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Lunes, 10 de julio de 2006

FúTBOL › EL DESAHOGADO FESTEJO DE LOS ITALIANOS TRAS LA CONQUISTA

Sólo faltaban Sofía Loren y la Cucinotta

 Por Juan Jose Panno
desde BERLIN

Celebración grande, loca, interminable, desmesurada, como no podía ser de otra manera, tratándose de quién se trataba. Festejo a la italiana, con luces de colores, papeles plateados, fuegos artificiales y música de los altavoces de la FIFA, pero no con señoritos ingleses sino con jugadores italianos que no se querían ir más de la cancha, y que tres cuartos de hora después de terminados los penales seguían saltando enloquecidos de un lado, franeleando a la Copa del Mundo a la que poco faltó que le hicieran el amor en el medio de la cancha.

Festejo de Grosso con dos eses, que deberían ser tres. Ese de salvador. Salvador en la jugada del penal contra Australia, en el primer gol contra los alemanes y en el último penal, el que cerró la serie. Predestinado el hombre. Lippi lo puso en el quinto lugar de la lista, sin quererlo le reservó el papel de héroe. Y Grosso fue el que inició el festejo groso, con una ese. Con la pelota en la red giró y volvió hacia el medio donde corrían para meterlo debajo de la montaña todos los demás. Un poco más lejos habían quedado Materazzi, que después del penal se fue a montar su propia tragicomedia en un corner, al igual que Gattuso, que también lo vio de lejos, por cábala. Un abrazo acá, otro más allá y el pelo largo de un argentino que se corta y se pierde. Los jugadores hicieron una rueda cerca de uno de los arcos, donde estaba la mayoría de los hinchas italianos y con una tijera le cortaron la mitad de la cabellera a Camoranesi, que nunca perdió la sonrisa. Cerca de donde estaba, flameaba una bandera argentina, pero Camoranesi estaba en otra cosa, en abrazarlo a Buffon que se sentó sobre una silla y a alguno les hizo acordar aquello de “tenemos un arquero que es una maravilla, que ataja los penales...”, aunque Buffon en realidad no atajó ninguno. Siempre fue para el otro lado del que pateaba, también en el que no entró.

Los jugadores franceses se quedaron un ratito en la cancha. Había que verle la cara al pobre Trezeguet, con el penal errado arrugándole el rostro. Protocolarmente se quedaron a recibir la medalla. No es poco haber llegado a la final del Mundial, pero no era el momento indicado para ponerse a pensar en eso. Recibieron la medalla, saludaron a los hinchas que los habían alentado bastante durante el partido y se fueron al silencio del vestuario, a compartir la pena por el suicidio de Zidane y la Copa perdida.

La música estaba en otra parte; en la cancha estaba. Pusieron la canción de Italia ’90, que a muchos de ellos no debería traerles buenos recuerdos, pero enseguida cambiaron por ¡Funiculi funiculá! Cuando uno por uno los jugadores recibieron la medalla, estalló una impresionante lluvia de papelitos plateados primero y de serpentina después. “El triunfo definitivo de Clemente”, dijo bien un colega. A los papelitos les siguió un festival de fuegos artificiales, un derroche de color y sonido, mientras los franceses emprendían el retorno a París con el alma rota. Un rato antes habían silbado fuerte cuando fueron condecorados Elizondo y sus colaboradores, pero se callaron cuando llegó el turno de subir al podio a otros bleus que no eran ellos.

A Cannavaro lo levantaron en andas, Cannavaro levantó la Copa y la música sonó más fuerte. Cannavaro le prestó el anhelado trofeo a Buffon, acaso el mejor jugador del campeonato, puede decirse ahora con la chapa puesta. Buffon se la dio a Totti que se embarazó con la Copa y la llevó a donde estaban los hinchas y todos dieron una media vuelta olímpica, besando la Copa, siempre saltando, siempre cantando, jugando como niños, exagerando a la italiana.

Se empezaron a ir cuando sonó “We Are the Champions”, que no es italiano, pero se entiende en todo el mundo. Por penales, o por lo que sea, son los campeones y el festejo se lo tenían ganado.

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Cannavaro alza la Copa.
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