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Viernes, 6 de diciembre de 2002

SOCIEDAD

¿Quién los guarda?

El escándalo en torno de la Fundación Felices los Niños puso sobre la mesa un debate que esta sociedad nunca se ocupó de dar: es el que cuestiona qué hacer con los niños institucionalizados, los niños pobres que, aun teniendo familias, son alejados de ellas para ser internados por órdenes judiciales en institutos donde, en mayor o menor medida, pierden su identidad.

 Por Marta Dillon

Hubo un tiempo en que la Argentina era un país promisorio, de arcas rebosantes y amplísimas llanuras en las que las semillas brotaban de sólo arrojarlas al descuido, los granos que daba esta tierra podían servir para alimentar al mundo. Era el tiempo en que la oligarquía agropecuaria estudiaba en Europa o pasaba largos meses allá, para pulir sus idiomas, para copiar su estilo. Después volvían y construían palacios franceses en plena pampa húmeda o en el centro de la capital, exportando no sólo el diseño sino hasta el último ladrillo. Tal vez haya sido la culpa por el modo en que estaban acumulando, o sencillamente el mandato de ingresar en la modernidad, pero lo cierto es que muchos de esos palacetes fueron donados por las familias patricias al Estado para que habitaran allí esas instituciones que modelarían el mundo moderno: escuelas, orfanatos, hospitales, cárceles. Justo frente al country alambrado en que vive el periodista Daniel Hadad, en Pilar, hay un buen ejemplo de esto: el instituto Alvear, para menores en riesgo. ¿Qué llevaba a la oligarquía a entregar sus preciosas estancias? “Se suponía un aporte social, pero lo que generaban eran buenos lugares en donde buscar empleadas domésticas, peones de jardín, mano de obra barata –dice, categórica, Alicia Oliveira, defensora del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires–. Los juzgados de menores también servían para eso. Cuando yo fui jueza, al poco tiempo de jurar, vino un funcionario a mi despacho buscando una mucamita. Pero mi juzgado nunca fue una agencia de colocaciones, ni ese tipo ni ningún otro volvieron por eso”. Los institutos de menores, entonces, se llamaban orfanatos o asilos, eran esos lugares tristes pero benéficos que cobijaban a los niños abandonados. En lugares lejanos sí, sin comunicación más que con los que corrían con la misma suerte. “Cuando el pensamiento crítico emergió en nuestra sociedad –continúa Oliveira–, advirtió que las instituciones de encierro no actuaban en beneficio del proceso de socialización de la infancia y la adolescencia sino que, por el contrario, cronificaban la vida de los institucionalizados.” Habrá sido esto cuando terminó la última dictadura, cuando se intentó realizar algunos proyectos para desarmar las macroinstituciones de menores en pequeños hogares. Fue un intento que todavía se está gestando.
Hubo otro tiempo en que Argentina volvió a enmascararse como promesa de abundancia, fue una época rimbombante, el mundo estaba a los pies de quien tenía unos cuantos pesos convertidos en dólares por gracia de la convertibilidad y en que se soñaba con transbordadores espaciales que saldrían de Córdoba y llegarían a Japón en sólo una hora. Todo lo público debía privatizarse, ¿para qué se necesitaba al Estado si teníamos al mercado? ¿Para ocuparse de la población en riesgo? ¡Ni siquiera! Eso también podía privatizarse, “incluso se habló de la privatización carcelaria, pero como había demasiados intereses en juego esta idea abarcó sólo algunas áreas”. La más inocua, la que no iba a estar sometida a ninguna crítica, era la destinada a la pequeña clientela del sistema. Fue entonces cuando comenzaron a florecer algunas instituciones con ambiciones elefantiásicas, la más famosa –antes y ahora– fue la que fundó elsacerdote Julio Grassi con los primeros cuatro millones de pesos o dólares que le donó el entonces ministro de Economía Domingo Cavallo: Felices los niños. Qué importaba que el pensamiento crítico develara las perversiones de las macroinstituciones, el auge de los noventa iba dejando caer de la barca de la euforia cada vez a más personas, porciones enteras de la sociedad que se quedaban afuera del mercado de trabajo, y, enseguida, de la valoración social. En algún lado había que poner a sus hijos. “Ellos generaban excluidos –explica Oliveira–, y después les sacaban la plata que podían producir indirectamente. Porque estas instituciones dan muchísimo dinero, esa es la razón oculta de esa gran obra que lejos de ayudar a los chicos, los aísla y los convierte en extraños. La Fundación Felices los Niños es el ejemplo más claro, aunque no el único.”


“Tener una mamá es lo mejor que te puede pasar y sea lo que sea va a seguir siéndolo. Cuando yo era bebé soñaba con unas pantuflas que tengan la cara de mi mamá así me sentía más protegida, porque yo nunca me llevé bien con ella pero a pesar de todo la reamaba y la reamo.” Daiana vive en el instituto José Pizarro y Monje, un lugar de internación para chicas entre 12 y 18 años por razones asistenciales y hasta 16 por causas penales. Su profesora en el taller literario que pertenece al Programa de Promoción de Actividades Recreativas y Sociocomunitarias del Consejo de la Niñez, Adolescencia y Familia de la Nación, le había dado dos palabras para que ella las incluya en un texto: bebé y pantufla. Para Daiana fue lo mismo que decir mamá. ¿Hubiera sido lo mismo con cualquier otro vocablo?
“Yo soy terminante, para mí es mejor la peor familia que la mejor macroinstitución porque el sistema es definitivamente antinatural. Estas grandes instituciones suelen tener la escuela adentro, los talleres, la recreación, hasta el trabajo, todo adentro. ¿Cómo se van a socializar? Me atrevería a decir que están privados de su libertad, porque no pueden entrar y salir como quieren, no pueden vivir con quien quieren, ¿por qué causas? Hay hechos puntuales de violencia y abuso, y hay demasiados casos en los que la única causa es la pobreza.” Nora Schulmann es vicepresidenta del comité de seguimiento de la Convención Internacional de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes; ella sabe, con conocimiento de causa, que este tratado internacional con jerarquía constitucional no se cumple. “Se viola desde su segundo artículo, cuando se habla del derecho de vivir con su familia. Esto puede ser imposible cuando no hay nadie, pero en la mayoría de los casos no hay ninguna voluntad de revincular a los chicos con sus padres, madres o familias ampliadas. A muchos se los supone abandonados, pero ¿qué es el abandono?, ¿una mamá que no puede ver a sus chiquitos porque ni siquiera tiene dinero para el boleto?, ¿es una mamá que no quiere o que no puede?”, se pregunta Schulmann. Raquel Robles, la profesora del taller literario, prefiere no ser tan terminante. “Aquí cayó una bomba atómica, la crisis social y económica es gravísima y ha roto lazos de solidaridad dentro mismo de las familias y mucho más entre los vecinos. Yo trabajo en macroinstituciones del Estado, veo a más de doscientos chicos por semana y en muchos casos parece que no quedaran más recursos que la institución. Pero el Estado no puede resignarse, no puede decir que no le queda otra. En el hogar Arenasa, por ejemplo, hay casitas cada veinte o treinta chicos con una sola operadora por turno. Esa persona tiene que lavar la ropa, cocinar, sacarles los piojos, lavar los platos, etc., ¿en qué momento podría ocuparse de lo que le pasa al chico? Un niño crece sostenido por la mirada de un adulto responsable, así construye su identidad, cuando crece en una institución la multiplicidad de miradas le devuelve una no imagen, una idea estereotipada de sí mismo de la que después no puede correrse. Es como si creciera con un gran agujero en el centro de su ser persona.” ¿Qué hacer entonces? Para Schulmann no es tan difícil, “es una cuestión de políticas públicas, de decisión política. Si se invirtieran los mismos recursos que van a las instituciones en sostenera las familias en riesgo las cosas serían muy distintas. Pero no hay voluntad de ayudar a las familias, no hay presupuesto destinado a esto. La infancia no representa más que el 0,3 por ciento del presupuesto nacional. Si orientáramos los recursos a las familias, las cuentas cerrarían mucho mejor. Pero lo que sucede en realidad es que se judicializa la pobreza. En estos días escuché en un canal de televisión que los chicos abandonados eran como discapacitados. Es una barbaridad, no comparto ese concepto de la discapacidad social. La pobreza no es discapacidad, es un tema que requiere de políticas de Estado, ni más ni menos”.

“Estoy pensando en cómo va a ser el hogar al cual yo me vaya, yo quiero estar cerca de mi familia y estar con mi hermanita que la re-extraño, también a mi mamá, ojalá pueda ver a mis amigas, a dónde saldremos hoy ojalá que vayamos a la placita y al Carrefour y no caminar tanto, ya no quiero escribir, pero bueno, ojalá me vaya pronto de acá ya no aguanto más.” Nadia tiene 13 y también está en el Pizarro, escribió esto bajo la consigna “todo lo que hay en mi cabeza”. Todos los textos que responden a esta propuesta y que forman parte del libro Te doy mi palabra –editado artesanalmente por Robles, la profesora del taller– hablan de lo mismo: cuándo saldrán, dónde irán, dónde estará su familia. La mayoría de las chicas están en el instituto por razones asistenciales, otras, en el mismo espacio, están en conflicto con la ley penal. El sistema de patronato que sigue rigiendo para los chicos y chicas hace que las causas del encierro se fundan, todos están bajo tutela de un juez, que no los puede penar, pero sí los puede aislar en un instituto, supuestamente pensando en “el interés superior” del niño o la niña. “Es increíble que no se pueda sancionar la ley de protección integral de la infancia y la adolescencia -se enoja Schulmann–. La ley de patronato es anticonstitucional y sin embargo sigue vigente. Hay dos razones fundamentales para que siga trabada en el Senado –la media sanción en diputados ya es un hecho–: la primera es el artículo que garantiza el derecho a la información sobre salud sexual y reproductiva de los adolescentes. El segundo, el fuerte lobby de la justicia de menores sobre los legisladores porque sienten que podrían perder el poder omnímodo del que gozan frente a los chicos.”
–¿Usted quiere decir que los jueces de menores presionan para que la ley no se adecue a los pactos internacionales?
–Sí, hay muchos jueces que se consideran como buenos y disciplinados padres de familia, puede ser que lo sean para sus hijos, pero no para todos los chicos.
“Hay jueces a los que les encanta ser llamados mamá y papá –dice Ana Chávez, socióloga e integrante del Servicio de Paz y Justicia, en donde trabaja asistiendo a niños y niñas en situación de calle–; hace poco escuché a una muy graciosa que decía que ‘ningún chico que venga a mis manos volverá a la calle’. Y los manda a institutos donde aprenden el código tumbero antes de aprender a escribir. Un código que dice que para empezar a ser hay que saber robar de caño. Y lo peor es que se inventan causas penales como el abuso y la resistencia a la autoridad, ¿qué niño sano puede dejarse llevar blandamente por un policía hacia su encierro?”


En los pasos de peaje de la autopista del Oeste, a la salida de los supermercados, es posible dejar las monedas del vuelto en buzones para que sean destinados a instituciones benéficas, en estos dos casos al menos, para la Fundación Felices los Niños. También se puede hacer por teléfono, cinco pesos más IVA serán debitados de su cuenta para ayudar a los más necesitados, al menos a las obras que los asisten. Casi nadie se pregunta cómo funcionan esas obras, qué ofrecen a los niños y niñas, cuántas oportunidades les ofrecen para dejar de necesitar de esa asistencia. “Lo que sucede –dice Alicia Oliveira– es que la gente no quiere ver, no es que pretenda lavar su conciencia, sencillamente prefiere quedarsetranquila de que no va a tener que asistir a ningún espectáculo denigrante, por eso incluso hasta los periodistas más ‘progres’ pusieron en sus programas el cartelito con el teléfono para hacer donaciones a la fundación del cura Grassi.” La institución pone distancia necesaria para que el dolor se atenue hasta que deja de sentirse. ¿Cuántas personas estarían en desacuerdo con que alguna institución recoja a todos los chicos que piden monedas en la calle? Mientras exista un lugar a donde puedan ser destinados, no hay necesidad de incluir a esos excluidos que fueron el costo necesario de los días de las vacas gordas. “La clase media y media alta es la que sostiene el sistema de patronato –opina Chávez–. La media, mal que nos pese, piensa que un chico está mejor en una institución que con esas familias que no enseñan, que no pueden dar de comer, se niega el derecho a la familia. A nadie se le ocurre donar para que ese dinero vaya a ser administrado por las familias en riesgo. A la media social no las salvaría tampoco el hecho de que efectivamente se tratara de familias abandónicas. Eso no les importa, la prueba está en que nadie adopta un chico grande. Nadie los quiere. Quieren un bebé, casi un objeto del que poder apropiarse, como si no fuera una persona completa, como si ellos fueran a completarla. La relación adulto-niño es una relación de dominación y de apropiación, altamente tolerada, por un lado, y negada por otro. Porque nadie quiere ver que esto es así, cuando se devela, se mira para otro lado.”


“Me quiero ir a mi casa, quiero hacer lo que se me canta, en este instituto me siento demasiado encerrada, extraño mucho a mi hermano. Quiero una bolsa de caramelos. No sé qué escribir. Quiero fumar. Necesito una base para estar más tranquila, este instituto es una gilada, es al pedo estar encerrada, porque cuando salís querés hacer todo de golpe.” Lorena es otra de las adolescentes del Pizarro, recluida allí por causas asistenciales. Su universo son otras chicas como ella, mujeres, adolescentes o casi adolescentes. Así ha sido tabulada en algún momento, cuando se decidió su internación. Alicia Oliveira cuenta que cuando ella era jueza de menores –hace dos décadas– había institutos como el Roca -que aún funciona– llamados de “recepción y clasificación, como si fueran animales”. Ahora esa categoría ha sido modificada, el Roca pasó a considerarse como el lugar de “admisión y diagnóstico”. Los jueces destinan a los niños o niñas a ese lugar para que sean las instituciones las que decidan si esa persona entra o no dentro de sus parámetros o de las patologías que trata. Así se tabula a los chicos, se les prueban diversos moldes para ver en cuál encajan. “¿Y su proyecto de vida personal? ¿Y su identidad? –se pregunta Chávez–. ¿No debería ser el chico el que diga si puede vivir en tal o cual lugar, el que exprese qué sueña con estudiar música o aprender la vida de campo?” En las macroinstituciones los proyectos personales se pierden como gotas de agua en el barro, ya no se habla de orfanatos, pero ahí están los grandes pabellones con sus camitas iguales, la división por edades, como si en la vida no fuera necesaria la convivencia con otras generaciones. “Los institutos de menores, esas instituciones de dimensiones inabarcables y cerradas a la comunidad lo que hacen es reproducir la violencia. Yo escuché de quien dirige la fundación de Grassi: ‘Abrimos las puertas a la comunidad’. ¿Qué eran antes, un ghetto? ¿Cuáles son las políticas que se dan para revincular a la familia? Ninguna, porque mientras el chico esté adentro, mientras sea un rehén, se aseguran el dinero que se puede generar como servicio. Es gracioso –concluye Alicia Oliveira–, yo que soy de clase media puedo tener una familia disfuncional. Los pobres no.” Para Ana Chávez la institucionalización de los niños y niñas, de los que la ley considera simplemente como menores, está creciendo por razones que ella cree concretas: “Para mí hay un paralelo muy fuerte entre la desaparición y apropiación de los hijos de los militantes durante la última dictaduramilitar y la apropiación de los hijos de los excluidos mediante el encierro. En la dictadura la hipótesis de conflicto eran los subversivos, había que quitarles los hijos a ellos. Ahora los opositores reales al sistema, aun sin posibilidades ideológicas o de organización, son los excluidos, entonces se los roba de su identidad estigmatizante y se les da otra, de abandonados, de receptores de caridad, pasivos, como si sobre ellos pudiera escribirse otra historia”. Lo paradójico es que para legitimar la Fundación Felices los Niños se haya pensado en llamar a Estela Carlotto para que la presida. Una idea que, afortunadamente, nadie aceptó como viable.

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