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Viernes, 16 de enero de 2009

TEATRO

¿Eramos tan felices..?

Con un atisbo de esperanza entrelíneas, Nina, la obra dirigida por Jorge Eines, habla de volver para seguir viaje o quedarse para cambiar, entre soledades y memorias de adolescencia.

 Por Guadalupe Treibel

Quedarse y reventar o irse y reventar pareciera ser la fórmula de la derrotada Nina, una mujer de treinta y tantos que vuelve al pueblo de infancia por una noche y hace de la nostalgia un tratado. Pero ella, la Nina de Nina (obra dirigida por Jorge Eines que acaba de estrenar en el Konex) es más que una mujer quebrada por algunos planes rotos. Es el catalizador de la memoria, la fémina cargada de sensualidad, inocencia y oportunidades. Es la posibilidad del cambio. Aunque la lluvia, la niebla o la arena no dejen ver bien.

Y nada mejor para la memoria que el clima costero y una noche de encierro: de 2 a 8 de la mañana. Y paredes de playa. Y alcohol. Es el fin del mundo, a no tantos kilómetros de distancia, entre canciones de Leonard Cohen y Chet Baker, el hombre que murió porque ¿se dejó caer por una ventana? o ¿se tiró? Para el caso es lo mismo. La inacción es una forma de suicidio en esta obra escrita por José Ramón Fernández, español alumno del propio Eines, que se inspiró para el texto en uno de los personajes de La gaviota, de Anton Chéjov.

Porque Nina, la aspirante a diva de collares de perla, es una actriz ¿frustrada? Actuó en una película y en algunas cositas televisivas. Vuelve, se encuentra con Blas –maestro de biología y marido frustrado, amigo de otrora– y colapsan en la memoria, la necesidad de la caricia, el reproche, el ridículo.

Y para reaccionar ¿qué mejor que el choque de soledades? ¡Pum! Rotundo, un golpe en seco. “Esta noche seguro que el agua tapa el muelle”, augura Blas en los primeros minutos de obra. Pero todo lo que se tapa, puede volver a fluir. Esa es la esperanza de los protagonistas, mientras buscan “desatar el nudo” de su situación, con una foto, una canción, una manzana. Acostumbrados a cierta idea de fracaso, coquetean con el concepto y se ironizan: “Para ser un fracasado hay que haber fracasado en algo”, recreará Blas, de un musical de la década del ’30 y la escena se paraliza como una postal.

“Yo espero no tener nunca la vida hecha”, explica Nina en el transcurrir de la hora y media de obra, mientras se revuelca, juega, se mueve, hace formas con su cuerpo. Y, por momentos, el baile y la canción (el bandoneón de Blas) se vuelven oníricos. “Si sigo siendo la reina, besame los pies”, incitará, entre risas, con cierta sensualidad ida. Pero luego se perderá en su hermetismo cínico. Y volverá para... Así, en Nina, la inercia moral está a cargo de Pablo Razuk (Blas) y la tambaleante Heidi Steinhardt (Nina), forzada en la situación de borrachera, que desparrama una aniñada e indiferente femineidad por doquier. Después está Esteban, interpretado por un Eduardo Ruderman que todavía le busca el tono a su personaje (una suerte de voz de la conciencia, amigo de Blas), tras reemplazar inesperadamente al actor Héctor Malamud, fallecido el pasado diciembre. Con escenografía a cargo de Jorge Ferrari, el ambiente reproduce el hermetismo necesario, entre sillas de hotel y objetos para la memoria. Para diseñar el pasado. O, mejor dicho, el recuerdo del pasado. Que no es lo mismo.

En el C. C. Konex, Sarmiento 3131. De jueves a sábados, a las 21. $ 30. Más información al 4864-3200 o www.ciudadculturalkonex.com

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