Treinta años de encierro que empezaron a pasar apenas un año después de haber dejado de cortarse el pelo y rasurarse la barba. No era blanca como es ahora, tampoco él era fotógrafo, aunque una identidad única, aun la laboral, tampoco termina de cuadrarle a Miroslav Tichy. Si algo podría ayudar a definirlo, en todo caso, son sus palabras: “¡Soy un Tarzán retirado!”, como decía a los vecinos de su pueblo, Kyjov –Checoslovaquia– después de ser liberado de cárceles e instituciones psiquiátricas adonde lo había confinado el régimen comunista en 1948 por mostrarse horrorizado frente a la uniformidad de la sociedad. Lo liberaron a fines de los ’70, con la condición de que no volviera a pintar, que abandonara esa pasión, ese placer, ese desvelo. Y entonces el hombre de la barba encontró un atajo: construyó sus propias cámaras fotográficas y empezó a retratar a las mujeres de su pueblo, a revelar las imágenes en un laboratorio tan improvisado como la cámara, a acumular un material que apenas calmaba su ansiedad pero que él menospreciaba. No eran pintura. Aunque viéndolas, ¿qué otra diferencia hay más allá de la técnica? Imposible preguntárselo, el hombre vive en una casa que no muchos llamarían de esa manera, y a pesar de que sus obras se venden en Europa a precios que oscilan entre los 4 mil y 8 mil euros, sigue usando el suéter raído que le dio fama de linyera loco entre las mujeres de Kyjov, las mismas que se embellecieron bajo el ojo de Tichy aun con su bolsa de compras colgada del brazo. Fue un amigo de la familia, psiquiatra, quien rescató su trabajo. Dice que con el dinero de las ventas difunde la obra de este Tarzán entre dos siglos. Y que a pesar de que Tichy no quiere que le hablen de galerías, algo parecido a la felicidad aparece en sus ojos cada vez que ve un catálogo.