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Domingo, 25 de abril de 2004

"EN ESE TREN íBAMOS TODOS"

"En ese tren íbamos todos"

POR VERONICA GAGO

Si pudiera definírselo de algún modo, Santiago López Petit es un filósofo militante. Nacido en Barcelona hace 54 años, es químico y profesor de Historia de la Filosofía en la universidad de esa ciudad. Ha publicado Entre el ser y el poder. Una apuesta por el querer vivir (1994), Horror Vacui. La travesía de la noche del siglo (1996), El Estado-guerra (2003) y acaba de salir El infinito y la nada. El querer vivir como desafío, al que la revista española Archipiélago le dedicará su próximo dossier.
López Petit tiene una obsesión: construir un pensamiento radical capaz de liberar el querer vivir de su apresamiento por la estructura de la espera. Y ese recorrido no ha sido ni es solitario: en los setenta estuvo involucrado en las luchas obreras y, particularmente, en la toma de fábricas; hoy trabaja en varias iniciativas políticas junto a los grupos Oficina 2004 y Espai en Blanc.
Las discusiones actuales tras los atentados en Madrid y las multitudinarias manifestaciones en España, donde tuvieron lugar también las más masivas impugnaciones a la guerra, están en ebullición. Complejizan, además, el debate abierto por la convocatoria a los intelectuales lanzada por Jürgen Habermas y Jacques Derrida a “repensar Europa” frente al unilateralismo norteamericano.
¿Cómo cree que se puede pensar Europa?
–Ante una pregunta como ésta creo que lo primero que hay que aclarar es que en el discurso crítico que habitualmente se construye en España no aparece por lo general la palabra Europa. La construcción de Europa no se ha hecho desde los deseos de sus gentes sino que ha sido meramente institucional. Más en concreto, respondiendo a necesidades y objetivos económicos. En una palabra, se ha avanzado hacia una Europa capitalista muy poco “social”, empleando términos al uso. Es lógico, por tanto, que la referencia a Europa se haga casi siempre desde el Sistema de Partidos. Y, sin embargo, esta Europa capitalista rige cada vez más nuestra propia cotidianidad. Desde Bruselas se establece cuál puede ser el déficit fiscal, el crecimiento económico, las ayudas a los agricultores o la colaboración entre las policías. Es evidente, por tanto, que se hace necesario pensar una intervención política que tenga en cuenta esta nueva dimensión. El problema reside en que los conflictos que surgen son siempre de tipo corporativista ya que, en última instancia, Europa significa gobierno del conflicto mediante la distribución de dinero a los sectores afectados. Evidentemente, pensar Europa no puede hacerse desde este discurso defensivo. Pensar Europa es pensarla como fortaleza a demoler. Es decir, se trataría de poner en el centro la defensa de una renta básica incondicional y de un derecho universal de ciudadanía. Intentando, por lo demás, que su política internacional se separe de la de EE.UU.
Estos objetivos, que se pueden articular como programa político, son ciertamente fundamentales. Pero no hay que engañarse. Detrás de un derecho tiene que estar la fuerza política capaz de imponerlo. Hoy esa fuerza política, entendida en un sentido amplio, no existe. La hipótesis con la que muchos nos planteamos la intervención crítica se basaría en una nueva figura social: el precario. El precario, el que tiene la vida precarizada y no solamente el trabajo, desde el trabajador de banca hasta el inmigrante, tendría que ser el portador de este proyecto deconstructivo de la Europa fortaleza. Esta apuesta, por otro lado, no tendría el menor interés –y además sería imposible– si no concibiera al precario como el nuevo sujeto político después de la crisis del movimiento obrero.

“Hasta ahora...”
¿Ha surgido tras el 11-S una nueva forma de politización? ¿En qué consiste?
–Foucault decía que hay que desconfiar de una expresión como “hasta ahora” aplicado a una ontología de la actualidad. Algo parecido podría decirse de la palabra “nuevo”. El discurso crítico acostumbra a descubrir “novedades” de tanto en tanto, que actúan como reservas de esperanza. Relativizando, por tanto, la idea de novedad y su generalización misma, sí creo que se puede hablar de una nueva politización. Comparemos dos ejemplos distintos. En noviembre del 2002 tiene lugar el Foro Social de Florencia. Se manifiestan más de medio millón de personas. En marzo del 2002 tiene lugar una cumbre de jefes de Estado de la UE en Barcelona y se manifiestan en contra también medio millón de personas. Son dos ejemplos en principio parecidos y que, sin embargo, no tienen nada que ver. En Florencia, la manifestación, perfectamente encuadrada, consta de bloques definidos políticamente, con sus banderas, su música, etcétera. En Barcelona, en cambio, la manifestación se desarrolla sin banderas ni música, individuos solos, mientras que los representantes de partidos políticos y sindicatos tienen que ponerse a la cola de la manifestación y ni llegan a desfilar. Medio millón de personas y, sin embargo, dos mundos distintos, dos politizaciones distintas. Cuando hablamos de nueva politización nos referimos al segundo caso. Una politización nueva porque no arranca de la conciencia de explotación.
¿Qué tiene que ver el 11-S con todo esto? Pues que si se admite que el 11-S es el momento en que se presencializa el Estado-guerra, es decir, un Estado cuya política es guerra, la guerra contra el terrorismo (Afganistán, Irak...) se convierte en la principal fuente de politización. Politización que, por otro lado, no cabe en la categoría clásica de sujeto político. La subjetividad de este hombre anónimo que sale a la calle en Barcelona, y que contra la guerra de Irak lo hará a menudo, no puede determinarse en base a la dualidad activo/pasivo.
¿Por qué sostiene que quienes se han movilizado contra la guerra no pueden ser simplemente considerados como la “sociedad civil”?
–Por dos razones fundamentales. Primero, porque el término “sociedad civil” aplasta y encierra una subjetividad que es mucho más rica y compleja que la del individuo. La referencia anterior a las manifestaciones contra la guerra de Barcelona puede servir. ¿Quién sale, en verdad, a la calle? Desde el poder se hablaba de la “sociedad civil”, incluso se inventó una categoría: “la buena gente”. Esta moralización tiene como objetivo despolitizar, anular la fuerza del anonimato, reconducir un nuevo protagonismo social. Segundo, porque el término es problemático en sí mismo.
La sociedad civil remite a una autonomía de lo político que es inexistente por lo general. Desde el momento en que el Estado interviene garantizando el beneficio económico y, en general, como mediación política sobre lo social, desaparece la sociedad civil como tal. Insistir en su presencia, por un lado, bloquea la nueva politización, esta politización que, donde se da, adquiere una dimensión existencial mucho más radical; por otro lado, nos sitúa en el interior de un discurso político cuyo horizonte no es la politización de la existencia sino un mero hacer político de los intereses individuales.
¿Qué balance hace de las movilizaciones contra la guerra? ¿Cuál es su relación con el “movimiento global”?
–El llamado “movimiento global” ha sido un movimiento de crítica ligado estrechamente a la celebración de determinadas cumbres de jefes de Estado, etcétera. Seattle, Génova.. han sido hermosos gritos pero, por ahora, este movimiento no ha conectado con los conflictos y resistencias locales. Tampoco lo que podríamos llamar la “reconversión” del “movimiento global” en movimientos contra la guerra, parece haber avanzado en esta concreción.A pesar de todo, creo que existe una politización de fondo que sólo espera la ocasión para manifestarse.
En España, en particular, la ocasión ha sido el atentado de Madrid del 11-M. Ante la manipulación por parte del gobierno, miles de personas salieron a la calle para exigir toda la verdad. Es como si se hubiese producido una extraña insurrección efectuada por subjetividades heridas y coléricas. La socialización del dolor, en vez de unir a la gente al gobierno de turno, como es lo habitual, ha funcionado como un verdadero escrache a nivel de todo el país. Miles de personas, durante toda la noche, se congregaron ante las sedes del partido del gobierno. La frase “en ese tren íbamos todos” inaugura una problemática común, una posibilidad de composición y de resonancia que todavía no sabemos comprender. En todo caso, lo que es claro es que su matriz no es la producción sino el querer vivir.

“No nos falles”
¿Qué representó el voto por el PSOE a dos días del 11-M? ¿En qué posición ubica el nuevo gobierno el hecho de haber llegado al poder como resultado de las movilizaciones tras el 11-M?
–Estas subjetividades heridas y coléricas (¿cómo llamarlas?) parecen haber dispuesto de una inteligencia colectiva, que se ha demostrado en la invención de formas de convocatoria anónimas (“Pásalo”) y que se ha hecho sentir, también, en el empleo del voto útil. Estas subjetividades han utilizado al PSOE como palanca para desalojar al PP del gobierno. No han dejado pasar la oportunidad, a pesar de que ésta tuviera que venir de la mano de la desgracia. Y lo que es más importante: esta inteligencia ha sabido mantener los términos que dan sentido a la votación y al cambio de gobierno. No se ha votado al PSOE por ilusión ni en respuesta individual a sus promesas. Se ha votado contra el PP por dignidad, por una dignidad que en este caso ha sido colectiva. Zapatero no ha vendido nada. Tiene como norte, si no quiere perderlo, el “No nos falles”. ¿A quién? ¿Quién ha sido este nosotros? La manera en que ha llegado a presidente lo convierte en rehén de la misma gente. De ahí que su principal acción de gobierno tenga que pasar por destruir las condiciones que han hecho posible su acceso al gobierno. Dicho directamente: el PSOE se pondrá como objetivo central destruir la politización que se ha dado en la lucha contra la guerra.
En torno a la guerra y luego del 11-M, usted ha visualizado el desarrollo de una nueva “forma” de Estado a la que ha llamado Estado-guerra. ¿A qué se refiere con este concepto?
–En septiembre del 2003 nuestra fundación Espai en Blanc organizó un encuentro internacional para discutir la hipótesis del Estado-guerra que algunos, después del 11-S, habíamos adelantado. Dicho en pocas palabras: Creíamos que se podía establecer una secuencia clara: 1) el Estado-plan, el Estado que funciona después de la II Guerra Mundial, encargado de integrar y dirigir la lucha de clases a favor del propio desarrollo económico; 2) el Estado-crisis, el Estado posterior a la crisis de 1973, el Estado que emplea la crisis abierta como arma del capital; 3) el Estado-guerra sería aquel que, situado en un marco posmoderno, construye su política como guerra, es decir, en base a la dualidad amigo/enemigo. El Estado-guerra se nos aparece entonces como un dispositivo capitalista de producción de orden. En un triple sentido: como dispositivo de interpretación de la realidad (en base al ataque preventivo), como dispositivo de sobredeterminación de las relaciones (neutralización de lo político) y, finalmente, como dispositivo de enmascaramiento de la realidad (el relato “Occidente frente al mal”). En definitiva, el Estado-guerra es una máquina de simplificación y de muerte que, paradójicamente, es extraordinariamente débil.

Barcelona 2004
¿Cuál sería la vinculación del Estado-guerra con otro de los temas que investiga: el fascismo posmoderno?
–Se trata de dos reflexiones paralelas, puesto que tienen orígenes distintos, aunque deberían converger. Si el concepto de Estado-guerra surge en relación al 11-S, la reflexión sobre el fascismo posmoderno es la generalización de lo que ocurre en lo que hemos llamado el “modelo Barcelona 2004”. Barcelona sería el ejemplo más acabado de movilización total de la vida, de producción de subjetividades sin vínculo social y, por ello, despolitizadas. El fascismo posmoderno constituye, pues, la verdad de la sociedad-red, la gestión de un teatro social en el que cada uno está llamado a participar en tanto que es portador de diferencia, de un proyecto personal, etcétera. El fascismo posmoderno no produce individuos normalizados sino justamente a la inversa, individuos con iniciativas e inquietudes, en otras palabras, capitalistas de sí mismos. Lo que aquí se conoce con el nombre de emprendedores.
¿Cómo pensar, entonces, su articulación?
–Decíamos que ambas reflexiones convergen. Así es: la “forma” Estado del fascismo posmoderno es el Estado-guerra. Esta adecuación explica, por ejemplo, que simultáneamente pueda darse una legitimación por la diferencia y unas leyes de extranjería, que el Estado-guerra se presente como el defensor de la paz... Sin embargo, la adecuación es complicada. El Estado-guerra crea su propio mundo. El mundo en el que habitamos. Un mundo sin espacio ni tiempo. Más exactamente: un mundo formado por un espacio de lugares (vulnerables) y un tiempo no histórico que es el de la decisión del poder. En cambio, el fascismo posmoderno remite a un tiempo y a un espacio estallados.
¿Está de acuerdo con la noción de guerra global permanente? ¿En qué consiste el paso que propone de la guerra al Estado-guerra?
–Hablar de guerra global es demasiado confuso. ¿De qué guerra se trata? ¿La guerra que nos hace el terrorismo, o las diferentes guerras que hoy existen en el mundo, o la precarización como ataque contra todos? Para los pacifistas, la guerra no tiene sentido, de ahí su defensa de la paz. Para los militaristas, sí lo tiene, en la medida en que es continuación de la política. Para los primeros, se trata de sacarle todo sentido. Para los segundos, en cambio, se trata de conferirle un sentido. Ambos están equivocados. La guerra está más allá del sentido porque es justamente lo que abre el ámbito del sentido. Como decía Heráclito, la guerra es padre de todas las cosas. De ahí la necesidad de introducir un desplazamiento: de la guerra al Estado-guerra. No se trata de algo sin importancia. Es muy distinto defender la paz o intentar contestar a la pregunta: ¿Cuál es tu guerra?
En Barcelona, en ciertos ámbitos y durante algunos momentos, se intentó responder a esta pregunta. En última instancia, se podría decir que el Estado-guerra es aquel que captura la guerra para sí poniéndola a funcionar a su favor. Subvertir el Estado-guerra es luchar para hacer de la guerra algo creativo y a favor de la vida. Todo acto de creación es un acto de guerra.

Barcelona 2004: el fascismo posmoderno
El siguiente texto es un fragmento del libro que publicará la editorial Bellaterra para distribuir gratuitamente en el Forum Universal de las Culturas, megaevento que Espai en Blanc ha teorizado como el laboratorio del fascismo posmoderno.

Por Espai en Blanc *

El fascismo posmoderno reside en el corazón de la sociedad-red. Mejor aún: es su verdad. Con eso queremos afirmar que la red no es sinónimo de libertad, como algunas veces se nos quiere hacer creer.
La red es un mecanismo selectivo, jerárquico y de control. Su verdad, la que día a día soportamos, se resume así: o te conectas o te mueres (socialmente). Esa coacción, esa obligación a movilizarse y a participar bajo amenaza de muerte, ese vivir sin otra salida que la permanente conexión, eso es el fascismo posmoderno: la participación que se confunde con la propia vida porque no deja otra salida.
Por esa razón decimos que el fascismo posmoderno es una movilización total de la vida. Como en el fascismo clásico, se trata de una verdadera gestión de la vida, una auténtica movilización a la que nadie escapa. Cada vida, todos, somos puestos a trabajar. Más exactamente: la movilización, que se confunde con vivir la propia vida, tiene como efecto producir esta realidad obvia que se nos cae encima. Esta realidad inapelable, dura y blanda a la vez, verdadero chicle al que estamos pegados. El fascismo posmoderno es la movilización total de la vida por lo obvio. Pero si quiero yo puedo sentarme en una terraza para tomar algo. O ir a una manifestación contra la guerra. O quedarme en casa.
En el fascismo posmoderno no hay un Jefe ni un pueblo. En lugar del Jefe hay un poder informe que obliga autoobligando, que controla mediante el autocontrol. Que convierte la cultura en recurso propio. No hay propaganda, hay comunicación. El pueblo ha sido sustituido, asimismo, por un conjunto de individuos diferentes unos de otros. Del hombre masa del fascismo clásico hemos pasado al individuo que somos cada uno de nosotros. Cada uno buscándose a sí mismo, cada uno intentando construir su autonomía personal... cada uno simplemente viviendo. La movilización de la vida es, antes que nada, automovilización: uno mismo se motiva a sí mismo. De ahí ya se puede deducir que el fascismo posmoderno consiste en la gestión del teatro de la vida. Ese teatro que está formado por vidas protagonistas (emprendedores), vidas hipotecadas (precarios) y vidas residuales (sombras). Gestión significa, evidentemente, (auto)movilización.
Pero falta aclarar un punto. El fascismo posmoderno no es un fascismo más blando. No hay que engañarse al respecto. El fascismo clásico movilizaba para hacer la guerra. Con el fascismo posmoderno se produce una inversión: porque se nos hace la guerra tenemos que movilizarnos. Todos y cada uno somos el enemigo contra el que se dirige esta guerra que es la precarización de la vida. Porque podemos interrumpir la sociedad-red, porque podemos paralizar la (auto)movilización en cualquier momento y en cualquier lugar somos sus enemigos.

* Han participado: Eduard Aibar, Josep Anton Ferrero, Wenceslao Galán, Marina Garcés, Santiago López Petit y Félix Vázquez.


 

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