libros

Domingo, 25 de abril de 2004

EL EXTRANJERO

El extranjero > Julian Barnes, ¿por qué nos has abandonado?

THE LEMON TABLE
Julian Barnes

Jonathan Cape
Londres, 2004
218 págs.

THE PEDANT IN THE KITCHEN
Julian Barnes

Guardian/Atlantic Books
Londres, 2003
96 págs.

 Por Rodrigo Fresán

Hay algo pendularmente perverso en la relación entre la literatura inglesa y la literatura norteamericana: la sensación de que cuando una es activa y vive en un constante celo reproductivo, la otra se ve obligada a una impotente pasividad distante y voyeurística. Así, si los ochenta y los noventa estuvieron marcados a fuego por aquella ya legendaria –pero también histórica– camada que copó la primera y célebre –pero también un tanto caduca– lista de la revista Granta; hoy la más verdadera ficción parece haber vuelto a las orillas y escritorios del Nuevo Mundo.
Alcanza para comprobarlo con catar la nueva y tercera y aguada lista de Granta y compararla con aquella primera y, por entonces, invulnerable cosecha y cepaje. Allí, en aquella lista, fue donde quedó grabada en mármol y bronce la Gran Tríada. Allí estuvieron Martin Amis (hoy estilista al vacío absoluto en su reciente y desacreditada Yellow Dog) y allí estuvo Julian Barnes, de quien se pensaba que sería el autor de la gran novela inglesa clásica, pero milenarista. Novela que –todo parece indicarlo– acabó publicando en el 2001 el alguna vez perverso juvenil Ian McEwan: la magistral Expiación.
Hoy por hoy, la situación ha cambiado mucho para el Imperio y, especialmente, para Barnes. En lo que al Reino Unido se refiere, está claro que por allí no pasa gran cosa y que toda esa literatura étnica representada por Zadie Smithy Monica Ali y alguna que otra alumna de la Escuela Kureishi –hoy también bastante desganado– se derrumbó por estar construida sobre cimientos frágiles. Y apenas un puñado de nombres hace pensar en el futuro con cierto optimismo: el diabólico Glenn Duncan, el orientalista David Mitchell, el formidable –pero demasiado gay para muchos– Allan Hollinghurst, que acaba de publicar The Line of Beauty y, por supuesto, el siempre vigente J.G. Ballard. Hoy está todavía más claro que la cosa pasa por Estados Unidos y aquí vienen Jeffrey Eugenides, Rick Moody, Bruce Wagner, Jonathan Lethem, Dave Eggers, A.M. Homes, Alice Sebold, Jim Lewis, Chuck Palahniuk y muchos más con las espaldas siempre bien cuidadas por titanes como Don DeLillo, Thomas Pynchon, Robert Stone, James Ellroy, Cormac McCarthy, Denis Johnson y la sombra cada vez más inmensa y luminosa de Philip Roth. Sus libros made in USA –alcanza con entrar a cualquier librería de Londres– ocupan más y mejor espacio que el de los locales.
Y a la hora de estos blues, tal vez el caso de Julian Barnes sea el más triste de todos; porque Barnes parecía el más interesante de su generación, capaz de conseguir una lírica y al mismo tiempo sórdida novela de iniciación y comedia de costumbres como Metroland (1980), sin por esto tener que sacrificar las ganas de jugársela con ese consagratorio y astuto artefacto metaficcional y posmoderno que fue El loro de Flaubert (1984). Y esto no quiere decir que los libros de Barnes sean malos; el problema es que –semejante expectativa es responsabilidad nada más que suya– no son, por lo menos, casi geniales. Lo que sí es innegable es que a partir de la sátira fácil sobre la identidad nacional de Inglaterra, Inglaterra (1988), Barnes se ha dejado estar. Después de eso, una eficiente pero un tantoinnecesaria continuación de Hablando del asunto (Amor, etc. en el 2000), la recopilación de sus ensayos franceses (Something to Declare en el 2002); y ahora un libro de relatos (que no goza de los trucos de Una historia del mundo en diez capítulos y medio ni de la elegancia a dos orillas de Al otro lado del Canal) y un librito de sketches gastronómicos. Poca cosa, deja con hambre. Pero es lo que hay y mejor que nada es y pasen a la mesa.
The Lemon Table reúne once relatos girando alrededor del tema de la decadencia, la muerte y el final –el limón es el símbolo del “se acabó lo que se daba”, se nos informa en The Silence, lo mejor del libro, una suerte de postal casi póstuma con el compositor clásico Sibelius como protagonista (nunca identificado, pero reconocible)– y de algún modo recuerda en sus intenciones crepusculares a aquel Lo que queda por vivir de John Updike sin siquiera rozar la maestría del creador de Conejo.
Porque –digámoslo–, salvo contadísimas excepciones, los ingleses de estos días no han “descubierto” nada nuevo a la hora de servir el cuento, género al que suelen presentar como inofensivo aperitivo antes de un banquete de novela. Lo que significa que aquí todo está bien atornillado, pero se le ven demasiado las costuras y apenas The Revival –un cuento con Turguenev como protagonista– trae un poco de pasión rusa a tanta flema inglesa donde asoma, una y otra vez, la cuestión gastronómica en relatos como Hygene y Appetite.
Lo que nos lleva a The Pedant in the Kitchen, una tontería que recopila los pensamientos cocinerísticos que Barnes publicó semana a semana en la Guardian Review y que pueden resultar simpáticos como bonus-track con el diario; pero que cocidos y presentados en formato libro producen el desagradable efecto de la nouvelle cuisine: mucho plato para tan poca comida.
En sus artículos, Barnes intenta –ésa parece haber sido la idea original, enseguida traicionada– haber buscado una suerte de manual de auto-ayuda y primeros auxilios para todo aquel que considera la cocina como campo minado o sala de torturas. La cosa –impecablemente escrita– no cumple su cometido porque enseguida Barnes se distrajo y distrae con manifiestos flambeados y diatribas a las brasas, pidiendo mayor precisión a los libros de cocina y mejor prosa a los top-chefs. Y queda claro que la brevedad del libro no hace otra cosa que delatar que Barnes se aburrió de batir la crema y decidió dedicarse a otra cosa, a mezclar otros ingredientes y así este librito cuaja como picada sólo para fans y completistas. Hay que decirlo: el chiste –el lenguaje ingenioso– tiene su gracia. Pero es un mismo chiste que Barnes nos cuenta una y otra vez, y –a la hora de recoger la mesa– The Pedant in the Kitchen acaba produciendo el mismo colorido, artificial y empalagoso efecto que ese inexplicable postre fantasma conocido con el nombre de gelatina. De ahí que –nada es casual– a la hora de comer en Londres uno siempre acabe en un restaurante indio preguntándose, muerto de hambre, cuánto falta para que salga del horno la próxima picante y espesa y nutritiva novela de Salman Rushdie.

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