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Viernes, 22 de diciembre de 2006

LAURA PALACIOS, ESCRITORA, PSICOANALISTA

Plata Quemada

¿Boca o River? ¿Peronista o radical? ¿Toddy o Vascolet? Decime nena, ¿a quién querés más, a tu mamá o a tu papá? Cuántas veces andamos por el mundo con el Yo dividido. ¿Cómo podés ser simpatizante de Boca, y gritar hasta desconocerte el precioso gol de Estudiantes? ¿Cómo puede el niño prevertiano decir que Sí con la cabeza, pero No con el corazón? Si a veces una se parece a Jano, la diosa bi-fronte, capaz de decir “Ah, pero qué lindas son las Fiestas, las fuckings mierdosas Fiestas de Fin de Año”. Sin darnos cuenta estamos sentando codo a codo a la Señora Ingalls con la Glenn Close de Atracción fatal. Y no sólo eso, las ponemos a brindar ¡chin-chin! con un cóctel de jugo de arándanos y polonio 210. Porque a mí me encantan... y también ¡odio! las Fiestas de Fin de Año.

Por ejemplo, me encanta el olor que sale de mi cocina cuando horneo la anualmente festejada torta galesa. Torta que en la familia y por mi decisión, reemplaza al clásico pan dulce. Y me encanta vestir la torta galesa. Porque este año la Dolly Yrigoyen lo dijo así, mientras enrollaba una cinta plateada alrededor de su impecable di-vi-no y personalísimo pan dulce navideño. Dijo que lo estaba vistiendo y se lo voy a respetar. ¿Acaso mi mamá no la respetó a la Petrona Cé cuando recetaba 14 huevos (sic) para un bizcochuelo que era un “puema”?

Pero estábamos en el asunto del yo dividido, ese otro Señor Merengue que puede inclinarnos a desear que las Fiestas fueran borradas del calendario. Mandar a todos los amigos la frase de Anita Loos: “He conocido muchos años y todos ellos han sido espantosos. Así que sigue el consejo de tu amiga querida y no confíes demasiado en el que empieza”. Soy psicoanalista y analizada, cómo no me iba a preguntar de dónde me viene esta veta dark a la hora del festejo. A lo mejor me viene del abeto (navideño) y lo paso a referir: mi primer arbolito de Navidad fue armado en la casa de mis abuelos, cuando yo tendría unos cinco años. Era de papel, y ocupaba orgullosamente el centro de la mesa del comedor. Un familiar, miembro como ya entonces pensé, de la Craneoteca de los Genios, tuvo la brillante idea de colgar billetes nuevos de cinco pesos en las puntitas de las ramas. Brillosos, recién salidos de la Casa de la Moneda, un regalo para los niños. Su esposa, miembro fundador de la misma institución, tuvo una segunda idea a la que podríamos definir de “luminosa”. Consistió en poner velitas rojas en las puntas de las ramas que habían quedado vacantes... y encenderlas. En tres segundos teníamos un incendio. Como las reglas de etiqueta de mi abuela dictaban que era un oprobio poner ¡sifones! en las mesas arregladas, los hombres tuvieron que descorchar de apuro todas las sidras y champañas. El fuego fue dominado, pero ese año se brindó con naranja Bilz.

El asunto es que a partir de esa fatídica Navidad, mi tía Cuca tomó la más feliz de las decisiones. Todos los 24 de diciembre a la hora de la siesta, ella aprontaba el Di Tella y se dirigía con sus sobrinos al Vivero Municipal. Iba armada con un serrucho. Una vez allí, elegíamos el más bello, el más elegante y el más alejado de la casa del cuidador de los abetos... ¡y lo expropiábamos! Chin-chin.

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