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Domingo, 13 de junio de 2004

Crónicas de la vidente

Revelación de un mundo
Clarice Lispector

Trad. Amalia Sato
Adriana Hidalgo,
Buenos Aires, 2003
330 págs.

Por Florencia Abbate

Imaginemos a una escritora bella como una orquídea, cuyo afán de soledad le valió reputación de inaccesible y vive envuelta en un cierto aura mítico, perfume irresistible para un leal puñado de devotos lectores. Imaginemos ahora que alguien llama a su puerta una mañana, acude a abrir y ve a una joven despeinada, con un diario en una mano y un paquete rarísimo en la otra, que le dice con gran excitación: “Soy tímida pero tengo derecho a tener mis impulsos; lo que usted escribió hoy en el diario fue exactamente lo que siento, y entonces yo, que vivo enfrente de su casa y vi su incendio y sé por la luz encendida cuándo usted está con insomnio, yo, entonces le traje un pulpo”.
Revelación de un mundo reúne las crónicas que Clarice Lispector empezó a publicar en el Jornal do Brasil en 1967 (tras un descuido doméstico, dormirse fumando, que le valió quemaduras e injertos en la mano derecha), y que continuó haciéndolo de manera semanal hasta que, a principios de 1974, el diario decidió prescindir de sus servicios. Más allá de cuál haya sido la causa real de su despido, estos textos dan material para inventar argumentos verosímiles. “Crónicas”. Sí, está bien, pero, ¿de qué clase? Crónicas que probablemente sólo una mujer –y acaso “amparada” en el interés que el misterio de su vida despertaba– pudo haber osado realizar. Lispector fuerza el género a su antojo, hasta transformarlo en un medio de plena expresión de su subjetividad. Un tono menor para una empresa mayor: la más absoluta libertad de temas –como señala Amalia Sato en el prólogo– y “la omnipresencia de su yo conflictuado”. Para Lispector, la descripción de sus mucamas merece la misma atención que una carta dirigida a un ministro. Condena la matanza de los indios y comenta la opinión de un terapeuta sobre ella. Declara que las víctimas no deben perdonar a los verdugos sino ejercer su crueldad, al tiempo que celebra los pequeños placeres de la intimidad burguesa (la cama, la buena comida, el jardín). ¿Compromiso social? ¿Frivolidades? No hay contradicción alguna, por un lado porque la fuerza de su estilo borra toda distinción, y por otro porque el fundamento de lo heterogéneo se resume en el título de una de sus crónicas: “Me hago cargo del mundo”.
Y el mundo son los mares, un vestido, los shows televisivos, Chico Buarque, sus hijos, la belleza de Brasilia, los taxistas, su dolor y su cólera, la primavera, los sueños y un sinnúmero de otras cosas y, en el límite: Silencio. Por eso, aunque ella “tenga el impulso” de usar el espacio de una “crónica” para decir que se siente perdida en eso de ser una cronista y obtener dinero a cambio de escribir, o mencione que algún lector devoto le reprocha que esté depravando su pureza en un medio popular, invita a la vez a suponer que en sus ojos panteístas el carácter sublime del arte o del artista y lo popular, e incluso lo pueril, integran un todo al que abraza en su conjunto.
La emoción, el candor, el capricho, la perplejidad, la ira, tales son las encarnaciones que dan forma a ese generoso, exquisito modo de la religiosidad en la escritura de Lispector. Amor al mundo que imita al de Dios hacia sus criaturas. Imaginémosla ahora con Jandira, su cocinera: “Una de mis hermanas estaba visitándome. Jandira entró en la sala, la miró muy seria y de repente dijo: ‘El viaje que la señora desea hacer se cumplirá, y la señora está pasando por un período muy feliz en su vida’. Yse retiró. Mi hermana me miró, espantada. Un tanto intimidada, hice un gesto con las manos para significar que yo nada podía hacer, al mismo tiempo que le explicaba: ‘Es que ella es vidente’. Mi hermana me respondió tranquila: ‘Bueno. Cada uno tiene la empleada que se merece’”.

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