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Domingo, 29 de agosto de 2004

Nada de Delikatessen

POR GUILLERMO SACCOMANNO

Ahora que está tan de moda discutir la exposición estetizante de los desechos del propio cuerpo convertidos en jabón, quizá se vuelva imprescindible releer a Ingeborg Bachmann para ver cómo esta prodigiosa escritora de la Alemania post-nazi transformó el lenguaje en una ideología poética y descarnada de la existencia.
¿Quién es ella? ¿La chica de tapa de Der Spiegel, que la divulga como joven promesa del mundo literario del milagro alemán? ¿La que escribió una novela en la que la protagonista sueña que su padre la envía a una cámara de gas? ¿O la poeta que llamándose a silencio nombraba el deseo y el amor desde el cuerpo, y para quien la hostia consistía en un miembro erecto en su boca? Todas. Ella es todas. Y más también.

Primeras letras
Tiene doce años cuando ve entrar a los nazis en las calles de Klagenfurt, Carintia, en Austria. “Fue algo tan aterrador”, se acordaría. Esa experiencia la marcó de una vez y para siempre, enseñándole que el mundo es tan amenazante como desolado. “Yo quisiera ser joven porque nunca lo he sido”, escribirá más tarde. Como una estrategia para entender el mundo, Ingeborg se dedica a estudiar filosofía. Heidegger primero (de quien renegará) y Wittgenstein más tarde (de quien será lectora aguda). Dos anotaciones en el Diario filosófico de Wittgenstein parecen definir las obsesiones clave de la estudiante. La primera: el lenguaje es una parte de nuestro organismo y no menos complicado. La segunda: lo que ahora importa, al fin, es clarificar la conexión entre la lógica y el mundo.
La estudiante Bachmann abandona la filosofía y decide continuar su búsqueda escribiendo poemas. Tras la caída del hitlerismo, Bachmann trabaja como empleada de las tropas de ocupación. La atmósfera que se respira en las ciudades alemanas es corrupta y negadora. En estos días, una anécdota: entre otros personajes oscuros, conoce a un tal Henry Kissinger (el mismo que en 1976 les recomendaría a los militares argentinos celeridad en la eliminación de sus opositores). Tiene veintitrés cuando publica su primer libro de poesía: El tiempo postergado. Pero el reconocimiento le llega cuando, a los treinta, publica Invocación a la Osa Mayor (1956).
En Mínima moralia, Theodor Adorno afirmaba: “Escribir un poema después de Auschwitz es una barbaridad, y eso afecta también la conciencia de por qué se ha hecho hoy imposible escribir poemas”. Según Günter Grass en Escribir después de Ausch-
witz, si se consideraba que Auschwitz era a la vez cesura y quiebra irreparable en la historia de la civilización, el imperativo categórico de Adorno fue mal entendido como prohibición. Los jóvenes poetas de los años ‘50 en Alemania, entre los que se encontraban, además de Grass, Hans Magnus Enzensberger y la Bachmann, tenían conciencia, entre clara y confusa, de que pertenecían (no como autores, pero sí en el campo de los autores) a la generación de Auschwitz y que sus historias estaban afectadas por el genocidio. El mandamiento de Adorno, reflexiona Günter Grass, sólo podía refutarse escribiendo. Así tomó una decisión poética tajante: la renuncia al color puro. Es decir, la prescripción del gris y sus matices. Lo que implicaba decretar la expulsión de las creencias, instalarse en la duda y celebrar la miserable belleza de todos los matices reconocibles con un lenguaje dañado. Implicaba, ni más ni menos, borrar la bandera y esparcir cenizas sobre los geranios. El resultado, según Heinrich Böll, sería una literatura de hallazgo idiomático.

Literaturas comparadas
Si se quiere entender qué significa escribir después de Auschwitz, quizá resulte instructivo un pequeño ejercicio de literatura comparada. Alemania es en Bachmann un país de niebla y de este modo figura en su poesía. Sobre este país de niebla, Bachmann dice en Mediodía temprano: “Donde el cielo de Alemania ennegrece la tierra/ busca su ángel descabezado un sepulcro para el odio,/ y te alcanza las llaves de su corazón./ (...) en una casa mortuoria/ beben los verdugos de ayer/ de la copa de oro./ Los ojos se te caerían./ Donde la tierra de Alemania ennegrece el cielo,/ la nube busca las palabras y llena el cráter de silencio,/ antes de que el verano la perciba en una lluvia fina”.
Leamos ahora en sincronía un poema de Paul Celan y otro de Nelly Sachs. Búlgaro, de ascendencia judía, perseguido por el nazismo, Celan pudo salvarse huyendo a París, donde se ganó la vida traduciendo poetas franceses. Sus padres murieron en los campos de concentración: el padre, de tifus; y poco después la madre, de un tiro en la cabeza. En “Fuga sobre la muerte”, calificado como el poema más importante de la posguerra alemana, Celan le otorga a “fuga” el sentido musical: “Un hombre vive en casa con las serpientes escribe/ escribe al anochecer a Alemania tu cabello dorado Margarete/ (...) echa mano del hierro en el cinto y lo blande sus ojos son azules/ (...) azuza sus perros contra nosotros nos regala una fosa en el aire/ (...) te acierta con bala de plomo te acierta exactamente/ un hombre vive en casa tu cabello dorado Margarete/ juega con las serpientes y sueña la muerte es un maestro de Alemania/ tu cabello dorado Margarete”.
Berlinesa, Nelly Sachs tuvo (por su origen judío) que huir durante el ascenso de Hitler y exiliarse en Suecia. En su Coro de los salvados, Sachs escribe: “Nosotros, los salvados/ (...) Todavía los relojes se llenan con nuestra sangre./ Nosotros, los salvados/ todavía se alimentan de nosotros los gusanos del miedo”.
Quien sepa de un mundo mejor, que dé un paso al frente, dirá Bachmann. El suyo es un toreo ético y artístico difícil de superar. Si se piensa el hecho poético, se piensa cómo dar ese paso. En esos años, Sartre sostiene en ¿Qué es la literatura? que toda obra literaria es un llamamiento. La poesía de Bachmann, aún consciente de la inutilidad de un poema frente a un drama social, actúa en consecuencia. Su llamamiento es invocación: “Lo que es verdad no se suspende hasta la incursión/ en la que tal vez todo esté en juego”. Para la joven Bachmann se trata, ni más ni menos, que de saber qué escribirá, si sobre las mariposas o las consecuencias del nazismo, tal como ironizaba Sartre. Y cuando esa decisión esté tomada, todavía le faltará una: qué forma darle a la obra.

Políticas del estilo
Bachmann pertenece a una generación que rompe con ilustres antecedentes simbolistas, expresionistas y elegíacos (Stephan George, George Trakl y Rainer Maria Rilke). La poesía de la joven Bachmann nombra destinos signados, desfiles de máscaras, cuchillos intimidantes y la cercanía del valle de la muerte. En Invocación, Bachmann despliega un orbe de símbolos, configurándolo con elementos míticos. Pero la realidad siempre está ahí. Mientras los ancianos venerables cargan sus pipas o duermen la siesta, sus hijos engendran más hijos reproduciendo la farsa. Describe Bachmann: “También nuestras madres/ soñaron con el futuro de sus maridos,/ los vieron poderosos,/ revolucionarios y solitarios,/ pero después del retiro los han visto encorvados en el huerto/ sobre las llameantes malas hierbas,/ mano a mano con el fruto charlatán/ de su amor: Triste padre mío/ ¿por qué callaste entonces/ y no has seguido pensando?”.
Si se tiene en cuenta que el neonazi Jörg Haider nació también en Carintia, la poesía de Bachmann adquiere un tenor profético.
Invocación representa para Bachmann la consagración y, a la vez, el malentendido de la fama. Verse en la tapa de Der Spiegel la ubica en un pedestal de popularidad extrema que detesta. Bachmann, siempre polémica, participa en todas las polémicas y luchas de su tiempo: contra la Guerra Fría, contra la bomba atómica, contra Vietnam. Aunque suele ser escéptica con respecto al poder de los intelectuales, admite que éste es su terreno de combate. En “Sociología” dice: “Qué fría me dejan estos conflictos sociales (...)/ los periódicos/ que están en el suelo, cada noticia/ una mancha sucia una granada, una púdica/ obscenidad, quiere ser quemada”. Y en “Ingreso al Partido” reflexiona a propósito de la revolución: “Que venga, pues que venga./ Yo dudo. Pero que venga/ la revolución, también de mi corazón”.
Como lectora de Wittgenstein, Bachmann desconfía del lenguaje y sus usos, persigue la palabra certera allí donde se confunden lo decible y lo indecible. Su poesía social denuncia, pero recela fuerte del facilismo de las bajadas de línea. Su poesía metafísica es clara y precisa, pero no desciende a la pedagogía. Su poesía de amor es intimista, pero aborrece del más mínimo sentimentalismo.
Mientras el milagro alemán hipnotiza a sus compatriotas, no hay género en el que Bachmann no intervenga: la columna de opinión política, el radioteatro, la ópera, la narrativa. Su novela Malina describe las fantasías de una chica que sueña que su padre la enviará castigada a una cámara de gas. “El milagro alemán” es el título de uno de sus poemas: “Buenos días, cuando/ los camiones con la fruta traquetean/ por la ciudad, cuando el tranvía/ pasa por tu cama/ y los aviones enfilan para aterrizar/ más bajo que nunca./ (...) Buenos días, cuando/ los americanos inician/ sus maniobras en el Berlín dividido/ cuando se oyen los tiros como/ si comenzase/ tienes que, pero no tienes que/ puedes también dormir./ Duermes, duermes, es una/ historia, historia no,/ interpretable. Entonces duermes mejor/ (...) Buenos días, cuando empiezan/ los procesos y las/ caras suaves/ de los asesinos y/ de los jueces que/ dictan sentencia,/ se evitan/ cuando el ala/ de un avión roza/ tu pelo,/ cuando encuentras tu corredor, hacia/ la soledad/ hacia el olvido”.
El poema final de Invocación prenunciaba ya un silencio drástico: “Al tendero le pesa mucho el paño;/ pronto caerá. Pero a mí no me va a cubrir./ Aún soy culpable. Levántame./ No soy culpable. Levántame/ (...) No soy yo. Lo soy./ El amor tiene un triunfo y la muerte tiene otro tiempo/ y el tiempo de después./ Nosotros no tenemos ninguno”. Después, diez años sin publicar: “He dejado de escribir poesía cuando sospeché que ahora ‘sabía’ escribirlos, aunque faltase la necesidad de escribirlos”. En todo caso, aquello que escribe y no publica es una poesía amarga que explica su silencio. En la temática hay una recurrencia extrema que vincula el silencio de la escritura con la desesperación del cuerpo.
La boca degenerada, como la llama, se calma con una hostia, pero la hostia es un miembro erecto. Bachmann escribe: “Despojada/ rendirse ante el espanto/ no resistirle/ la carne, clara como una estrella,/ en la boca el/ sabor insípido, una erección, debe/ de quedar en este/ mundo un miembro/ erecto que se sienta a gusto en/ esta boca, el deseo (...) Hostia, metido en la boca/ el miembro, y un/ arte que no/ rompe a los otros, las estrellas/ y las estrellas de los otros”.
Si se contempla el ritual católico de la purificación espiritual, primero uno se confiesa y luego comulga. Pero Bachmann no cree en Dios y el amor debe buscarlo en otra parte. Entonces la comunión deviene fellatio. Su lengua es ahora oscura, se traba, la traiciona y ella, empecinada, corrige persiguien-
do la pureza en la escritura. Pero la escritura, al igual que la mano que escribe, no es inocente. Menos puede serlo cuando ha sido educada en tres lenguas: el alemán austríaco, el esloveno y el italiano, del que su padre era profesor. Además, ella domina el francés, el inglés y el español. No hay inocencia en lengua alguna. Después sobrevienen el grito y la borrachera.

Continuará...
Bachmann es amante de Paul Celan y de Max Frisch. Sus apasionamientos desembocan siempre en la frustración, el alcohol, sin contar los tres paquetes diarios de Gitanes. Al igual que otros intelectuales europeos, elige Roma como patria adoptiva. Sin duda, su biografía contempla escenas turbulentas y acontecimientos intensos, tanto públicos como privados, que la vuelven atractiva como una maldita (cliché kitsch de los romanticismos de clase media, esos que suelen ser patéticos en su arrobamiento). A no engañarse: frente a Bachmann cualquier poeta joven que la vaya de atribulada quedará como una chica Almodóvar. Bachmann es otra cosa. Imposible leerla de corrido.
Bachmann se refiere a esos casi diez años sin publicar: “No me he callado/ porque callar estuviera bien fuera hermoso,/ no me quedaba nada por decir”. Bachmann piensa: “El lenguaje encierra el ayer, el hoy y el mañana. Cuando el lenguaje de un escritor no se sostiene, tampoco se sostiene lo que dice”. Un poema de este período ahonda en su determinación: “No me quedan palabras ya,/ sólo sapos que salen/ saltando y asustan/ (...) la gran merde/ alors, esto esparce/ una locura en la que,/ por mí, todo,/ por mí todo/ se eche a perder”.
Bachmann da vueltas de una pared a la otra: “Se me han extraviado los poemas./ Los busco en todos los rincones de la habitación./ Por el dolor, no sé cómo anotar/ un dolor, yo no sé nada de nada”. Después de los poemas, pierde el día, después la noche y finalmente el sueño: “Seguí perdiendo hasta que fue menos que nada y yo ya no fui/ y no fui nada de nada. Se llama a sí misma la rata, la Yo. Es implacable consigo misma. Nunca se concede la indulgencia: me he arrepentido,/ pero de lo que más,/ de mi olor”.
A Bachmann no le es ajena la lectura de Simone Weil. En su ensayo Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, Weil toma en cuenta para su capítulo “Los males de época” dos ideas complementarias. Una es de Spinoza: En lo que concierne a las cosas humanas, ni reír, ni llorar, ni indignarse, sino comprender. La otra idea es de Marco Aurelio: El ser dotado de razón puede hacer de cualquier obstáculo materia de su trabajo y sacar partido. En este punto, Bachmann es inflexible, se objetiviza: “Extraeré mi corazón de mí, lo mando/ tan lejos como pueda, puedo, puedo”. En la toma de distancia, además de la revelación, destella la reivindicación del sujeto en un tiempo, como diría Weil, donde todo está envenenado por las condiciones en que vivimos. Y Bachmann, con lucidez, repara que ha alcanzado ese punto de no retorno que Kafka proponía para la vida y la escritura. Bachmann escribe: “Llega el día en que uno ve todo negro/ se toma el desayuno con los muertos”.

Bachmann y sus precursores
Kafka, hemos dicho. Pues bien, no es casual que el filósofo italiano Giorgio Agamben dedique a la Bachmann uno de sus bellos y breves ensayos incluidos en Idea de la prosa. El ensayo se titula “Idea del lenguaje” y se centra en el relato de Kafka “En la colonia penitenciaria”, interpretando el aparato de tortura que escribe con sangre en el cuerpo del condenado. El aparato es para Agamben el lenguaje. Y el lenguaje es la culpa. El sentido último del lenguaje –parece decir la leyenda– es la orden “sé justo”. Y, a pesar de ello, es precisamente el sentido de esta orden lo que la máquina del lenguaje no es capaz de ninguna manera de hacernos comprender. O, mejor dicho, puede hacerlo desempeñar su tarea penal, saltando en pedazos y convirtiéndose de castigadora en asesina. De esta manera, la justicia triunfa sobre la justicia, el lenguaje sobre el lenguaje.
Los poemas inéditos de Bachmann son estremecedores. Hablan de ambulancias, supositorios, vendajes, morfina y nembutal. Uno se lo dedica a su enfermera. Bachmann persiste en sus variaciones de un mismo tema. El mejor ejemplo puede ser: “No sé de ningún mundo mejor. La moral imbécil de las víctimas deja poco que esperar. Ya ha decidido por escrito: Os he liberado, mis burgueses, ojalá nunca hubiese/ enlazado a cientos de vosotros en mí”. El último poema publicado por Bachmann fue “Nada de Delikatessen”. Bachmann escribió allí: “Ya nada me gusta./ ¿Debo/ ataviar una metáfora/ con una flor de almendro?/ ¿Crucificar la sintaxis/ sobre un efecto de luz?/ (...) He aprendido a ser sensata/ con las palabras/ que hay/ (para la clase más baja)/ (...) No descuido la escritura/ sino a mí misma./ Yo no soy mi asistente./ (...) Mi parte, que se pierda”. El 17 de octubre de 1973, en Roma, Ingeborg Bachmann se durmió con un cigarrillo prendido. Fue la causa de un incendio. Y de su muerte por quemaduras, a los cuarenta y siete años.
En una época, ésta, donde los restaurantes son galerías de arte; los libros, estándares de mercado o intervenciones para alborotar; y la poesía, un capricho de tartamudos políticamente correctos más o menos acomodados, Bachmann es tóxica.

Ingeborg Bachmann traducida

POR G.S.

Ingeborg Bachmann fue también traductora. Tolstoi, Gogol y Ajmatova fueron sus pasiones. No menos que Giuseppe Ungaretti y Gaspara Stampa (de quien adoptaría esta consigna: Vivere ardendo e non sentire il male. Atenta a la problemática de la traducción, en un poema de Invocación declara: “Pero nosotros queremos hablar atravesando las fronteras,/ aunque las fronteras atraviesen cada palabra”. Quizás así se explica cómo, con el paso de los años, Bachmann fue afilando su voz hasta conseguir una austeridad filosa que, en ciertas zonas, se conecta con Ungaretti. Sin embargo, en sus traducciones al español, atravesar las fronteras idiomáticas no ha sido una cuestión sencilla. A pesar de sus juegos de palabras intraducibles, de la oscuridad de algunas de sus imágenes cifradas en los rincones de la autobiografía, las traducciones que se encuentran aceptan con honestidad estar preocupadas más por el sentido que por el reflejo de la lengua alemana, y apelan a la literalidad del contenido. Una traducción pionera en nuestro país fue la realizada por Rodolfo Modern en su rigurosa antología Poesía alemana del Siglo XX (Ediciones Librerías Fausto, 1974). Invocación a la Osa Mayor y Ultimos poemas (respectivamente publicados en el 2001 y en 1999), con traducción de Cecilia Dreymüller y Concha García, fueron publicados por Hiperión de España al igual que No sé de ningún mundo mejor en traducción de Jan Pohl (2003). Este último libro constituye una pieza tan completa como imprescindible en la obra de Bachmann y su valor consiste en que, si bien la poeta no había pensado en publicar estos textos, los mismos, encontrados por sus hermanos Isolde Moser y Heinz Bachmann, son, además de un legado precioso, una experiencia de lectura fascinante que permite acceder a la intimidad de su escritura. En una nota sobre su traducción, Pohl informa que mientras en lengua alemana los poemas encontrados escritos a mano se reprodujeron en Alemania en edición facsímil, en español no hay un criterio único para desasirse de la lengua de llegada y traducirlos. La puntuación es uno de los problemas que se le han presentado. Y sin justificarse, observa que, en muchos casos, la prisa con que estos poemas fueron escritos sugiere que Bachmann no tenía tiempo de anotar todo lo que le pasaba por la cabeza. Entre 1957 y 1967, Bachmann publicó dieciocho poemas únicamente. “Nada de Delikatessen”, el último, expresa explícitamente su renuncia la poesía.
Sus ensayos, fruto de sus clases universitarias, fueron agrupados como Problemas de la literatura contemporánea. La obra narrativa de Bachmann comprende un ciclo de novelas llamado Modo de muertes compuesto por Malina, El caso Franza, Fanny Goldman y cantidad de cuentos y fragmentos en prosa. Un relato corto, “La ondina se despide”, integra la antología Narradores alemanes contemporáneos, selección y ordenamiento de Wolfgang Langenbucher prologada por Heinrich Böll y traducida por Norberto Silvetti Paz (Editorial Sudamericana, 1970).

 

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Ingeborg Bachmann y, a su izquierda, el gran poeta Paul Celan.
 
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