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Viernes, 4 de febrero de 2011

Viaje al corazon de Cecilia Rossetto

Está de regreso pisando tierra firme, es decir, el piso de un escenario donde descalza narra –entre canciones y confidencias– parte de su ajetreada vida. Un compendio tamizado, porque Cecilia Rossetto ha andado muchos caminos, sin entregarse ni apartarse, sin decir nunca “no puedo más y aquí me quedo”, resistiendo cuando hizo falta, encarnando a su modo el poema de José Agustín Goytisolo que canta ahora, con emoción contagiosa, en su nuevo show, Concierto amoroso.

 Por Moira Soto

Pareciera que el público se reencuentra con una conocida de toda la vida, una íntima a la que hubiera junado de cerca en sus guapezas y berretines. Pero más que un ventarrón femenino, Cecilia Rossetto –nada maleva, por otra parte– tiene algo torrencial y cristalino. De ella siempre se supo que una ragazza bravía, talentosa, original, dúctil sobre el escenario, unívoca en sus ideales. Aunque no haya sido nunca una artista que ventilara su vida privada, aunque haya faltado largos años de la Argentina, la gente la recibe a corazón abierto en el Teatro La Comedia, donde acaba de estrenar su Concierto amoroso. Título que ya es la declaración de principios de alguien que ha hecho las paces consigo misma, sin dejar de ser la Cecilia Rossetto insumisa de siempre.

Porque tampoco es que se almibare en su amorosidad: en este recital donde memora y recrea estaciones de su vida, alternando humor y emoción, Rossetto parte del ritmo pujante de Babalú, gran orisha de la religión yoruba, y prosigue con el curso de los amores y desamores, lamentos de amor no correspondido de “Qué te pedí”, “No puedo ser feliz”, “Te olvidaré”, “Lo que no sabes tú”... Luego llega la incitante amenaza de “Cualquiera de estas noches” (“voy a entrar por tu balcón/ para saquearte el alma/ y morirme de pasión”), los sabores que llevan al mismo cielo de “Fruta fresca”, la evocadora poesía del verde cañaveral –“No conozco el mar”–, la nostalgia anticipada de “Quédate algo de mí” (“¿Qué me quedará de ti? ¿Qué te quedará de mí?”), dos tanguitos con mucha gracia –“Tortazos”, “De contramano”– antes del sentimiento en flor de “Siempre se vuelve a Buenos Aires”, y de la melancolía de “Rojo tango”. Como inmejorable cierre, por si a alguno/a le cabía alguna duda sobre quién estaba cantando, “Palabras para Julia”, de José Agustín Goytisolo, en la versión que dio a conocer Paco Ibáñez. Muy bien acompañada por Freddy Vaccarezza (piano, arreglos y dirección musical), Paya Cigna / Walter Castro (bandoneón), Cristian Ceccardi (percusión), Mono Hurtado (contrabajo), Ariel Ponce (iluminación), Rodrigo Lavecchia (diseño de sonido), Jorge Ferrari (espacio escénico). La dramaturgia es de Patricia Zangaro, los poemas de Oscar Balducci, la música incidental de Sergio Vainikoff, la producción ejecutiva de Pablo Enríquez y la asistencia de dirección de Lucía Balducci. La idea y dirección general del espectáculo son de la propia Cecilia Rossetto, ahora frente a un cortadito, contenta como unas pascuas con su show y a la vez pensando un disco nuevo, algo así como La Rossetto de joda, que incluya mucho de los 35 temas –algunos de irresistible comicidad– de Pablo Ziegler y Oscar Balducci.

¿Se necesita casi toda una vida para hacer un Concierto amoroso?

–Ayer me llamó una tía del campo, de 85 años, muy cantora, que estudió canto lírico. Y me pregunta “¿vos le decís a todo el mundo que soy yo la que te enseñó a cantar?” Me sorprendió que me llamara por mi nombre de infancia: Alicia. Sólo me decían así hasta los 15. En los papeles, soy Alicia Cecilia y hacía mucho que nadie me llamaba por ese primer nombre. Me decidí por Cecilia en el secundario, cuando vi que en mi curso había diez Alicias, un plomazo: alguien decía “Alicia” y nos dábamos vuelta todas.

Vos al menos te distinguirías por ser la más alta...

–Siempre la última de la fila, además me sentía la más fea. No se usaban las chicas de mis dimensiones, una adolescencia muy sufrida en ese sentido, siempre tratando de pasar inadvertida. Lo mismo que ahora me da una singularidad interesante y es parte estimable de mi perfil, antes me procuró penurias, sobre todo en los bailes. La cuestión es que, como te decía, me sorprendió que esta tía me saludara con un “hola Alicia”, antes de decirme que había leído todas las notas sobre el Concierto amoroso y de contarme que habían venido chicas de mi pueblo, 9 de Julio, a verme y se habían quedado muy conmocionadas. “¿Pero qué estás haciendo ahora?” Le dije que nada en especial, que siempre voy haciendo cambios. “Pero esta vez debe haber algo diferente”, insistía. “En todo caso, en esta oportunidad me siento bastante serena, segura”, le expliqué. Porque yo siempre he sido una persona intranquila, antes de entrar a escena toda mi vida tuve un nudo en el estómago. A mi tía no les bastó ese comentario y volvió a la carga: “Cuando la gente se emociona tanto, ¿sentís que sos Cecilia Rossetto, que sos vos?”

¿Te preguntaba si estabas haciendo un personaje?

–Más bien si estaba sufriendo alguna influencia. Ella es hermana de mi madre que murió el año pasado, a la que ella adoraba. Finalmente lo dijo: “¿Vos creés que tu mamá te estará?..” La tranquilicé: “Por supuesto que sí, que está conmigo. Y más ahora que tengo las uñas pintadas de rojo, como a ella le gustaba”. Pero tengo otra explicación para mi estado actual, una interpretación psicoanalítica que me hizo mi hija y me encantó, ella es una persona con una cabeza que llega muy lejos, parte de mi serenidad de esta etapa se la debo a ella. El día del ensayo general, Lucía me estaba ayudando y se me ocurre preguntarle: “¿Vos creés que esto va a salir bien?”. “Por supuesto, mamá ¿por qué no?” “Porque yo estoy demasiado tranquila, me desconozco. Algo debo estar dejando de lado.” Entonces, Lucía me mira directo a los ojos y me dice: “Yo te voy a decir lo que estás dejando de lado: el sufrimiento. Porque vos siempre has sido muy sufriente: el miedo al estreno, esa inquietud permanente.... Y ahora estás probando cómo sale todo sin esa cuota extra de angustia”. Me parece que Lucía encontró la clave.

¿Te llegó la hora de quitarte esa mochila?

–Por fortuna, ese momento parece haber llegado. Ojo, tampoco es que no disfrutara antes en escena, pero lo hacía una vez pasados los ensayos, los primeros cinco minutos del espectáculo. Y las tres horas previas eran una tortura china, como si tuviese que enfrentar no sé qué tipo de terribles dragones. Tomándome todo a la tremenda. Y una vez sobre el escenario, pasados esos primeros minutos, cuando empezaba a sentir la adhesión del público, ya me sentía feliz. Por eso yo siempre dije que para mí el lugar más seguro del mundo era el escenario, el paisaje de mi vida, donde recibo esa corriente de afecto.

Hay algo más: ese diálogo que establecés con cada una de las personas del público, que se cree que le hablás a ella, que le cantás a ella en particular.

–Sin embargo, me parece que hablo poco con el público. Décadas que no bajo del escenario para entrar en contacto directo con la gente. Es verdad que alguna gente me está diciendo que le canto al oído... Te puedo decir que yo entro encarnada absolutamente, en el sentido de entregada, pensando que la ternura, el amor, la sonrisa son irresistibles.

¿Tenés idea de por qué hay figuras que conquistan el afecto popular mientras que otras, haciendo cosas de calidad equivalente, no lo consiguen?

–Hay una parte de misterio en producir esa química. A mí hace muchos años me ofrecieron dar clases, seminarios sobre el trabajo que realizo, dando por sentado algunos críticos que tengo un lenguaje propio. Y respondí: no sé teorizar sobre lo que hago. Sé lo que me cuesta porque invierto mucho tiempo de introspección, de búsqueda para encontrar esas cortaditas del corazón que me permiten meterme primero en el mío y luego, si es posible, en el de los que me ven actuar. He conocido públicos muy diversos y sé perfectamente que una frase, un comentario que toca una fibra muy íntima, la toca en La Paz, en Caracas, en La Habana... Es así, lo tengo comprobado. También es cierto que trabajo mucho sobre los temas, escucho ochenta, vuelvo a escucharlos. Después, en el escenario –en esto me ayuda mi experiencia de actriz– el espectáculo transcurre como si se me estuviesen ocurriendo ahí, en ese momento.

Ese trabajo de decantamiento, de estilización se percibe, por eso te pregunto si se necesitaba casi toda una vida para armar este Concierto amoroso, donde, quizás como nunca, transmitís una suerte de armonía, un estar bien en tu piel, a la vez que lográs esa total comunión con el público.

–Mirá, lo pienso acá delante de vos: seguro que hay una vida detrás, muchas cosas verbalizo que tienen más de un significado. Cuando digo que metí mis cosas en un barco y me vine, se trata de algo más que de volver a mi país: también está la vuelta de algunas cosas, estoy señalando algunos cambios en mí. Por ejemplo, siento que ya no tengo la pasión por la aventura de otros tiempos. Cuando empecé a actuar en el exterior, además de la adrenalina que me producía conocer otros públicos, otros paisajes, estaba el placer de la aventura: yo me devoraba todo. Y fijate lo que me pasa ahora: fui el otro día a Bogotá, a actuar. Pensé por un momento: uy, qué cerca está Medellín donde tengo conocidos, tanto para ver siempre en ese país. Y me quedé, llegué nada más que hasta Guatavita, un pueblo pequeñito entre la montaña. Entonces reconocí: hay algo de la búsqueda de aventuras que se ha calmado. También debo decir que ese afán de soltar amarras, de conocer lugares nuevos, de tener amores nuevos te roba mucho tiempo.

También es cierto que todo eso lo tuviste, que te diste muchos gustos.

–Ah, claro, sí. Una vida plagada de olores, de sabores, de amores. No, en ese sentido está todo bien, no tengo quejas.

¿Vida estamos en paz?

–Sí, tal cual. En mi época aventurera, mi mamá decía: ay, a esta chica cómo le gusta viajar, se va y nunca se sabe cuándo vuelve, se lo quiere beber todo. También los catalanes cuando recién llegué decían de mí: esta mujer se bebe los vientos. Bueno, puse todas las cosas en un barco y regresé. En estos tres años acá, he tenido ofertas, muchos cantos de sirena que ahora los escucho de lejos... Y hay algo más, aparte de esa ansiedad que bajó: me cuesta un poquito menos ser optimista. A mí, que siempre he tenido grandes dosis de escepticismo... Cuando empecé a estudiar teatro, pensaba ya el objetivo de prestar un servicio. Y ahora me hace realmente feliz que venga alguien que no me conoce y me diga con una mirada que no miente que salió levitando o que una ancianita venga a verme dos veces en la semana porque –según sus palabras– el Concierto... le renueva las ganas de vivir... Son cosas que me dan la sensación de meta lograda, me hacen sentir justificado mi trabajo.

¿Esto es lo que buscaste toda tu vida? ¿Alcanzar esa intensidad de comunicación manteniendo las exigencias artísticas?

–Sí, no más. Desde que comencé, no aspiré a otra cosa. En ocasiones, alguna gente del ambiente me ha dicho: “Pero vos te has perdido la oportunidad de ser una estrella por esa especie de poca pretensión”. Bueno, en mi opinión y siguiendo mis convicciones, es bastante grande la pretensión de querer sanarle o aliviarle heriditas a la gente. Lo que reconozco es no haber tenido cierto tipo de promoción porque soy bastante fóbica en general a la exposición.

¿No tuviste temor de que te sobrepasara la emoción al poner en el espectáculo esa voz grabada de tu papá, diciéndote cosas tan cariñosas?

–No, la emoción está, la orfandad es reciente, pero mis padres entran conmigo, creo que eso se percibe. No hay nada de cálculo ni de demagogia. Sólo el deseo de hacer presente la belleza y la sinceridad de estos vínculos, sin dramatizar.

Al decir de Freud, el placer sería la ausencia de displacer, ¿estará ahí el secreto de ese goce que brota de tu show, tan juguetón y pícaro por otra parte?

–Creo que sí, que mi hija dio exactamente en la tecla. Yo también siento que es un espectáculo muy placentero, más todavía desde el momento en que decidí descalzarme. No sé si es porque en estos últimos años los pies me hicieron sufrir: me rompí el metatarso en Normandía, cuando estaba ensayando María de Buenos Aires. Me caí de una escalera y a partir de ahí empecé a tomar más conciencia de mi cuerpo, sobre todo de mi pie izquierdo. Así fue que aparecieron estas chancletas alemanas anatómicas y ya no pude volver a usar los altos tacones de antes del accidente. El estar descalza –aparte de la ausencia de displacer– me da otra libertad: el sábado me olvidé el micrófono en la otra punta del escenario. Estaba muy divertida con el público, hablando relajadamente, y tan fresca me fui de una carrerita a buscarlo, algo que nunca había hecho.

¿Andás más ligera de equipaje?

–Me voy aligerando. Mirá, yo tengo cofres –como los del tesoro pirata– de maquillaje, productos de la mejor calidad comprados por el mundo, pinceles maravillosos... Y al camarín estoy llevando ahora tres cosas. Me gusta verme sin maquillaje, será también porque percibo mis genes: mi papá, con sus ojos celestes, pocas pestañas, una familia de piamonteses todos pelirrojos. Me gusta ver a mis ancestros en mi cara, también ver el paso del tiempo. No sé por qué la gente, las mujeres sobre todo, tienen tanta resistencia a esas huellas tan bellas. Yo lo veo a Clint Eastwood, cuanto más marcado, más hermoso. Lo mismo me pasa con otros rostros del cine que no han sido tocados. Esto yo lo sostenía siendo muy joven, y es verdad que después hace falta entereza para seguir sosteniéndolo. Hace años yo decía que quería ser como Vanesa Redgrave, no como Joan Collins. En este tema también me siento prestando un servicio: si yo le arrojo a la platea, donde hay tantas mujeres que sufren esa presión, un oleaje de mujer madura muy potente, creo que les estoy tendiendo una mano a su autoestima. Sinceramente, sufro por ellas, por todo ese esfuerzo inconducente. Porque yo pregunto –y no quiero ser cruel– ¿es para morirse más lindas, pareciendo más jóvenes?

En la película La mosca en la ceniza, de 2009, pusiste en práctica estas ideas e hiciste esa madama sin una gota de pintura en la cara.

–Cuando Gabriela David me propuso ese personaje, me preocupé unos días por la confianza que ella depositaba en mí. Me miré en el espejo preguntándome cómo hacer para reflejar esa maldad, esa dureza. Estuve unos días trabajando el personaje y me di cuenta de que podía generar esa expresión como perdida de la mina –no se sabe si empastillada, drogada, embrutecida por el encierro– a cara lavada. Se lo propuse a Gaby y se sorprendió un poco: “¿Sí? Yo encantada, pero después no me vayas a correr por la calle cuando te veas en la pantalla grande, la cara desnuda y con una luz despiadada...” “Para nada –le aseguré–, si no lo hago ahora ¿cuándo?” Era el momento de experimentar, de hacer lo que admiraba en otros, en otras. Quería ser una mujer tallada por el tiempo.

¿Dirías que has adquirido cierta sabiduría?

–No la suficiente, pero algo he aprendido, he incorporado, he procesado. Algo que me permite ahora desplegar esta serenidad. Muchos caminos recorridos a fondo. Hace unos días una mujer del público me preguntó a boca de jarro: “¿Cómo se hace para transmitir tanta emoción?” Y a mí me salió con una sonrisa: “Y... tal vez haber sufrido mucho”. Creo que le dije una verdad porque el dolor, si le prestás atención, te enseña. Estoy viviendo distintos episodios vinculados a la pérdida reciente de mi mamá y mi papá. De a poquito, voy ordenando, limpiando las cajas de mi papá y me agarra como un orgullo de hija frente a un talento que se expandió tan plenamente. Yo sabía de chica que a él, Héctor Rossetto, muchas de las jugadas ganadoras cuando tenía un partido de ajedrez suspendido, las soñaba. Recuerdo a los 8, 10 años estar durmiendo y de golpe escuchar a mi papá que le decía a mi mamá: “¡Necha, la encontré!”. Pum, la luz de la pieza de mis padres encendida, y él que pasaba a los pedos por el pasillo en calzoncillos. Lo oía poner las piezas en el tablero, pasaban unos segundos de silencio y luego una explosión: “¡Sííí, sííí!!! ¡La tengo ganada!” Volvía a pasar corriendo: “Necha, la encontré”. Eso lo hizo siempre, hasta que jugó el último torneo internacional. Ya de viejito me dice una vez que me quería contar algo: “No sabés lo que pasó... ¿Viste que estoy jugando un torneo en el Abasto? Le gané a la computadora, al bicho ése”. Y se moría de risa. En esta tarea que estoy haciendo, encontré todas las planillas de sus partidas con los campeones del mundo. Todas, desde el año 38: te lo cuento y se me vuelve a poner la piel de gallina. Mis padres fueron una de las razones de mi regreso, volví para estar con ellos, mimarlos. Creo que porque me pude ir despidiendo, preparando para esas partidas, sentirme en paz con mi conciencia, pude ir armando el Concierto..., aun en medio de grandes baches. Papá se fue en 2009, mamá hace unos meses. Siempre pensé que para mi madre los imprescindibles éramos los hijos. Error: se fue detrás del otro. Un día dijo: “Extraño los ojos celestes de Rossetto...”

Ya desde el título, tu espectáculo es casi un desafío para estos tiempos un tanto cínicos...

–No le tengo miedo a las palabras del amor, a las canciones románticas, apasionadas. Creo que en el fondo, casi todo el mundo busca sentir justificada su vida mediante los afectos, la belleza. Al desengancharme de mensajes oscuros, negativos, no estoy tratando de negar la realidad, sino de hacer algo que esté a mi alcance para mejorarla. Erradicar la intemperancia, la discordia, el agravio. Algunos te quieren hacer creer que estos conceptos están pasados de moda, que son blandos. Obviamente, pienso todo lo contrario: hay que juntar coraje para salir en defensa del amor. Creo que la gente sabe dónde estoy parada, que lo más importante no lo negocio. Sin hacer proclamas, por favor. Pero es verdad que nunca me traicioné, nunca he sido claudicante, como decía en un show en Barcelona. Que la gente lo entiende bien me lo demuestran las cosas divinas que están pasando en las funciones regulares, la gente de pie con un amor que me mata. Y ocurren episodios memorables para mí, como la otra noche cuando en medio del silencio después de un tema que termino sonriendo, se oye la voz de un hombre que exclama impulsivamente: “¡Diez años de mi vida por un beso tuyo!”. A mí, que parezco curtida, irreverente, zarpada –y a veces lo soy– me inquietó tanto que me hice la que no había escuchado y seguí con el show. Eso sí, perturbada por dentro...

¿Tenés claras las razones de cada tema que hacés en este Concierto...?

–Cada uno tiene que ver con emociones fuertes, con este trabajo de extrema concentración previo que te comentaba antes, aunque después parezca que todo brota en el momento. Hay mucha historia mía, desde luego. Por ejemplo, la música yoruba, Bola de Nieve, una etapa muy intensa en mi vida que quise recuperar, hubo momentos en medio en la investigación de esa religión que yo me olvidaba de que era blanca. Raquel, la hermana de Bola de Nieve, con quien me hablo a menudo, me dice “Hijita querida, yo soy tu mami cubana...”

Si algo tiene este espectáculo es que patentiza una cabeza y un corazón de mujer, difícil imaginar algo parecido hecho por un hombre. Porque hay un lenguaje, una temática, una tonalidad, un irse por las ramas que pertenecen a un mismo tronco y también está esa confidencialidad de las conversaciones de mujeres, esa sensualidad que destilas por todos los poros...

–Claro que es un espectáculo bien de mina, me encanta que se note. Porque las mujeres funcionamos de otra manera, tenemos otra lógica, otros códigos. Esto se nota en los encuentros entre amigas, ese intercambio cariñoso, entusiasta, chistoso, cómplice... Creo que a los hombres les produce alguna forma de envidia porque sienten que se quedan afuera, que hay algo de nosotras de lo que no pueden apropiarse. Más de una vez, alguna pareja mía me ha preguntado con mucha intriga: “Pero ¿de qué hablan con tanto fervor las mujeres? ¿Del tamaño del pene?” No entendían que jamás de los jamases el tema de conversación fuera ése, que tenemos mil cosas más interesantes, divertidas, emocionantes que compartir.

¿Cumpliste aquel proyecto de actuar en las cárceles?

–Pude ir a la de Ezeiza, sumamente conmovedor. Todas las mujeres, al principio, reacias a entregarse a alguien de afuera de las rejas. 48 horas antes había aparecido una compañera muerta, no se sabía si suicidio o crimen. Fui con un trío para hacer un concierto y terminé sentándome entre ellas e incitándolas a participar. Eso les encantó. Llevé a Cristian Ceccardi para la percusión y en cuanto empezaron a sonar los tambores me interrumpieron a los gritos, pregunté qué pasaba y me dijeron: “Acá tenemos a una compañera que es de Sudáfrica. Ella, ella. Conoce esa música”. Una negrita que hablaba a duras penas español. La invité, se resistió un poco, la abracé, le puse el micrófono, le pedí que cantáramos algo de su tierra. Y lo hizo, ¡mi Dios! Después, cuando entoné algo de Colombia, me señalaron a una colombiana. La acerqué, terminamos bailando cumbia. Por ese espacio las pude sacar de la oscuridad en que estaban sumidas por la muerte de la compañera. Fue hermoso. Siempre que haya una propuesta, que se me abran las puertas, estoy allí.

Concierto amoroso, viernes y sábado a las 21, hasta el 8 de marzo en el Teatro La Comedia, Rodríguez Peña 1062, a $100, 4851-5665.

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Imagen: Juana Ghersa
 
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