las12

Viernes, 1 de marzo de 2013

TEATRO

Lo intolerable del amor

Es la voz de Graciela Dufau la que convierte sus ojos en ese enigma acuoso, en esos perseguidores de la atención de quien la descubre. Inolvidables apuntando desde la televisión, la dueña de esos ojos ha sabido tanto desmarcarse como aprovechar esa fama masiva para hacer lo que ha querido como actriz, como guionista, como directora, para amplificar la denuncia de la violencia de género que Dufau sufrió y todavía le duele. Nominada para los premios ACE por La mujer justa, la obra que adaptó junto a su marido, Hugo Urquijo, el mismo que la dirige, la actriz recorre su carrera y los conflictos que plantea una pieza que pone sobre tablas la peligrosa ilusión de que existe esa persona “justa” para cada cual.

 Por Guadalupe Treibel

El señor de alta burguesía, refinado, amante de las artes y del espíritu, habla; dice a su mujer: “Soy un hombre que, como mucho, tolera el amor”. Ella, de convencido y desbordante cariño, atada a un sentimiento que rige su vida, no puede menos que preguntar: “Entonces, ¿por qué te casaste conmigo?”. “Porque no sabía que me amabas tanto”, es la inclemente respuesta de él y, en el sincericidio, condensa (parte de) el brete que desarrolla La mujer justa, la novela de Sándor Márai que, gracias a la adaptación teatral de Graciela Dufau y Hugo Urquijo, continúa su saludable estadía en la cartelera porteña.

Con dirección de –valga la iteración– Urquijo, el conflicto da cita en el período de entreguerras, guerra, posguerra (los ’30, los ’40), en una Hungría donde la aristocracia comienza a palidecer pero, mientras tanto, no afloja su condición socarrona, de aprecio por las formas, de desprecio por el sentimentalismo. Mientras, la mujer de clase media intenta seguirle el pulso y la (otra) mujer, de clase baja, pulsa desde otra vena. Todos revueltos en un triángulo (escaleno) de desencuentros amorosos que, con crudeza y sin concesiones, no hace sino explorar las miserias humanas, los celos, la fatal indiferencia, el desdén, entre otras causas y efectos.

Pero he aquí el quid de la cuestión... En clave de conflicto sentimental y conflicto de clase, la pieza delata una verdad: que la media naranja no existe, que la persona justa es una ilusión peligrosa que se cobra víctimas y deja un reguero de corazoncitos desperdigados a su paso. La pólvora explota y salpica a tres personajes: María (interpretada por Dufau), Peter (Arturo Bonín) y Judit (Victoria Oneto); la mujer, el marido, la otra. Y salpica al espectador que, patidifuso y contrariado, no sabrá con quién generar empatía. ¿Uno? ¿Ninguno? ¿Todos? Todos. Porque, en su infinita capacidad de develar minucias, Márai logra retratar los bemoles que cruzan a la condición humana; sus altos, sus bajos, sus amores.

Nominada a los premios ACE por su actuación en esta obra, la siempre atenta, despierta y concienzuda Graciela D. habla con Las/12 para repasar las contradicciones que le despierta su personaje en La mujer justa y, aprovechando el rato y la charla, vuelve sobre una prolífica carrera como actriz, directora, guionista, que la ha paseado por recordados programas televisivos como Atreverse y Nosotros y los miedos, por emprendimientos editoriales como Confesiones de una bruja, por obras como Eva y Victoria o Diatriba de amor contra un hombre sentado y por grandes causas, como su declarada lucha contra la violencia de género o su apoyo al aborto legal y seguro. El gusto de conocerse, sin tanto preámbulo, aquí nomás.

Si bien la novela La mujer justa, de Sándor Márai, está estructurada en tres monólogos, la adaptación teatral que realizaste con Hugo Urquijo, tu marido, incorpora acción y narración en escena. ¿Cómo fue el proceso hasta llegar a la versión final?

–Escribimos catorce versiones en tres años de trabajo; fue un proceso largo. Cuando leí la novela, caí en la trampa; me dije: “Tres monólogos son una obra”. Pero después empezamos a ver la posibilidad de abrir el relato en escenas. Se desecha tanto texto, que duele. Pero, mientras lo hacíamos, recordé las palabras que me dijo García Márquez (Nota de la redactora: GM escribió especialmente para Dufau la obra Diatriba de amor contra un hombre sentado): “Cuesta mucho trabajo escribirlo, pero muy poco sacarlo”.

Además de ser coautora de esta adaptación, interpretás a uno de los personajes protagónicos: María, la mujer de clase media, primera esposa de Peter, el alto burgués. Según has declarado, te daba miedo, pánico interpretarla. ¿Por qué el sentimiento?

–Por un lado, por haber trabajado en la adaptación. Por el otro, porque María es un personaje que me subleva. Lo que ha vivido, lo que ha padecido, lo reconozco y es un lugar tan... de mierda. La cuestión de tener una especie de amo de tus sentimientos, un otro que todo lo puede y tiene gran poder sobre tu persona es terrible. Estar encerrada en una jaula de cristal también es violencia psíquica y es muy perverso.

El texto logra plasmar las miserias, los demonios y las bondades de tres personajes que, a la vez, vienen a representar tres capas sociales y, gracias a la pluma excepcional de Márai, se retrata la complejidad de sus emociones. No es vehemente con ninguno, pero tampoco absolutamente condenatorio, lo cual –por momentos– hace que el público se cuestione, dude acerca de su empatía. Maneja distintas capas de sentido, de realidad...

–Sí. De alguna forma, Peter también es una víctima de sus propias circunstancias; hay algo en él que lo hace despreciar el pertenecer a la aristocracia de las 200 familias que manejan el trasfondo económico y social de la Hungría de los años ’30, ’40. De hecho, se revela cuando se casa (por segunda vez) con Judit, la criada. Pero, como él mismo plantea, alberga el sueño de encontrar un único cuerpo capaz de tocar todas las melodías, como un instrumento, y eso es imposible.

Porque no hay mujer justa ni hombre justo. Hay encuentros y desencuentros que se completan con Judit, la criada de la que Peter sí se enamora y con la que, después de divorciarse de María, finalmente se casa...

–Judit es alguien que viene literalmente de un hoyo, algo que –lamentablemente– sigue ocurriendo, porque en Africa las mujeres que van a trabajar hacen un hoyo en la tierra, donde depositan a sus bebés inclinados, alguien que siente –porque se lo han hecho sentir– que sus manos no son lo suficientemente pulcras para limpiar los inodoros de la clase alta. Alguien a la que, más tarde, le da arcadas el olor a limpio de Peter; ese olor le revuelve las tripas.

Hay algo del hombre de alta burguesía que mira con desdén el amor, como si expresar un sentimiento lo hiciese inferior...

–Ellos necesitan alimentar el espíritu; el amor –pareciera– sólo lo necesitan las mujeres. De allí que Lazar (mejor amigo de Peter, interpretado por Hugo) hable del sentimiento como un puma que hay que tener enjaulado. Así les va después...

Todos los nombres de los personajes de la obra son nombres bíblicos. Según he leído, “María” tiene distintas acepciones: algunos dicen que significa “la amada”, otros que significa “la amargura”...

–Creo que la amargura le sienta mejor. Es una mujer que aprende los idiomas que tiene que aprender, lee la literatura que debe leer, conoce los cuadros correctos, pero –así y todo– no logra ganar el respeto de su marido. También le interesa el respeto de clases sociales más bajas. Por eso, la primera vez que tuvo sirvienta (una palabra horrible, que golpea mucho, pero que dejamos porque responde a una época) a los 15 años, la obsesionaba dejar el agua limpia después de bañarse porque la mucama se bañaba después con esa misma agua. Como si dejar las aguas transparentes hiciese que la respetase más. Ese gesto devela cómo es como persona.

A tal punto llega la obsesión de María que, cuando su hijo se enferma gravemente, ella pide a Dios que no le quite lo que más ama y, más tarde, reconoce que, en realidad, rezaba para no perder a su marido. Si bien, a priori, pareciera un gesto reprobable, también es cierto que desnaturaliza el supuesto amor natural que una madre debiera tener por un hijo...

–Este personaje es de lo más complicado que he hecho. Me genera mucha irritación ese amor donde todo se claudica, donde a todo se renuncia. Ella aprende cómo comportarse para que él después le diga: “Una cosa es saberlo y otra muy distinta conocerlo naturalmente, de cuna”. Como si estuviera en el ADN. Todo ese esfuerzo, todo ese amor, y no es nada para ese hombre.

Desde su estreno el año pasado, tres actrices han interpretado a Judit: primero Andrea Bonelli, luego Mercedes Funes y, ahora, Victoria Oneto. ¿Es una complicación que el elenco vaya mutando?

–A Arturo (Bonín) le parece fascinante porque cada una le aporta su estilo, una visión distinta, y a él le provoca un intercambio muy distinto. Yo creo que Judit es el gran personaje de la obra desde el punto de vista actoral; tiene tantas aristas, tantas dagas, pasó por tanto, que es muy atractivo su proceso. Es un personaje que hace que descubran a las actrices y las llamen de otros lugares, lo cual es muy bueno. Recuerdo que, hablando de la obra, Thelma Biral me dijo: “Ay, La mujer justa. Judit, qué personaje”, y yo le dije: “Thelma, ni vos ni yo tenemos edad para hacerlo. ¡Hay que tener 40 años!”. De todas formas, salvo Pochi Ducasse (madre de Peter), que está desde el comienzo, el resto fue mutando. Yo, de hecho, no pensaba hacer de María: el personaje lo ensayó Claudia Lapacó durante un mes y medio, pero como hubo problemas con la fecha de estreno y se postergó casi un año y ella había avisado previamente que iba a hacer Filosofía de vida, no pudo estar.

Más de un periodista ha alabado los pasitos de baile que tu personaje intercambia con el personaje de Hugo (Lázar) en la fiesta de sociedad que María y su esposo Peter ofrecen. ¿Es cierto que el pequeño cuadro fue coreografiado por Ricky Pashkus?

–Sí, lo coreografió él. Menos mal que Ricky es inteligente y sabía que no tenía a Julio Bocca a disposición, que si no... Son unos pasitos, pero, gracias a ellos, descubrí lo difícil que es hablar y bailar a la vez: hay excitación, discusión, indicaciones y, entre medio, unos pasos que te dan vuelta. Lo hacemos al son de un tango húngaro que se corresponde con la época, que fue compuesto por Juan Llossas y que descubrí gracias a ese invento maravilloso llamado YouTube. La música y los dos elementos en escena (Nota de la redactora: un elocuente y burgués marco dorado y una tela transparente intervenida) nos ayudan a contar el cuento. Todos los monólogos, por ejemplo, comienzan desde el marco; desde allí los personajes empiezan a relatar su historia.

¿Te hago “la” pregunta poco original ahora o después?

–¡Ja! ¿Cómo nos llevamos con Hugo, mi marido, trabajando?

Esa misma

–(Risas.) Nos llevamos muy bien. El único problema cuando él me dirige es que, aun cuando él es muy exigente, tengo que pedirle que me exija más. Eso lo aprendí de Inda Ledesma quien, un día, viendo el cariño con el que Hugo me observaba, me dijo: “Tenés que cuidarte de su amor”. Aún hoy, después de las funciones, le pregunto: “¿Qué tenés para decirme?” La cuestión es que, después de insistirle, me pasa una lista... ¡demasiado larga! Pero creo que siempre hay que estar atento al error. No para buscar roña, para mejorar.

En varias notas, has criticado que muchos textos teatrales se banalizan para generar un golpe de efecto determinado: el de la risa. ¿Es un vicio del teatro argentino actual?

–Que se ha banalizado todo no me cabe la menor duda, y el salvoconducto de muchos es decir: “la gente quiere reírse”. El actor sabe hacia dónde se dirige y, desde ya te digo, la risa le es una droga. Si mueve la mano diez centímetros y consigue una carcajada, al día siguiente la va a mover 12. Hay una tendencia al desborde y la banalización. El otro día, por ejemplo, vi cómo un programa de televisión abierta, una novela, trataba –por 25 minutos y en tono de comedia– la desaparición de una nenita de un jardín de infantes y me pareció, por lo menos, riesgoso, porque es algo que sucede a diario. Hay temas donde no hay que meterse. No todo está permitido en nombre del humor.

Algunos de tus papeles más recordados han sido en el ciclo televisivo Atreverse, de Alejandro Doria. ¿Te gustaría volver a trabajar en pantalla chica?

–Tiempo atrás, cuando a Billy Crystal lo llamaron para volver a conducir la ceremonia de los Oscar, él dijo: “La televisión sirve para que no me pidan el documento cuando voy a la farmacia”. Es fama de dos minutos que ni siquiera te garantiza público en el teatro. Lo que sí me gustaría es filmar películas; tengo muchas ganas.

Una porción nutricia de tu carrera la invertiste en Brujas, obra considerada el gran éxito teatral comercial de los ’90. Estuvo en cartel durante siete años seguidos, regresó en varias oportunidades, tuvo varias giras... ¿Volverías a hacerla?

–No. Paso. La última vez le dije a (Carlos) Rottemberg: “Ya somos abuelas”. Pensá que, durante la primera puesta, nuestros hijos estudiaban... Además, uno no elige ser actor para hacer lo mismo durante siete u ocho años. Es enloquecedor. Intentar no hacer algo mecánico implica muchísimo trabajo y, a mí, la repetición me ahoga, me parece que es lo no vivo. Igual, creo que todavía hoy funcionaría.

¿Cuál creés que haya sido (o sea) la clave de su éxito?

–Si supiera, la hubiera repetido (risas). En aquel entonces salieron muchos espectáculos de mujeres (Nosotras que nos queremos tanto, por ejemplo) y todos funcionaron. Ahora está pasando algo similar con Toc Toc, que va por su segundo año, pero tiene para un rato largo más. Así que, el que no la ha visto aún, que no se preocupe: ¡Le quedan cinco o seis años más!

De momento continúan con las funciones de La mujer justa. ¿Hay próximos proyectos en carpeta?

–Sí, dos. Voy a dirigir una comedia extraordinaria escrita por Daniel Dalmaroni sobre un matrimonio cuyo hijo se va de intercambio a India y recibe a un hindú en su casa, con situaciones tan típicamente argentinas como decir que sabemos hablar inglés cuando, en realidad, apenas pronunciamos tres palabras. Y, en julio, con Hugo, vamos a estrenar en el Centro Cultural de la Cooperación una pieza del novelista sueco Henning Mankell, autor que se ha hecho muy conocido gracias a la serie policial Wallander, hombre que se ha casado con Eva Bergman, la hija del cineasta Ingmar Bergman (digámoslo así: “el marido de”, que siempre nos toca a nosotras ser “la esposa de”). La obra se llama Antílopes y trata sobre un matrimonio que trabaja en Africa haciendo pozos de agua pero, en los 14 años que lleva allí, sólo ha hecho cuatro, en vez de los 150 que debía; robaron todo y, entonces, llega un sucesor. Mankell es un autor excepcional, con el ojo siempre puesto en lo social, ganador del Premio de la Tolerancia; incluso estuvo a bordo de la flotilla de ayuda a Gaza atacada en 2010.

Antes mencionabas la molestia que te generan esos amores donde uno es “dueño” del otro y se ejerce ese poder. En esa línea, el año pasado, el Inadi presentó un video para ser utilizado en capacitaciones y campañas de difusión en torno de la violencia de género. Tres mujeres que la sufrieron y lograron salir de situaciones de agresión física, psicológica y económica dieron testimonio. Vos fuiste una de ellas. Allí expresabas cómo los violentos socavan la autoestima de la mujer, cómo lograste salir del círculo cuando tu ex tuvo intención de golpear a tu propia hija y cómo, más tarde, él se fue a vivir al exterior y al año siguiente se suicidó, pero podría haber terminado matándote a vos si no hubieses reaccionado a tiempo. ¿Por qué elegiste participar y exponer, con mucha valentía, tu historia?

–En la época en la que hacía Brujas, editorial Planeta publicó un libro que había escrito y que yo quería que se llamara Vestidos prestados, pero finalmente salió con el título Confesiones de una bruja. Allí contaba esta experiencia, experiencia que siempre soy cuidadosa a la hora de relatar porque, de alguna forma, se trata del padre de mis hijos. En el contexto de la propuesta del Inadi, me pareció importante volver a decirlo. Y fue difícil. Aun cuando pensaba que era un tema que ya tenía resuelto porque han pasado muchísimos años (cuarenta) y tengo horas y horas de terapia encima, al momento de grabarlo, pasó algo inesperado: me quebré. De repente, el cuerpo recordaba. Pero tenía que hacerlo. Es como la actuación, donde una está al servicio del teatro. Aquí también estaba al servicio de. Después me invitaron a muchos programas de televisión, pero yo les decía que sólo aceptaba ir si me entrevistaba un especialista en el tema y si se comprometían a pasar información permanentemente, teléfonos de asesoría. Como no aceptaron, preferí no ir a ninguno.

Hablando de valía y servicio a las buenas causas, en la década del ’90, fuiste una de las primeras figuras públicas en declarar que había abortado, gesto de mucho coraje en un momento en el que el tópico era tabú. ¿Cómo surge la oportunidad o necesidad de dar testimonio?

–Fue para una nota coral de Caras y Caretas titulada “Yo aborté”. En verdad, la idea partió de un medio francés muy importante, donde mujeres artistas e intelectuales contaban que habían abortado. Ellas eran alrededor de cien; nosotras apenas llegamos a 15. Creo que –efectivamente– fue importante. Ahora mismo no es un tema que mujeres conocidas plan- teen, que hablen públicamente. ¡Y también! ¡Con todo lo sucedido con el veto de Macri! Recuerdo que, cuando era muy, muy chica, salía de la iglesia con mi madre (yo iba a un colegio de monjas y algunos domingos –no todos– asistíamos a misa) y ella me dijo: “¡Apurate! Apurate que me están persiguiendo porque me hice un aborto”. Lo recuerdo como un pantallazo, una memoria fugaz; en aquel entonces no entendía qué me estaba contando. ¿Te imaginás el miedo que debió sentir para decirle eso a una niñita? Estaba aterrorizada, probablemente con razón. Es terrible que después de tantos años sigamos en ese lugar. Para colmo, por las condiciones clandestinas en que se practica (agujas de tejer, lo que ya sabemos), abortar termina siendo culposo y sufriente, porque tantas voces antagónicas que rozan la ética te convierten en una asesina. Por suerte, siempre aparece una amiga. En mi caso, me acompañó mi madre, la misma que –tantos años antes– había depositado en mí esa confidencia, esa paranoia, ese temor.

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Imagen: Constanza Niscovolos
 
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