Viernes, 27 de octubre de 2006 | Hoy
ARTE
Lurdes Ventura es el personaje que Ana López eligió para retratar su imaginario a través de pequeños objetos en cerámica –ya tradicionales en su obra– y dibujos que como estampas sagradas valoran la vida cotidiana como un rito al que todos y todas asistimos. Una muestra que obliga a mirar hacia adentro para descubrir con qué materiales cada uno y cada una han acuñado su nombre.
Por Marta Dillon
Lurdes Ventura ya tiene su libro. Bien encuadernado, de tapas negras brillantes y letras doradas que imprimen su nombre con la solemnidad que merecen los eventos inolvidables. Es posible imaginarla recorriendo con la mano áspera del trabajo la superficie lisa, el tallado de la caligrafía, las motas de polvo que es necesario quitar para que no se afee esa portada que anuncia una memoria particular, tan pequeña como pequeña es una mujer que de cara al cielo de pronto toma conciencia de que el parpadeo de su existencia no dejará marca más allá de quienes la vieron ser ¿y por cuánto tiempo?
Lurdes está salvada, como salvado está el accidente ortográfico que allana un nombre que quiere ser pronunciado sin errores ni dificultades. Ella tiene un libro precioso, precioso como una gema que en cada faceta devela un secreto de su encanto; y cuando se la vuelve a mirar, se intuye otro. Ella, su memoria, el perfume de su goce, el fondo negro de sus pérdidas, sus ojos marrones, marrones, los tesoros evocados; todo eso está salvado y es fácil –y necesario– colgarse de la falda de su vestido para salvarse también, para dejarse acunar en la certeza de que la belleza tiene dedos pequeños y sabe acariciar a quien se deja.
¿Y quién es Lurdes Ventura? Nadie. Ella misma. Una mujer mayor que cuando niña fue capaz de reconstruir el mundo en un ropero mágico, como puede ser cualquier ropero cuando la infancia entrega su hechizo. Una mujer que sabe que los hechos memorables se amasan con esa harina finita, finita, que se escapa de los dedos mientras una cree que está modelando los escalones necesarios para cumplir los sueños. Y que tal vez ahora mismo, mientras evoca esos momentos, se estén fraguando recuerdos para el futuro. La vida es así, dice Lurdes, recordamos mientras vivimos lo que vamos a recordar. Pero en el balance quedan las cosas que importan: las flores blancas del canesú de un vestido de su madre, los mares encrespados por los que navegó su padre, la confianza de haber habitado ese corazón de hombre aun cuando la distancia era un océano inmenso. ¿Y ahora? Ahora Lurdes hace lo que le gusta, flores de papel. Una artesanía discreta que sólo unos ojos sabios descubren como tesoro, los mismos ojos que se pierden en el diseño de una ciudad monótona, en la violencia de sus colectivos donde ella pasa tanto tiempo. Ojos que saben que cuando no hay nada que ver afuera, algo queda dentro para revisar y solazarse; para descansar en los lugares seguros: el amor que se ha dado, las canciones que traen el olor de los deseos.
“Yo le presté mi ropero, el vestido de mi madre, las ausencias de mi padre mientras fue marino mercante”, dice Ana López, la mano que dio vida a esta mujer de la que conocemos sólo su imaginario impreso en este libro que dan ganas de acariciar o de entrar y quedarse, de mirar sus páginas negras a la luz de una lámpara cuando todo lo demás está a oscuras. Ella le prestó sus recuerdos y sus saberes y se quedó con lo que incomoda, esa insatisfacción permanente de la artista que busca desde el momento mismo en que encuentra. “Lurdes soy yo –dice–, sería yo si no pintara.” Pero ella pinta y entonces puede convertir en una pieza el fragmento de un fuego en el que se cuecen huevos, los tréboles que crecen al costado del río, la emoción contenida en el acto mecánico de regar las plantas y escuchar la radio cada vez que se despeja el rito detrás de la rutina, el nombre que anida en las letras que se anotan en un documento. Bienvenida la inquietud que habilita este particular lenguaje de las emociones, que permite decir cuando el murmullo de una vida gris parece haber clausurado las palabras. Ana López quería hacer un libro “sobre alguien”. Alguien que no suele merecer libros porque se supone que no ha hecho nada, ni bueno ni malo, que valga la pena contar. Alguien que es, que transcurre, tal vez un ideal, un descanso personal para la artista que siente como un peso el imperativo de tener que exhibir periódicamente la prueba de que es lo que es, una artista, como si así le diera sentido a su vida que de todos modos andará por los carriles privados por los que circula cualquier vida. El sentido, propone López a su manera, está en los intervalos, en la forma que elige de conectarse con sus cosas, en el amor por el detalle que es fácil ver en esta obra. Cada película de serigrafía, antes de imprimirse, fue retocada por la autora, porque la tormenta tiene que azotar sobre la memoria de Lurdes como tienen que brillar el fuego de la infancia o el ideograma que entrelaza las iniciales de Lurdes y su amado Adolfo, el que la descubrió entre la gente y la hizo brillar y la deja brillar todavía aun cuando ese príncipe que ya sabemos que no existe no se haya quedado a su lado. Qué importa si ríe, come, llora, charla con las vecinas y sabe, porque late, que su corazón supo amar y ese saber no se olvida.
Buena parte de los sueños de Lurdes, ahora que la mayor parte de su vida ha sido vivida, quedaron del otro lado de un alambre tejido. Esa trama se impone aún sobre la filigrana que podría ser el ruedo de un vestido que jamás se puso. Es la misma que sella una pared completa de la sala en donde se muestran los cuadros que componen el libro, los objetos preciados que López prestó a Lurdes robándolos de su propio arcón de tesoros. No es fácil enfrentarse a esa pérdida, lo que no será. Y sin embargo hay algo del orden del alivio, a todos y todas nos pasa y está bueno ponerlo en común porque entonces puede brillar lo que sí sucedió, al menos esta chance de rendirse ante el continuo de un impulso que no cesa. Sigo viva, dice una página completamente negra salvo por esas dos palabras doradas y diminutas. Sigo viva, dice y es posible escuchar el latido en esa frase, o el canto de un canario que habilita un matecito para reconstruir una vez el rito que se convierte en morada. Ahí donde están la pava y el mate de Lurdes, dice el libro, está su casa. Y alrededor, en la sala, diminutas casitas de cerámica obligan a mirar dentro, donde en definitiva está cualquier casa, ese lugar dentro del corazón donde se puede dar amparo, donde las heridas se lamen como prueba de que en ese gusto metálico de la sangre hay otra chance de seguir calentando el agua, tensando el amor, acomodando las pajas del nido, las hojas que caen de los árboles como caricias y que también se imprimieron en cerámica en un arte combinado entre lo que se encuentra y lo que se descubre.
Hay que estar en silencio en esta sala, para escuchar lo que la propia memoria tiene para decir, para dejar que la música, que también forma parte de la muestra, hilvane en la voz de Carlos Casella unos versos casi infantiles que desean un vestido verde con flores blancas en el canesú para apoyar la cabeza y sentir que el propio latido no es el único, que el eco es necesario (y posible) y que hallarlo es un acto de humildad que obliga a hacerse pequeña porque no hay otro camino hacia la conciencia de la dimensión sagrada de los pasos que se encadenan hasta formar la huella que dice un nombre propio. El de alguien, el de cada una.£
Lurdes Ventura, Casa de Oficios de la Papelera Palermo, Honduras 5227, de lunes a viernes de 11 a 13 y de 14 a 19, sábados de 10 a 13 y de 15 a 18. Hasta fines de noviembre.
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