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Viernes, 31 de octubre de 2003

COSTUMBRES

Arigato primavera

Durante todo este año la Fundación Cultural Argentino
Japonesa ha convertido al mítico Jardín Japonés en un
lugar de puertas abiertas en el que se puede disfrutar de la estética y las tradiciones de aquel país oriental, como el Haru Matsuri, festival de primavera. Una excusa ideal
para disfrutar de otros sabores, otros sonidos y paisajes a modo de ofrenda a la estación de la abundancia.

Por Soledad Vallejos

Un diccionario más o menos clásico define al matsuri como ese momento de “ofrendar cosas a los dioses, o a las personas de respeto”, y el correr de los siglos y las ceremonias se encargó de sumarle las ideas de la espera, la invitación... y especialmente el del jolgorio delicioso capaz de rodear festividades más o menos tradicionales. De un tiempo a esta parte, algunas de las actividades encaradas por la Fundación Cultural Argentino Japonesa (responsable de la apabullante vitalidad que ha cobrado el Jardín Japonés desde hace un tiempo, y de la Convención de Cultura Japonesa que termina este domingo en el Centro Cultural Recoleta), por ejemplo, han enseñado que los matsuri son festivales, días de celebración que tanto pueden ser ritos de iniciación individuales, compartidos (como el hina matsuri, el festival de las muñecas que oficia de presentación en sociedad de niñas y niños) o enormes celebraciones comunitarias, excusas inmejorables para danzas, comidas especiales, exposiciones de pinturas zen, paseos por jardines armoniosos y espectáculos de tambores. Ese es el tipo de cosas, por caso, que pueden deslumbrar con sólo asomarse al Haru Matsuri, el evento que en Buenos Aires tendrá lugar a mediados de noviembre, pero que allá, en su Japón original, suele celebrarse entre marzo y abril, cuando comienza la primavera y, con ella, la siembra de arroz, el florecer de los cerezos y los buenos augurios para el año que vendrá.
“La partida de las estaciones”, setsubun, es el último día del invierno, la despedida de las inclemencias y el preanuncio del regocijo estival. En las comunidades más tradicionales, la inminencia de la primavera desata algunas caravanas que expulsan a los espíritus de los días fríos del interior de las casas arrojando puñados de porotos de soja. Se reza por la buena salud del nuevo año (la primavera, en Japón, comienza a principios de febrero) y hay quienes sostienen que es de buena suerte comer tanta cantidad de porotos de soja como años se tengan, algo así como las doce uvas al dar las 12 del 31. La mañana siguiente ya está todo dispuesto y la alegría del matsuri invade las calles.
La voluntad del matsuri, del festival, invoca la voluntad del obsequio y el homenaje a lo largo de algunas jornadas festivas, sean paganas o místicas. Nacidos de la tradición religiosa, estos festivales cifran en la ofrenda misma el reconocimiento a algo suprahumano, un ancestro o una divinidad, una fuerza antigua a la que los vivos rinden tributo para poder llevar adelante sus vidas. Se puede tratar de la tierra, pero también del agua, o del sol, se les ruega que permitan crecer a las plantas, que las próximas cosechas sean exitosas. Puede, también, ser al trueno o la tormenta, a quienes se les reconoce el poder que jamás tendrán los humanos, el de determinar sucesos inimaginables y capaces de modificar vidas enteras en un segundo. Lo mismo sucede con la luna y las estrellas. En montañas, llanuras, ríos y mares residen los kami, deidades guardianas a las que es preciso demostrar un respeto temeroso en esas ofrendas. Para el shintoísmo, los espíritus de los antepasados legan lecciones y brindan consejos a sus descendientes. Es precisamente parademostrar respeto y hacer efectivas las reverencias a ese mundo libre de todo control humano que han nacido los matsuri. En el origen, había ciertos requisitos para invocar a esa presencia extrahumana. Debía haber un lugar limpio y puro, algún tipo de señal clara debía indicar cuál había de ser su sitio específico en ese lugar. Para presidir un matsuri, había que prepararse con cuidado, observar puntillosamente ciertos tabúes, purificarse con un baño y concentrarse, al mismo tiempo, en la pureza del espíritu. Claro que la preparación demandaba cierto tiempo, y también cierto entrenamiento en estas lides; sólo los más preparados espiritualmente podían ser inobjetables al punto de ser considerados kamis ellos mismos. El tributo podía ser ofrecido por un descendiente directo del homenajeado, o por alguien que hubiera asumido respetar su continuidad espiritual, un concepto rescatado con los siglos por algunas comunidades en particular, en las que los responsables de los templos aseguraban la protección de las comunidades.
Con el correr del tiempo y la adaptación de costumbres que Japón fue haciendo a medida que se convertía en paradigma de la modernización tecnológica, los matsuris fueron perdiendo algunas de las características más ligadas a la religión para acercarse fuertemente a los ritmos y motivos populares. Los procedimientos más tradicionales, los tabús con que se preparaban los oficiantes de las ceremonias, los mismos rituales fueron transformándose. Los kamis, sin embargo, siguen siendo esperados, y aún más, siguen apareciendo en las noches para comprobar la presencia de sus merecidas ofrendas de comida (platos sutiles a base de pescados, granos y vegetales) y vino. Sólo la noche siguiente hombres y mujeres podrán dar cuenta de esos manjares, finalmente, una manera más o menos directa de relacionarse con las divinidades.
Durante los matsuris, las danzas pueden ser llevadas adelante como modo de demostrar concentración espiritual y los tambores parecieran comprobar que algo de esa fortaleza sobrehumana se transmite en las ceremonias a ejecutantes y público. En algunos lugares, como sucede en Tokoname, los desfiles de barcos son algunos de los eventos más esperados, junto con las pequeñas obras protagonizadas por marionetas exquisitas y mecánicas, las kamakuri ningyo, que desde hace siglos deslumbran con la delicadeza y complejidad de sus movimientos en los festivales.

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