libros

Domingo, 25 de abril de 2004

Diario de una adicción

Por Martín De Ambrosio

Viernes 16, 20 horas
En el primer día formal de la Feria, el escritor mexicano Carlos Monsiváis demostró por qué es un buen cronista de lo popular. Con una campera negra de cuero al mejor estilo sindicalista argentino, Monsiváis leyó un capítulo (“El performancing y sus obligaciones”) de un próximo libro de ensayos que se llamará Apocalipsik. Y, pese a que la lectura de pasajes de un ensayo pudo haber generado bostezos a granel, el mexicano exhibió sus dotes de buen comediante y supo entretener a 200 personas en la sala Victoria Ocampo.
Monsiváis trató ocho casos de “performance” que retratan el modo particular que en México son asimiladas las injustas cualidades de la globalización. Los más divertidos: el pedido de los habitantes de Veracruz de modificar los villanos representados en la escenificación anual de la pasión de Cristo en Semana Santa (“basta de esos centuriones romanos que no significan nada para nosotros: queremos que los que maten a Cristo sean El Pingüino, El Acertijo y Lex Luthor”) y el asalto a un pasajero de taxi en el que el ladrón, entre los consabidos “pinche”, “güey” e “hijo de la chingada”, se manda con todo un discurso acerca de las injusticias sociales y el desigual reparto de la riqueza (“este relato está basado en tristes experiencias personales”, se lamentó Monsiváis).
Después de la lectura –plena de ricas insinuaciones acerca de la condición moderna y en definitiva con más de un punto de contacto con la Argentina–, el escritor, visiblemente cansado, tuvo la desgracia de ser interceptado por alguien que, grabador en mano, le preguntó “¿Qué opina de acá, de la Feria de Buenos Aires?”. Telón rápido para la primera jornada.
Algo de kermesse tuvo lo que nos contó Ana María Shúa, cuando en la Feria de 1984 su libro Los amores de Laurita era best-seller (ahora se consigue a dos pesos). “Al llegar a la Feria vi una multitud que parecía aguardarme. En el predio había más gente que en el subte en hora pico, algunos desmayados y médicos a los gritos. Cuando finalmente llegué a donde me esperaban, supe de qué se trataba. Cantaban en ese momento en la Feria Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Y fue ahí que se me acercó una amable admiradora. ‘¡Usted es Ana María Shúa!’, me dijo con acento conmovido. ‘Sí, señora.’ ‘Yo la sigo mucho. Siempre la miro por televisión. ¡Me encanta todo lo que usted dice! Es tan simpática, tan espontánea, tan inteligente... Una gran escritora.’ ‘Muchas gracias’, le contesté, agradecida. ‘¿Cuál de mis libros le gustó?’ ‘¿Libros? ¿Qué libros? No, nunca leí ningún libro suyo.’ Suspiré comprensiva y traté de aprovechar la oportunidad. ‘Bueno, éste es un buen momento para comprar un libro de una escritora que admira’, le dije. ‘Pero a mí no me interesan los libros’, me contestó la señora, muy sincera. ‘¡A mí lo que me gusta es verla por televisión!’.”

Sábado 17, 15.30 horas
Después de una trajinada semana, con numerosos actos organizados por el British Council y de asistir un par de veces a la representación teatral de su Terapia, el escritor y académico inglés David Lodge dialogó con Osvaldo Quiroga ante unas 500 personas. Lo primero que dijo Lodge, después de manifestarse agradecido y maravillado por la cantidad de lectores de sus libros que encontró, fue un tanto previsible: “Buenos Aires me recuerda mucho a una ciudad europea, aunque no sé a cuál; es muy linda y bella”. Lodge habló in extenso de sus obras y afirmó que busca que tengan más de un nivel de comprensión para evitar la monotonía. Luego, consultado sobre cómo pudo describir de modo tan ácido a la fauna universitaria y sobrevivir al intento (en El mundo es un pañuelo), respondió que en “Inglaterra no se toma tan en serio a la actividad intelectual académica como pasa en Europa continental y tal vez en la Argentina, y es por eso que tenemos formas más relajadas y humorísticas.Igual, como escritor la función de uno es molestar y no dedicarse a las relaciones públicas”. Y terminó justificando sus ya proverbiales finales felices: “no quiero dejar a mis personajes en estado de desesperación”.

Domingo 18, 18.30 horas
La mesa redonda versaba sobre el tránsito de una literatura “comprometida” a una literatura “espectáculo”. Los panelistas, Juan Martini y Dalmiro Sáenz (Jorge Lafforgue no pudo concurrir). El coordinador, Pedro Rey, introdujo al tema brevemente: se hablaría del tránsito que va desde el pionero en la cuestión del compromiso, Jean-Paul Sartre, hasta la degenerada actualidad. Enseguida Rey le cedió la palabra a Sáenz que, tal vez no advertido del tema de la mesa, comenzó a hablar de la dicotomía entre memoria y creatividad, y de sus prevenciones sobre el libro como concepto; en síntesis, de compromiso o espectáculo literario, ni palabra. A su turno, Martini sí habló del tema. Contó en qué consistía la posición sartreana y lo citó. Después del compromiso, llegó la hora de hablar entonces del espectáculo. Y ahí Martini se refirió a los productos literarios globalizados y, entre otros puntos, se lamentó de los premios literarios viciados: “en Europa todos saben que el Planeta, el Alfaguara están arreglados. El problema es que en América latina se confía, entonces ahí van los escritores, arman la carpetita, pagan el franqueo aéreo para novelas que nadie va a leer, o si las leen no les van a dar importancia. Ya se conocen los ganadores de antemano”. Esta intervención produjo la ira de Sáenz, que directamente empezó a hablarle a su colega de mesa: “Estás diciendo barbaridades, Juan. No son falsos los concursos, señor. Yo he sido jurado en varias oportunidades y nadie me dijo nada. Por favor, ¿te parece que a Vargas Llosa lo pueden arreglar? Por favor. Además, son malos negocios los premios, salvo en el caso de Andahazi no suelen funcionar esos libros. Estoy de acuerdo con vos en a quién hay que enfrentar, pero no hay que decir pavadas. Vos, Martini, no tenés la menor idea de lo que es el mercado. Estás hablando como una señora”. Y luego de esta enojada alocución, se levantó de la mesa y –esto tal vez lo aprendió de la tele— simplemente se fue, saludando con un “buenas tardes, chicos”, dedicado al público de 50 personas, muchas de ellas señoras solidarias que abandonaron la sala Victoria Ocampo tras los pasos del autor de Yo también fui un espermatozoide. Trunca, la mesa redonda terminó siendo un diálogo, menos acalorado, entre participante y coordinador. Martini, para abundar, contó que cuando trabajaba como editor en Bruguera de España, la editorial había comprado una novela de Juan Marsé –La muchacha de las bragas de oro– y estaban por editarla cuando un llamado cambió los planes: le habían “ofrecido” el Premio Planeta de 1978 a Marsé y había que anular el contrato.
Por su parte, Rodolfo Rabanal sabe cómo gracias a esta heterogeneidad de la Feria cualquier cosa puede suceder y no tiene problemas en manifestar su desagrado. “La Feria es una mezcla desastrosa, se mete cualquiera, entra un señor, pregunta cosas que no son preguntas, hace afirmaciones exageradas, se suceden situaciones extrañas. La organización no tiene problemas en mezclar categorías, te ponen con una señora que escribió no sé qué cosa. Una vez me pusieron una sala para mí solo para que no me quejara. Y resultó que pasaban los aviones y no se oía nada. En fin, la Feria siempre fue un chiste, una película de Fellini: el olor a choripán, además los trenes, y los chicos que iban a ligar ahí. Es una kermesse; que no me lo pinten como que va gente que ama las letras, porque es una grandísima mentira que no tiene sentido.”

Lunes 19, 18.30 horas
Otra mesa redonda, esta vez titulada “Feminismo: igualdad, diferencia y poscolonialismo”, con Josefina Fernández, Diana Maffía, Irene Meler y la coordinación de Graciela Musachi. La presentadora de la Feria (en tono de recitado escolar, con ademanes) provocó estupor enel panel: “La verdad, nos gustaría hablar del campo, la poesía, las estrellas, en fin, de cualquier cosa y no de lo que lamentablemente tenemos que hablar por la situación hoy de la mujer en el mundo”. Superado el mal trago inicial, la antropóloga Fernández hizo una historización del concepto de feminismo, haciendo hincapié en algunos problemas que se fueron suscitando al interior del movimiento. A su turno, la filósofa Diana Maffía mostró cómo los fracasos de la filosofía analítica llevan (¿inevitablemente?) al escepticismo posmoderno. En un notable resumen contó los pasos que van desde los estudios del lenguaje de Austin hasta Foucault, y sus conceptos de poder y construcción del sentido, merced al resquebrajamiento de la correspondencia entre lenguaje y mundo. El turno final estuvo reservado para la brillante psicoanalista Irene Meler, quien se refirió a la ingenuidad que campeaba en el feminismo de fines de los ‘70, que creía que “cambiaría la psiquis femenina”. Este fue “un pecado de inocencia” ya que todo resultó más complejo (a veces las mujeres también son opresoras, etcétera.).

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