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Viernes, 9 de enero de 2015

VISTO Y LEíDO

Contarlo (casi) todo

No soy ese tipo de chica, el esperado libro de Lena Dunham o esas páginas de su alter ego Hannah Horvath que tanto se hicieron desear en la ficción de Girls.

 Por Marina Yuszczuk

Exhibirse o no exhibirse, ésa es la cuestión. Y cuánto, en qué condiciones, y a qué precio. Porque la intimidad no es el recuerdo de un pasado de pudor y diarios guardados bajo llave sino la joya más preciada, siempre que se luzca en el lugar más visible de alguna vidriera. Y cuanto más rara, más deseable la gema preciosa de la personalidad, ese territorio donde últimamente parece librarse la batalla entre las fuerzas del mal (vender estereotipos sólo para el consumo y la reproducción de estereotipos) y aquello que, de una manera u otra, se le resiste. Lena Dunham parece haber intuido todo esto desde que era una nena –quizá por haber crecido entre una mamá que se fotografiaba desnuda y un papá que pintaba genitales–, y tanto la desnudez como el relato de lo más vergonzoso fueron desde el principio los puntales de todo lo que construyó con sus 28 años: una serie inmejorable que está a punto de estrenar su cuarta temporada, mientras HBO ofrece maratones veraniegas de Girls para lxs muchxs fans, un par de cortos y dos películas, una cuenta de Twitter en la que Lena comparte pequeñas anécdotas bizarras en 140 caracteres o se manda mensajitos de amor con la superamiga Taylor Swift, y ahora un libro.

No soy ese tipo de chica es el best-seller inmediato que se publica en español después de haberle dejado a Lena, aparte de la gratificación de convertirse en escritora como siempre soñó, un adelanto de 3,5 millones de dólares de parte de Random House. También es un libro que ya estaba vendido –al menos para lxs fans– desde el momento en que Hannah Horvath, protagonista de Girls interpretada y escrita por Dunham, se pasó las dos primeras temporadas de la serie tratando de terminar su libro de ensayos autobiográficos y colocarlo en alguna editorial, con tanta mala suerte que el primer editor murió antes de terminar el libro, y al segundo no se le pudo ofrecer nada por culpa de un contrato que mantenía la propiedad de las historias de Hannah en la empresa del editor fallecido. ¿A quién no le dieron ganas de ver concretado el librito de Hannah? Claro que No soy ese tipo de chica compila una serie de textos firmados por Lena, pero así no es como funciona la imaginación: para los televidentes ávidos de Girls, lo que tenemos ahora entre las manos es nada menos que un libro salido directamente de nuestra ficción preferida, algo tan fantástico como si para un nerd se abriera la pantalla mientras está mirando El señor de los anillos y le cayera entre las manos la mismísima alianza disputada por elfos, hobbits y enemigos.

Si esto es así, es porque existe una figura que sobrevuela todo lo que toque Lena y le da sentido, una construcción por la cual es posible percibir cada capítulo de Girls, cada entrada del libro, cada tuit y cada selfie, no como una faceta más de un producto que viene a ofrecer algo que el mercado de almas estaría necesitando (una chica rara, gordita y audaz, que lo cuenta TODO), sino como un rasgo más de la locamente sincera y absolutamente real Lena Dunham, a la que vemos tal como es. El modo de encarar los relatos autobiográficos que conforman No soy ese tipo de chica no hace más que contribuir a la causa: partiendo de un lugar absolutamente ajeno a la literatura, Lena coloca como referente un libro de autoayuda escrito por una mujer, Helen Gurley Brown. El libro se llama Having It All (Tenerlo todo) y, al parecer, les habla a las mujeres del mismo modo que les hablan tantos libros, películas, médicos, revistas femeninas, psicólogos y consejeros de variada procedencia: con reglas y más reglas, indiferentes a lo que cada mujer quiere y puede, y muy pendientes, en cambio, del tipo de la mujer exitosa, liberada, independiente, bella, flaca, o cualquiera sea la cualidad puesta a la cabeza del idealizado monstruo femenino.

Lena Dunham parte de la autoayuda (para volver en ocasiones al mismo tipo de discurso) y adopta en algunos capítulos el sistema de ítem con que revistas como Cosmopolitan pretenden transmitir cierto “saber” a las chicas, pero sólo para desmontar desde el humor la pretensión de que una mujer se puede armar desde el “consejo”. Al contrario, todos los relatos del libro vienen a demostrar lo irreductible de una experiencia que se fue haciendo a los golpes, con dosis abundantes de torpeza, errores, desvíos, movimientos en falso basados en creencias absurdas, pero que si tienen algún valor es porque representan la trayectoria de una persona, y el material que esa persona puede transformar en su historia y su trabajo. Así aparecen, por ejemplo, los intentos obsesivos de controlar el peso, que derivan en un “me fui al carajo y me comí todo”, o la pretensión de ser una mujer adulta que vive una sexualidad independiente y elige todo el tiempo. Esa imagen, incluso, hace agua en el que es quizás el capítulo más provocador del libro, “Barry”, en el que Dunham cuenta un encuentro sexual, en una noche de pastillas y borrachera, sobrevolado por el fantasma de una violación que no se sabe si fue tal.

La premisa del libro parece ser la de contarlo todo, y eso ya de por sí es polémico porque parecería obedecer a un mandato de “desnudar el alma” promocionado por los medios. Pero Lena no es una chica tonta que cayó en la tentación de convertirse en el producto de moda –como podrían sugerirlo las producciones fotográficas en Vogue, Rolling Stone y otras revistas donde posa como cualquier modelito en fotos retocadas, decepcionantes para los que creyeron ver en la pancita con rollos y el culo cuadrado de Hannah Horvath alguna especie de militancia–, sino una chica que trabaja. Y así se define en el libro, que se puede leer como bildungsroman pero también como la lenta y dolorosa conformación de una artista, alguien que supo convertir lo propio en material de historias que tocan la sensibilidad de una generación entera. Esa generación protagoniza Girls, pero está muy en segundo plano en No soy ese tipo de chica, y ésa es una de las debilidades del libro. La otra es el afán de extraer enseñanzas, y quizás el tono caricaturesco que la escritura sostiene y las ilustraciones de Joana Avillez no hacen más que reforzar, convirtiendo el sufrimiento de una chica gordita y excéntrica –que definitivamente no es Meg Ryan– en algo que es por momentos tan amable y acolchonado como una comedia de Nora Ephron.

El resultado es que la angustia, la desorientación real y el miedo están nombrados en el libro pero ausentes como experiencia, amortiguados por la fragmentariedad y un tono amable que no se abandona casi nunca. Ese vértigo que apareció como un milagro cuando Girls dejó de ser una comedia, a fines de la segunda temporada, y se convirtió en una pesadilla oscura en la que Hannah ya no pudo mandarse la parte por las locas aventuras que vivía para convertir en libro, no existe en No soy ese tipo de chica. Desde el principio una sabe que la narradora va a estar a salvo, y esas decisiones estilísticas (y editoriales) le restan potencia a una biografía que, cuando es exclusivamente ficción, como sucede en los capítulos de Girls, cuando presenta un fragmento de vida divertido o borroso o angustiante que simplemente no tiene sentido –como ese momento glorioso y contradictorio de Hannah Horvath incursionando en el mundo ajeno de un médico separado, jugando al ping pong en tetas o llorando hasta romperle las pelotas a su amante–, nos deja temblando.

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