las12

Viernes, 11 de octubre de 2002

ENTREVISTA

La atípica

Noemí Frenkel se hizo conocida en las pantallas grande y chica hace años, pero después prefirió dejar los lugares que había
ocupado y llamarse a silencio. Nunca dejó de
trabajar, pero lo hizo interiormente o a pequeña escala. Ahora vuelve con el film Potestad y con el estreno teatral de De buena fe.

Por Moira Soto

Si se le dice que tiene
a sus espaldas una carrera atípica, ella replica con una sonrisa enigmática:
“En realidad, creo que soy una persona atípica”. Como quiera
que sea, Noemí Frenkel, después de algunos paréntesis,
parece estar plenamente de regreso a la actuación, acaso la vocación
más fuerte de esta morocha que se hizo notar a mediados de los 80 merced
a su personal belleza y su notable fotogenia, sumadas a sus evidentes cualidades
de actriz. El relieve que adquirió prontamente su figura y los tempranos
premios (en cine y TV) parecían dar por asegurada una carrera ascendente
y sostenida. Pero no ocurrió así: Frenkel tuvo etapas en que pareció
borrarse del mapa del espectáculo. No obstante, Noemí Frenkel
en estos días vuelve con todo a la cartelera teatral y cinematográfica
–por medio del film de Luis César D’Angiolillo Potestad, sobre
la pieza de Tato Pavlovsky; y del estreno teatral de De buena fe, texto y dirección
de Luisa Irene Ickowicz–. –¿Fue una elección premeditada
o simplemente las cosas se dieron así?

–En un primer momento, fue una elección. Sin duda, la experiencia
con el primer plano, los premios, me llevó a enfrentarme con mi propio
divismo, que lo tengo a mi manera, no te lo voy a negar. Pero no me gustó
nada lo que vi. Viví una especie de crisis de identidad y necesité
salirme un poco, buscarme en otro ámbitos, en otros planos.

–Lo que te llevó a esfumarte como actriz, ¿fue solamente
la resistencia a la excesiva exposición o hubo también otros motivos?

–En su momento hubo cosas que sentí que podían desvirtuar
mi idea del oficio de actriz. Más tarde descubrí que también
había mucho miedo subyacente. Es decir que no fue sólo una elección
libre y meditada, sino también una huida, un repliegue. También
tuvo bastante que ver con el momento político en que sucedió:
trabajé varios años en ATC y renuncié en un momento dado
a mi contrato: sin entender claramente lo que estaba pasando, me empecé
a cruzar con cierta gente en los pasillos de ATC que a mí me generaba
horror. Tiempo después me enteré de que la persona que había
asumido, en el recambio cuando cae Alfonsín, había estado en el
grupo de tareas de Massera. Pero sin tener datos concretos, yo sentí
como una necesidad impostergable de irme de ese lugar, un impulso instintivo.
Así fue que me interné en otro tipo de experiencias vitales. La
más importante: la maternidad. Crié a mi hija muy artesanalmente,
viviendo años en el campo. Antes, viajando bastante por elmundo, no en
plan turista sino quedándome en los lugares. –¿Qué
es lo que te mueve a volver a la actuación?

–Cuando mi hija estuvo un poquito más grande sentí la necesidad
de reinstalar el tema de mi profesión, empecé a intentar una reinserción.
Pero me solía encontrar con reglas de juego que yo sabía que iban
contra mi ética: toda esta historia que empezamos a escuchar en los ‘90
acerca de que tenés que estar en el sistema, no te podés salir
del sistema, tenés que transar con el sistema. Se fueron acortando las
opciones de desarrollar un modo de vida alternativo. No hablo de ser una marginal,
sino de mantener tus propios valores.

–¿El teatro no ha sido el lugar que más y mejor se ha podido
liberar de este tipo de imposiciones?

–Claro, depende en qué tipo de expresión, de situación.
Te estoy hablando de poder vivir de la profesión. El tema es, por ejemplo,
en la televisión, como sociedad de qué manera se entregaron espacios
que son de todos, sin respeto ni siquiera por los chicos, ya que no por los
adultos. Si yo puedo controlar a mi hija de diez años, explicarle por
qué es mejor que no vea tal programa, pero llega el flash publicitario
mientras está viendo El Chavo, que es perfecto, y le pueden tirar imágenes
terribles, ¿cómo hace una para proteger la sensibilidad de un
niño, y la propia, por qué no, cuando te obligan a ver determinadas
escenas? Creo que no estamos impermeabilizados al dolor, la muerte, pero esta
cultura actual no escamotea o desvirtúa información: la guerra
se convierte en el fuego artificial de una bomba cuando en realidad han despedazado
a miles y miles de afganos. En el show mediático Silvia Süller y
Moria Casán son como los extremos más obvios, pero lo que a mí
me inquieta es ver a buenas actrices, con formación, a las que les va
bien en productos populares como telenovelas, y comprobar la venta que se hace
de esos programas, a través de qué tapas de revistas, de qué
titulares. Esa manipulación a mí me revuelve especialmente.

–A vos, particularmente, ¿qué te sucedió cuando quisiste
retomar tu laburo de actriz con cierta continuidad?

–No encontré el grado de convocatoria que hubiera querido. No me
han llamado con asiduidad, acaso no les parezco “vendedora” a los
productores, no estoy tan de moda. Esto lo comprendo y no me siento para nada
víctima. Pero es lo que me pasa, no es que yo me haga la exquisita mientras
me proponen proyectos... Por supuesto que haría, por ejemplo, un personaje
en una tira como Son amores.

–¿En qué momento surge la Noemí directora teatral?

–Cuando estuve viviendo en el campo, comencé a investigar todo lo
relacionado con el teatro más primitivo, el ritual. En un momento estuve
muy interesada en lo que tiene que ver con el teatro antropológico, y
cuando pude, asistí a algunos de los trabajos de Barba. Buscando darles
forma e imágenes y sensaciones propias plasmé mi primer trabajo
comodirectora en el ‘95, Variaciones sobre un círculo, después
retitulado Celebración, en Babilonia. Luego, a pedido de unas actrices
hice una puesta de Marinero de Pessoa. Y el tercer trabajo fue Colón
agarra viaje a toda costa, la primera vez que después de leer el texto,
dije: quiero ponerlo en el escenario. No es que buscase algo específico
para chicos: compré el libro para mi hija, se lo leí una noche
antes de dormir, me fascinó y me mandé. Ahora sé que voy
a volver a dirigir.


Una revisión necesaria

–Antes de conocer el guión de Potestad, ¿imaginaste que el
monólogo de Pavlovsky podía convertirse en una película,
pasar a otro lenguaje sin traición ni tergiversación?

–A mí siempre me parece que tiene algo de milagro el trabajo de
adaptación, pasar de un medio a otro y mantener la esencia. Creo que
en este caso está muy logrado porque las imágenes reflejan la
subjetividad del protagonista: el monólogo que un solo personaje va hilando,
con el típico desorden mental donde se entrecruzan pensamientos, recuerdos,
alucinaciones, parece apropiado para el cine. Cuando recibí el guión
me lo leí de una sentada, sin poder interrumpir. Me apasionó,
me encanta cuando me sucede eso. Por otro lado, el tema de la apropiación
ilegal de niños es el summun del horror de lo que ha sucedido, y a mí,
seguir reflexionando, elaborando esos hechos me resulta necesario como habitante
de este país.

–Potestad es, por otra parte, una película que incita a la participación
activa del espectador, que lo pone en estado de alerta, lo induce a revisar
el pasado.

–Sí, y a conectarse con un lugar muy adentro de toda esa negrura,
todo ese contenido de violencia y muerte que hoy también nos rodea, está
en nosotros todo el tiempo.

–Es un film que pone en escena la banalidad del mal a través de
la historia de este personaje agente del horror y a la vez capaz de gestos tiernos,
amorosos...

–Creo que Potestad habla de la disociación mental que puede tener
un ser humano, este personaje representa casi el colmo de esa posibilidad. Todos
la tenemos, y es bueno ponerse el termómetro y tratar de dilucidar nuestro
grado de disociación. Creo que la escena con el calesitero, Martín
Adjemian, que me gusta mucho, es en la que realmente la película mete
el dedo en la llaga: lo que se desprende es que cada uno tiene que hacerse cargo
de lo que elige, dónde se para, qué dice, qué calla...
Respecto de lo que vos decías de la presencia del mal con otras apariencias,
la primera vez que se ve al personaje de Luis Machín, el más monstruoso,
es celebrando con un bonetito en el cumpleaños de la nena.

–Volviendo a Potestad: tu papel, la esposa del apropiador, simboliza a
muchas mujeres que actuaron de forma parecida, es decir, sin generar directamente
violencia, robo, muerte, se hicieron las desentendidas, miraron para otro lado.

–Claro, antepusieron su deseo de tener los hijos que no habían podido
concebir, y negaron la procedencia de esas criaturas. Creo que no se puede querer
realmente, generosamente como sujeto a alguien, si se lo castra en un derecho
esencial, cosa que hicieron estas parejas que se apropiaron.Una manera de querer
perversa, en todo caso. Trabajamos mucho sobre cómo habría sido
la escena en que él llega con el bebé, qué se habían
dicho y qué no, hicimos algunas improvisaciones con Tato Pavlovsky, y
llegamos a este pacto de silencio, que se refleja un poco en la escena en que
bañan a la nena. En lo que hace a la actuación en Potestad, había
que lograr un punto sutil, casi difuso porque los personajes surgen de su mente
–salvo la Ana María de Susy Evans–, no representan la realidad,
son fantasmas. Se trataba de dejarme retratar, como esas improntas que quedan
en la mente del otro. El trazo nunca es neto.


Nacer de nuevo

–¿Cómo llegás a Carola, la fotógrafa de De
buena fe?

–Con Irene Ickowicz nos conocimos hace mucho: cuando yo estaba comenzando
como actriz ella me convocó para una miniserie que se llamaba “La
otra mitad”. Quedamos relacionadas y me llamó hace un año,
me contó que tenían este material y lo quería dirigir.
Me ofreció el personaje de Carola, y la obra me interesó mucho
desde la primera lectura. Los dos protagonistas son muy ricos, complejos. Le
dije que sí y ella gestionó el proyecto que finalmente quedó
en cooperativa. Más adelante, Irene convocó a Alex, cuyo trabajo
en Casas de fuego me había gustado mucho.

–Es una pieza en un punto relacionada con el cine, aunque remita a la fotografía.

–Fijate que en un principio la idea de la autora era que hubiese, en vez
de las diapositivas, una cámara en vivo. Pero después por cuestiones
presupuestarias no se pudo hacer.

–¿Qué sabemos de Carola?

–Bueno, que vive sola, que ha creado un mundo muy propio y muy personal
en el que no entra nadie, salvo un señor: la única persona que
tiene llegada total a ella es un preso que habla por la radio. Con el resto
de la humanidad se relaciona observando, captando con la cámara, pero
no quiere ser vista ni relacionarse.

–¿Una mirona?

–No la definiría de ese modo, no lo hace para obtener placer. Es
su forma de estar en relación con los demás, unilateral por supuesto,
a su manera, pone gran amor en su mirada. Tiene una especie de visión
mística de su función en relación a los demás, se
hace responsable de limpiarlos de sus intenciones de causar daño, de
neutralizarlos.

–¿Cuándo alguien revela una foto, la foto a su vez produce
una revelación?

–Claro, hay algo de descubrimiento que completa la mirada al disparar.
Me resulta muy conmovedor este personaje, el mundo que se ha edificado. Una
vez que alguien pasa el filtro que ella ha puesto, no hay términos medios
para ella. Pero siempre mantiene esa actitud de responsabilidad hacia quien
le sacó la foto.

–¿De quién es la buena fe?

–Creo que ambos tienen que apelar a la buena fe para salirse de donde estaban.
Creo que terminan nuevos, que el mundo que se habían construido ya no
les sirve. Y para poder seguir tenés que hacer un acto de fe.

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