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Viernes, 27 de agosto de 2004

INUTILíSIMO

Escenas felices de la vida conyugal

En estos tiempos de parejas inestables y divorcios express, de amoríos epidérmicos y poco aguante mutuo, busquemos un poco de aliento y responsabilidad en La mujer moderna y la familia, de la Condesa de A (Montaner y Simón Editores, Calle de Aragón 255, Barcelona, 1907). En el capítulo “La vida conyugal”, de entrada se nos anuncia que “el matrimonio debe ser una escuela de perfeccionamiento”. Obviamente, quien debe realizar este aprendizaje con más empeño es la novel esposa, puesto que “al principio de la unión, la fuerza educadora se halla casi toda en manos del hombre, a quien Dios le envía a la mujer para que la perfeccione”. De esta guisa, el varón, que a su vez “ha de depurarse con la pureza de la joven”, debe guiarla y educarla hasta que ella, “maduro el juicio y ya en posesión de las virtudes de la mujer, se convierta en guía a su turno y derrame sobre él saludables influencias, en consejos y felicidad, derivadas de las nobles cualidades que él ha sabido inculcarle”.
Así es, hijas: en vez de tanto ímpetu emancipatorio, de tanto alarde de autonomía, más les valdrá dejaros guiar por vuestros magistrales maridos, genéticamente programadas para tal fin. Todo lo cual no quita que “ambos -marido y mujer– deban animarse mutuamente en la práctica de la virtud y ayudarse en el cumplimiento a menudo difícil de los deberes conyugales”. Pero, por la Santísima Virgen que de esto sabía bastante, que se mantengan inequívocamente perfilados los roles femenino y masculino, es decir: “Ambos con ese amor que hace tan grato el obedecer como el mandar”. Y para fortalecer el espíritu muy por encima de la carne, “amad el sacrificio más que el deleite, y el deber más que los placeres”.
Con la alta meta de ahuyentar los nubarrones contaminados de fantasías, caprichos, ilusiones y mentiras, nos adoctrina la Condesa de A, “no conviene sobrevalorar el amor sensual, porque aunque vaya acompañado de respeto y estimación, no siempre resiste las súbitas revelaciones que nos hacen ver imperfecciones, defectos y vicios. En cambio, el amor espiritual es el que da verdadera firmeza a los sentimientos”. He aquí, pues, clara y sencilla, la formula para una vida conyugal quizás no tan excitante como la que propone el cinematógrafo, pero sí definitivamente indestructible. Hasta que la muerte disponga lo contrario.

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