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Viernes, 3 de enero de 2003

PIONERAS

Ojosverdes, pielcanela

Carmen Mondragón fue una de esas mujeres que, en las primeras décadas del siglo, en un México floreciente de cultura, hizo de su propia persona una obra de arte. Amiga de Tina Modotti, de Frida Kahlo y Diego Rivera, esta pintora de vanguardia, desobediente por naturaleza, encontró por fin un tardío reconocimiento en un libro de la periodista mexicana Adriana Malvido.

por Lola Huete Machado*

Fruto del paso por la vida de Carmen Mondragón quedan imágenes y cuadros apenas conocidos. Fotografías de su cuerpo desnudo, hermosos retratos que algunos le hicieron y pinturas coloristas sencillas, muy naïves, que ella realizó sin demasiadas pretensiones y que hoy andan desperdigadas por el mundo. De rescatar a esta mujer del olvido se ha encargado Adriana Malvido.
A esta periodista, cofundadora del diario La Jornada de México, la pusieron un día delante de una fotografía de Carmen Mondragón y cayó fulminada por la fuerza de sus ojos verdes. Igualito que les sucedía a muchos de los que la conocieron en persona. Desde ese instante, Malvido ya no pudo parar de indagar, de perseguir los detalles de la existencia oculta tras ese rostro. Y de ese flechazo nació un libro Nahui Olin, la mujer del sol, publicado en México en 1994 y que ahora edita Circe.
“Nadie de ustedes me cree, pero un día verán que de verdad soy artista”, avisaba Carmen Mondragón a su propia familia, a los más incrédulos de sus contemporáneos. Mondragón es la misma persona que Nahui Olin, el nombre artístico con el que la bautizó uno de sus amantes. Un alias que habla de la renovación de los ciclos del cosmos, de la transformación, el puro cambio, la eterna inquietud. Una denominación acertada para esta mujer apasionada que existió de 1893 a 1978 y creció primero al calor del París cultural y artístico de la primera década del siglo XX, y luego al del México posrevolucionario, inestable y creativo de la segunda.


“Enhauizada comienza (la autora) a recorrer las calles de México, la colonia de San Miguel de Chapultepec, Tacubaya, la avenida Juárez, la Alameda, Madero, Isabel la Católica, el Zócalo. Por sus manos sensibles pasan los periódicos de los años veinte, treinta, lee en la hemeroteca acerca de los mejores años de México cuando José Vasconcelos, Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros conciben un país fabuloso, un país que se levanta de las cenizas de la revolución gracias a un acto amoroso: el de la creación. El arte es de todos, la poesía tiene que leerse en las plazas públicas, habrá libros para los campesinos, maíz, maestros, luz eléctrica, pintura, niños felices, hombres felices, mujeres felices...”, apunta la escritora Elena Poniatowska en el prólogo del libro.
En medio de este universo cambiante aparece Nahui Olin. “Mi espíritu fue demasiado ancho para este mundo”, dijo sobre sí misma cuando era anciana. Mondragón nació de buena familia, en una casa de ambiente tradicional y militar. Y desapareció incomprendida por los suyos, tomada por loca por ellos y otros muchos. Su nombre, cuando se cita en las crónicas de laépoca, aparece siempre fuera de foco, un tanto velado por el protagonismo de esas otras mujeres que fueron en su conjunto el retrato de un tiempo y un país: Frida Kahlo, Lupe Marín, Antonieta Rivas Mercado, Palma Guillén, Dolores del Río, Concha Michel... Mujeres que, como ella, en los años veinte tienen un papel relevante en la cultura, rompen moldes, pintan, escriben, participan en la política, alimentan el ambiente cultural y son inmortalizadas en los murales (La creación, Día de los muertos...) que dejó Diego Rivera sobre los muros de México.
Carmen Mondragón nació el 8 de julio de 1893 en Tacuyaba, la quinta de los ocho hijos de Mercedes Valseca (“su madre, de amplia educación, les da a ella y a sus hermanos una formación muy rigurosa, propia de las buenas cunas del porfirismo; los introduce también en la música y la pintura”) y del general Manuel Mondragón (experto en diseño de artillería y desterrado del país en 1913 por participar en la Decena Trágica y en el asesinato de Madero). Se educa en Francia desde los cuatro hasta los once años gracias a una misión que Porfirio Díaz encomienda a su padre. Su personalidad destaca desde niña: “No soy feliz porque la vida no ha sido hecha para mí, porque soy una llama devorada por sí misma y que no se puede apagar”, escribe Carmen Mondragón con 10 años.


En plena revolución se casa Carmen Mondragón con Manuel Rodríguez Lozano. La pareja más hermosa de esos tiempos, se dice. El general Mondragón es desterrado por golpista a Europa. “¿Qué pasa en Europa entre 1913 y 1921? Es la gran laguna en la historia de Carmen y Manuel. Se sabe que en París conocen a Picasso, a Braque y a Matisse, a los escritores André Salmon y Jean Cassou, y se presume que es allá donde Carmen trata a Diego Rivera y a García Cabral, quienes habrían de retratarla después, en México”, dice Malvido. Cuando estalla la Primera Guerra Mundial, toda la familia (de la que formaban parte siete matrimonios y sus respectivos hijos) se instala en San Sebastián. Allí viven hasta 1921, cuando los más jóvenes comienzan el goteo del regreso a México. El general Mondragón nunca regresará, muere fuera.
En la historia de la explosiva Nahui hay mucho misterio. Capítulos enteros de contenido incierto. No se sabe cómo pero se murió su hijo recién nacido. Su marido aseguró siempre que ella lo asfixió. Ella nunca habló del tema. “Dicen que no le gustaba el grupo de bohemios que frecuentaba Rodríguez Lozano y asfixió al niño cuando se dio cuenta de que su marido era homosexual (...). Dicen que la muerte del niño provocó la locura paulatina de Carmen Mondragón”, afirma Malvido. La familia siempre sostuvo, en cambio, que fue un accidente.
La pareja se separa en 1921, cuando regresan a México. El divorcio era impensable para la reputación familiar. Pero Carmen, mujer separada y estigmatizada, ya anda por otros derroteros. México vive días de fervor cultural y conoce a Genaro Murillo (autobautizado como DR. Atl), artista, organizador, el líder más revolucionario de todos los revolucionarios. “Se abrió ante mí un abismo verde como el mar: los ojos de una mujer”, anota Murillo en su diario el día que la conoció. Juntos pintan, escriben, hacen política y escandalizan con su relación... Nahui retrata el México de entonces en sus cuadros, con su particular visión infantil, espontánea, libre: tiendas fiestas, bautizos, bodas, mercados, plazas...


“Nahui ya pintaba pero estimulada por Atl, enriquece su técnica y la desarrolla de manera muy personal. Toda la obra de ella está dispersa en colecciones particulares, así que hemos empezado a catalogarla. No, no es una pintora de alto nivel, pero habrá que estudiarla debidamente como un elemento más que ayuda al renacimiento de la cultura mexicana de los veinte”, señala Tomás Zurián, restaurador de arte y curador de la exposición Nahui Olin, una mujer de los tiempos modernos, que se celebró en 1993 en el Museo Estudio Diego Rivera de México. De la relación amorosa entre Mondragón y el Dr. Atl nacen numerosas obras, cientos de cartas apasionadas (en parte recogidas en la autobiografía que luego él publicaría) de fotografías...
Murillo le cambia el nombre, la convierte en Nahui Olin, la pinta y la repinta antes de que los celos acaben con la relación un par de años más tarde. “Lo que no he tolerado ni puedo tolerar, ni te toleraré jamás, es tu infidelidad, tu engaño, tu falta de valor para decirme: mi amor ya no está contigo. Odio a los cobardes como tú porque yo soy franca, sincera, brutal como todo lo que es grande”, le escribe Nahui al Dr. Atl en una de sus misivas de aquel tiempo. Algunos le echan la culpa de la ruptura y critican entonces la manera “tan en extremo liberal con que ella vivía la sexualidad” (Raoul Fournier, médico amigo de la pareja).


Y Nahui se fue a vivir sola. Tuvo luego muchos, nuevos amantes: Matías Santoyo, que la llevó a Hollywood a las puertas de la Metro Goldwyn Mayer; Antonio Garduño, que la retrató desnuda; Eugenio Agacino, que la llevó de viaje por el mundo (“que se le metió por los ojos y la llenó de mar”) y se le murió intoxicado cuando aún andaban ciegos de amor... Ella pinta a sus hombres, publica libros (Optica cerebral, Energía cósmica), organiza exposiciones, se deja fotografiar... “Miren, me retraté desnuda porque tenía un cuerpo tan bello que no iba a negarle a la humanidad su derecho a contemplar esta obra”, confiesa Nahui.
“Ella vivía del erotismo en la proporción en que mucha gente bebe vino”, afirma Zurián. Y añade: “Entiende, aporta y nutre a su época de un sentido de libertad entonces inconcebible. Es una verdadera feminista”. El escritor Andrés Henestrosa, otro de los entrevistados por la autora de este libro, trató a Nahui: “Poeta, pintora notable y de gran imaginación. Hizo unos poemas extrañísimos, proféticos; escribió sobre la bomba atómica y los viajes interespaciales antes que sucedieran... Era una de esas personas, como Frida Kahlo, que se desconocen, que no se encuentran, que no saben quiénes son, que se fotografían y se autorretratan para verse a sí mismas. Eso sí, Nahui hizo su vida como le dio la gana (...). Llevaba una vida sexual desordenada o muy intensa. Cuando peleaba con algún hombre editaba manifiestos y los colgaba en las calles o los leía en voz alta a sus amigos. Poco a poco enloqueció y vivió en la extrema pobreza. Nunca pidió limosna pero provocaba que le dieran”.


Se mantuvo activa hasta mitad de los años cuarenta, trabajó de bibliotecaria, de profesora de bellas artes sin mucho éxito con los niños... Vivía entonces de su sueldo y de sus cuadros. Pero luego se abandona, libra batallas interiores, comienza a hablar con los astros, con el sol: “Si todavía existimos es porque yo le he rogado al sol que pare la destrucción del mundo...”, dicen que decía. Un tiempo aquel en que Nahui Olin/ Carmen Mondragón aún imaginaba vivo al capitán Eugenio Agacino, a quien iba a buscar al puerto en vano cada mes. Una época en la que se creía dueña del sol: se vestía, se pintaba y se arreglaba al estilo de los años veinte para “ponerlo” y “quitarlo” cada día del firmamento. Y nunca dejó de ser positiva. “He vivido intensamente: mi niñez fue preciosa; mi juventud, maravillosa, y mi vejez, gloriosa”, le confesó, ya anciana, a su sobrina Beatriz.
Falleció el 23 de enero de 1978, sin reconocimiento alguno, sin esquelas en los periódicos ni notas informativas, en el mismo caserón familiar en la calle del General Cano, en Tacuyaba, en el que había nacido y que supadre, el general, le dejó en herencia. “Era en los años veinte la mujer más bella de la Ciudad de México. Y ahí murió, en la miseria, caminando por San Juan de Letrán y vendiendo las fotografías de sus desnudos de juventud a cualquier precio para comer y alimentar a sus gatos”, escribe Adriana Malvido en las páginas de este libro.

*El País/ Página/12

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