche, otras aceite y harina. De vuelta en la villa vieron que algunas no habían conseguido nada. Con nueve cajas PAN empezaron a cocinar para todas en un patio, a la intemperie. Así pasaron dos años, escuchando el “verdugueo de muchos” que las llamaban zurdas o que las acusaban de estar contra el gobierno que ya era de Carlos Menem. “Fuimos muy azotadas por eso, venían los camiones a traer mercadería y a nosotras no nos reconocían, aunque les dábamos de comer a muchísimas familias. Nos tiraban tres o cuatro paquetes y nos teníamos que arreglar, siempre terminábamos llorando.” Con o sin lágrimas, seguían cocinando y entre el vapor de los guisos empezaron a hablar de lo que siempre se calla. “Estábamos juntas y no sabíamos que teníamos esto, que estaba bueno estar juntas. Teníamos muchos problemas parecidos en las casas, con los hijos, con los maridos.” La mayoría no había cumplido treinta todavía, aunque la vida había empezado demasiado temprano. A los tres años de estar sosteniendo la olla popular, consiguieron los materiales para empezar a construir el comedor en el que Mabel Ruiz y Alicia se abrigan ahora con sus echarpes de lana. Hay un pizarrón en el que se anotan las efemérides del día, como en la escuela, que adorna la sala en ele que bordea la cocina. En un extremo, tres mujeres mayores con sus polleras bolivianas esperan desde hace horas que llegue su turno de almuerzo, apenas un rato antes de que los chicos salgan de la escuela y empiecen a amontonarse en la puerta. “Será porque éramos todas mujeres, pero siempre quisimos saber más de esas cosas. Nos interesaba aprender y ya veníamos charlando de la violencia y de los insultos de los maridos. No hay derecho a que te traten así.” Por eso llamaron una mañana a la Secretaría de la Mujer de la Ciudad de Buenos Aires buscando un contacto y les ofrecieron organizar grupos de autoayuda. “Aunque después terminamos enseñándoles a ellos”, dice Mabel, de 28, porque “pretendían decirnos cómo enfrentar esos problemas, que hiciéramos la denuncia, pero para nosotras no es así. Hasta que un día vino un hombre corriendo a una mujer y nosotras salimos a detenerlo. Nos pusimos adelante y el tipo se terminó yendo. Nosotras no teníamos miedo porque estábamos todas juntas pero, cuando entramos, vimos a la mujer casi metida debajo de la mesa, estaba cagada en las patas”. De todos modos, las lecturas que les acercaron les sirvieron para sus reuniones, para saber que los insultos también son violencia, que existe la violación dentro del matrimonio y que gastarse la plata que tendría que ser para los hijos también es violencia. “Todo eso una lo siente, pero no sabe que los demás la van a entender. Porque siempre nos enseñaron que el sexo era un derecho de los maridos. Se da mucho que te agarren por la fuerza. Pero no, es tu intimidad, tu cuerpo, nadie tiene derecho.” Y Alicia sabe de qué habla.
Elsa es la hija de una de las mujeres que espera por su vianda en un extremo del comedor. Su caso fue uno de los más complicados para las chicas del Niños Felices. Antes, por necesidad pura de hacer algo más que escuchar y consolar a las compañeras, habían decidido no dejar sola a la que estaba sufriendo violencia. Se habían instalado en una casa a soportar juntas los insultos de un marido que “tenía eso de transmitir, llegaba borracho y empezaba: que sos una puta, que no hacés nada bien, que sos una arrastrada, que qué sé yo. Una vez nos pusimos en el medio cuando el tipo iba a levantar la mano y sin darnos cuenta lo pechamos. El tipo se cayó al piso y se asustó tanto que entendimos que ahí teníamos algo”. Algo que se puso en juego en el caso de Elsa. “Ella nos venía a buscar, tenía siete hijos y él los fajaba a todos, hasta a la madre. Ya le habíamos hablado, le dijimos que se fuera. Trabajaba en Cliba y ni plata para comer le daba a la familia, pero no se quería ir. Un día que la abuela llegó con el ojo en compota salimos todas para allá”, se acuerda Mabel. “Como era domingo, no había muchas, pero fui con la Vicky que es brava, porque ella también tenía una situación personal jodida. El estaba ahí, un enano cargoso y malvado. Cuando llegamos se quiso escapar, pero la señora le puso el candado. Ya habíamos hecho todo, hasta había un expediente en Tribunales, pero la Justicia no se da cuenta de que el tiempo pasa y la vida corre peligro. La cuestión es que le empezamos a hablar y se trepó por una ventana al techo. Lo agarré del pie y se me escapó, desde arriba nos tiraba con cascotes, con fierros, con todo eso que hay en los techos de la villa para sostener las chapas. Al final se bajó y se largó a correr por un pasillo. Y ahí nos enfurecimos, lo entramos a correr con un palo por el barro. ¡Y yo que tenía zapatillas blancas y no me las quería ensuciar!” No es que Mabel o Vicky tengan como objetivo andar pegándoles a los hombres; sucede que muchas veces no encuentran otro camino. Como esta vez. “La Vicky lo corría por Cobo y yo por los pasillos, cuando lo agarramos le dimos para que sepa lo que es”, cuenta Mabel. “Lo peor –completa Vicky– es que yo le estaba dando y pasó un patrullero, el tipo empezó a gritar que yo estaba loca y yo a decir que era mi marido y me había pegado. Pero le creyeron a él y me llevaron detenida, el tipo me saludaba mientras yo me iba en la patrulla. Es que los policías son tipos también, y parece que les pesan los huevos para reconocer que son violentos.” Al otro día, ese hombre tenía que presentarse en el Tribunal de Familia, y Mabel y Vicky asistieron espontáneamente. El hombre llevaba en la cara las cicatrices del día anterior. Ellas hablaron con el juez y le explicaron. Y el juez, esta vez, estuvo de su lado. Fue una vergüenza para el hombre jurar y rejurar que las mujeres le habían pegado y no encontrar más eco que la incredulidad. “La cuestión es que al otro día el tipo depositó la mensualidad para que su mujer la cobre y no volvió más por la casa. Y la plata la tiene que seguir poniendo porque él tiene trabajo y los siete hijos también son suyos.”


Vicky se hizo por años la misma pregunta: “¿Por qué soy capaz de sacar a otro de los pelos y a él le tengo tanto terror?”. Es que ha llegado a hacerse pis encima de sólo saber que cruzaba la puerta. Es una mujer de 32 años y tres hijos que aprendió hace poco el oficio del cirujeo, que se crió en hogares y que anota en los hechos de su vida el haber conocido a Pinky y a Enrique Olivera –cuando era subjefe de Gobierno de la ciudad– en un refugio de mujeres golpeadas. “¡Cómo comimos ese día! Lo pienso ahora y se me hace agua la boca.” Pasó seis meses en ese lugar que ni imaginaba que existía. Su primer marido le pegaba, el segundo también, “porque si no hacés terapia, seguís eligiendo mal. Es como que estos tipos se dan cuenta a quién les falta, se dan cuenta. Y yo era fácil porque a mí me violaron, me pegaron en los hogares... Después me sentía ciega y enamorada de él. Y él sabía la palabra justa para que yo me sintiera en falta, me parecía que era yo la que hacía todo mal”. Las compañeras de Vicky no lograron sacar a su marido de la casa y en el juzgado no se dictó la exclusión del hogar “porque decían que eso no era una vivienda y que entonces no se podía hacer la orden judicial. Es duro vivir en la villa”. Entonces la llevaron a ella al refugio en el que pasó seis meses. Cuando salió, su marido le había vendido la casilla. La ubicaron en un hotel, pero ahí no tenía lo que más valora: la solidaridad del barrio. “Casi nos morimos mis tres chicos y yo, porque teníamos que comer de la basura y nos intoxicamos con sánguches de miga. Cuarenta grados de fiebre tuvimos. Ahora alquilo una cama en la casa de mi cuñada y el tipo anda por ahí, me lo cruzo todo el tiempo, hace dos días me puso el arma en la cabeza y me dijo que si me veía con un novio, me mataba.” Por eso ella siente que perdió. A pesar de que hubo un proceso judicial, “a mí sola me joden. Yo soy la que tengo que hacer tratamiento psíquico, mis hijos están bajo juez. Tuve que hacer un escándalo en Tribunales para que dieran la orden de que no se me acerque. ¡Y qué, se me acerca igual! ¿Quién lo va a sacar, la policía? La parte legal es una porquería, si en Navidad fui a buscar a una amiga del refugio que vivía en Constitución porque le había prometido que iba a ser la madrina de mi hijo. Toqué el timbre y pedí por Norma, ahí nomás salió la madre llorando. El marido la había matado a ella y al hijito. En abril le había puesto el arma en la cabeza, en junio salió del refugio y en diciembre la mató. Si hasta tenía visitas, el tipo, para ver al hijo”. Vicky tiene en los brazos un bebé que adora, el único que no está bajo la tutela de un juez. Después de ese niño perdió otro que, igual, no quería tener, “pero a los dos días de que naciera mi nene el tipo me obligó a tener sexo. Se creen que eso los hace hombres, yo tenía que estar preñada, eso era lo que quería. Y, claro, con veinte hijos, ¿adónde vas a ir?”.


Cinthya se separó estando enamorada y con cuatro hijos. Lo hizo porque después de mucho tiempo de cocinar junto a sus compañeras, después de haberlas escuchado durante años en cada reunión de los miércoles, se decidió a hablar. Ella pensaba que lo que tenía eran discusiones comunes, propias de quienes comparten la vida y el trabajo. El marido no le levantaba la mano y entonces ella no identificaba ningún problema que no se pudiera resolver en privado. Cinthya atendía el teléfono en el comedor, recibía las derivaciones de la salita –el centro de salud Nº 20– que les pasaba los casos de otras mujeres golpeadas y hasta asistía a reuniones mensuales en las que se analizaba cómo mejorar el trabajo en red entre el hospital, la escuela, la iglesia, el jardín de infantes y el comedor. Pero algo de lo que escuchaba funcionaba como un eco en su memoria cuando llegaba a casa. Su marido ya no trabajaba, estaba desocupado. Ella conseguía de vez en cuando algunas horas en casas de familia, lo mismo que hacen ahora la mayoría de las compañeras del comedor. Y tenía sus estrategias. Como sabía tejer, un día se puso a hacer gorritos de lana. Se vendieron y compró más lana. Cuando estaba embarazada de su tercera hija, se encontró cargando bolsas inmensas cargadas de gorros para llevarlas a bordar y nadie que la ayudara. Volvía a casa y los chicos no habían comido, todo estaba revuelto. ¿El marido? Tirado en la cama, deprimido. “El ejercía violencia psíquica y verbal. Me insultaba porque no hacía bien las cosas de la casa. Si yo le recriminaba algo, se irritaba, gritaba.” Se decidió a hablar en ese grupo, en el que aprendió términos y conceptos para definir lo que la lastimaba cuando nació su cuarto hijo. Fue a parir sola y cuando le dieron el alta en el hospital sólo estaba para acompañarla el mayor de sus muchachitos. Entonces ya no le importó nada, en la siguiente reunión habló como si escupiera un cuerpo extraño que llevaba enquistado. Y se separó. Como todas, ella preferiría no tener que llegar nunca a los golpes con esos hombres acostumbrados a golpear en el lado más débil. Preferiría que entendieran de qué se trata, que pudieran hablar también ellos y reconocer cuánto les han pegado también. “Porque los hombres golpeadores la mayoría de las veces también fueron golpeados. O vieron cómo les pegaban a sus madres.” Pero las cosas son como son, y se contenta con los pocos casos en los que las palabras funcionan como límite.


“Las amazonas” es una definición que las hace reír. De las treinta mujeres que iniciaron la olla popular en 1989 quedan diez trabajando activamente, pero ahora hacen mucho más que poner en común la comida. Y estas estrategias que inventaron para protegerse ellas mismas o a las vecinas son una noticia que se escapa de los labios y anda de boca en boca. Más de una vez las han llamado de otros barrios para que intervengan, incluso de la provincia de Buenos Aires, porque el amigo de una amiga dijo tal cosa. Pero, ¿cómo ir cuando casi nunca alcanza para el boleto? Lo más lejos que llegaron fue a Pompeya, donde organizaron un escrache en las puertas de un club para denunciar a un peluquero que no pagaba alimentos a su señora. Era un hombre que hasta salía en las revistas, dicen, un hombre de clase media. Ellas saben tan bien como cualquiera que de lo que hablan no es patrimonio de la villa. En la villa, en todo caso, todo está expuesto. El extremo es el borde por el que se acostumbra a caminar: estas mujeres aprendieron a golpear las puertas de los juzgados para saltearse a la policía que las maltrata. Si aprendieron a dar unos golpes a los hombres cuando son los Tribunales los que les esquivan la mirada, es porque saben de sobrevivir. Y porque alguna vez decidieron caminar juntas y eso las hizo fuertes.

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