libros

Domingo, 19 de septiembre de 2004

ENTREVISTA

Bellatín Planet

A este extravagante y amoral mundo, plagado de seres marginales y ambientes bizarros, se ingresa de una sola forma: leyendo a quien para muchos es uno de los proyectos literarios más particulares del último tiempo en Latinoamérica. De paso por Santiago de Chile, Mario Bellatín conversó para Radarlibros sobre su propuesta y la escuela de escritores que dirige en México donde lo único que está prohibido es escribir.

POR GABRIEL AGOSIN O

Inasible. O mejor: inclasificable, como gustaría decir el también inclasificable Vila-Matas. Es Mario Bellatín, el autor peruano-mexicano de Perros héroes, Salón de belleza (finalista del Premio Médicis) y Flores (premio Xavier Villaurrutia 2001), que acaba de publicar Anagrama. La irrupción de su obra ha concitado la mirada de quienes buscan nuevas formas de escritura y que jamás creyeron que la literatura estaba agotada. Porque, como han dicho Juan Villoro y Sergio Pitol, con Bellatín “la novela vuelve a ser un género mayor”. Su estilo parco y austero, la carencia de recursos y la narración aséptica le permite acercarse y rescatar el mundo under de los travestis, las perversiones sexuales, el fanatismo religioso o las debilidades físicas que a otros llevaría a explotar el morbo, la postura moralizante o al realismo sucio, como es la apuesta del también mexicano Guillermo Fadanelli. ¿Pero es eso lo que está buscando? Como en sus libros muchas veces es más importante lo que no se dice, los silencios de la narración, nosotros nos callamos y lo dejamos a él explicarse mejor:
–Lo que me interesa –confiesa– es que los textos puedan sostenerse a sí mismos, llegar a un punto en que no se necesite el autor, el referente de lo que se está hablando, lo coyuntural, que es lo que ha marcado buena parte de nuestra literatura. Ha habido un abuso de meter lo social, el contexto inmediato en la literatura. Eso fue un obstáculo cuando empecé a escribir. Ahora no es una exigencia, pero hace 20 años estábamos plagados de muros infranqueables.
¿Siente que se ha ido modificando el ADN de los escritores latinoamericanos?
–Claro, ya no se hace el Servicio Literario Obligatorio. Con horror veo mis primeros textos y me digo quién era éste. Lo que es más grave es que no podía decir lo que quería, porque inevitablemente caía en una retórica preestablecida que me llevaba a decir lo que la retórica connotaba. Por los ‘80 no podías nombrar ciertas cosas, ya que todo estaba cargado de interpretaciones. Por ese entonces, y para desvirtuar cualquier obra que se escapara al canon, se le tildaba de experimental, pues la norma era que si hacías algo distinto, era el horror. Está bien la literatura social, no tengo ningún prejuicio frente a nada; sí a la rigidez, a la actitud de creer que no puede interesarme algo que sea diferente de lo que yo hago cuando es precisamente al revés, me interesan porque hacen algo diferente.
La lectura de sus textos invita a un estado lúdico por los constantes cruces dentro de ellos y con otros libros.
–Es cierto. No tengo un afán de transmitir mensajes y manifestar lo terrible de unos científicos que inventaron un fármaco, o lo dramático que supuestamente es que a alguien le falta una pierna, que es a lo que estamos acostumbrados. Abordar estos temas me sirve para instalarlos y sean leídos de otra manera. Busco nombrar las cosas, pero sin la carga moral a la que naturalmente se tiende.
Son como retratos.
–Sí, pero quiero que este juego genere una distancia con el lector, una mediación con lo que está leyendo y hacerlo cómplice de lo que se está narrando, no que de antemano tenga un juicio que determine la lectura.
¿Se puede leer esa actitud como una ironía ante cierta literatura social y sobredeterminada que se ha dado en abundancia en Latinoamérica?
–Por cierto que es irónico, porque no tengo ninguna intención de hacer ese tipo de literatura ni de decir nada. Me explico: lo que pretendo es que los lectores recorran los arcos narrativos que se le presentan. Ése es mi triunfo. No me interesa el juicio de si es bueno o malo el libro sino si lo acabaste o no. La idea es pasar por una realidad paralela, por un trance, que es lo que busco cuando voy al cine o una exposición, mientras que en muchos libros no existe la necesidad de pasar por la lectura, porque ya sabes lo que te van a decir. Su apuesta ha sido construir un sistema, un universo narrativo con reglas propias.
–El “Bellatín Planet” –ríe–. No es que quiera crear una realidad abstracta basada en sí misma. Lo que me interesa, más que hacer una novela o un libro, es escribir. Y no importa qué ni hacia dónde vaya. Toda mi escritura ha sido un proceso de domesticación del lenguaje para darle un sentido a esa escritura, la que después va adquiriendo la forma de una novela u otros textos.
¿De qué elementos se nutrió para dar con su estilo?
–En parte por el cine y particularmente por el montaje: ver realidades comprimidas y cómo se puede encapsular el tiempo con reglas tan definidas. A partir de lo que escribo, que a veces son muchísimas páginas, empiezo a cortar, quitar todo lo que no tiene nada que ver o que más bien fue pie para que apareciera lo que realmente me pudiera interesar. Ahí viene una labor de montaje para crear efectos, pero a partir de una autenticidad que es esa aparición de la escritura.
No vamos a decir que es un autor masivo, pero en el último tiempo sus libros sí han comenzado a tener más figuración. ¿Le sorprende que así sea?
–Sí, y me da satisfacción, pero lo que es más importante para mí es ver cómo las ideas que he tratado de implementar y cómo todos los defectos tan espantosos para mis lectores en los ‘80 ahora son vistos como virtudes. Darme cuenta de que con los años mi escritura adquiere sentido en otros me lleva a sostener un compromiso con la escritura y no con publicar libros ni hacer una carrera literaria. Mi escritura ha ido encontrando eco y han ido apareciendo escritores con los cuales hay un diálogo que antes extrañaba, interlocutores literarios que antes tenía en otras artes. Ahora me da satisfacción y hasta risa, pero cuando más lo necesitaba, cuando no tenía certezas, estaba desolado.
¿Sentía el riesgo que implicaba la apuesta que estaba haciendo en un comienzo?
–Absolutamente. Pero si hubiera empezado con la idea fija de ser un escritor profesional con la idea de ganar premios y publicar en una editorial determinada, habría estado mucho más expuesto y me podrían haber destruido. Sin embargo, en la medida en que iba dando con la forma que me acomodara, me iba cerrando cada vez más hasta hacer un cuerpo, un sistema, que no tiene que ver con el mundo exterior. Eso es lo que me salvó de sentirme desamparado.

Escuela Dinámica de Escritores
Desde hace un par de años, y luego de dar clases en la Universidad del Claustro de Sor Juana, Bellatín dirige la Escuela Dinámica de Escritores –por donde han pasado como maestros Jorge Volpi, Alvaro Mutis, José Manuel Prieto y Carlos Monsiváis, entre otros–, que funciona en las dependencias del refugio para intelectuales perseguidos del Parlamento de Escritores que preside Salman Rushdie. En primera instancia parece bastante raro y hasta contradictorio que alguien con su propuesta y talante sea el cabecilla de una institución formadora de escritores. Sin embargo, su Escuela no tiene nada que ver con los típicos talleres literarios o los centros de formación norteamericanos.
¿Cómo es la dinámica de la Escuela?
–En dos años vas a ver a 80 maestros, 80 creadores, los más importantes escritores mexicanos, artistas de otras áreas y un invitado de afuera todos los semestres. La Escuela tiene una dinámica muy libre dentro de un sistema a su vez muy riguroso, pues nosotros ponemos las reglas para conseguir ciertas cosas y los maestros ponen el contenido. Lo que buscamos es cómo se puede dar una plática literaria con Alvaro Mutis sobre su autor preferido, o Sergio Pitol hablando sobre un cuento que tradujo de Chejov.Con las otras artes enfatizamos la práctica para conocer cómo narra la fotografía, la danza o la escultura, descubriendo sus códigos.
Es una suerte de anti-taller.
–Y tan así es que desde un principio sabía que no quería enseñar técnicas narrativas ni hacer los ejercicios típicos de los talleres. El concepto es el de una escuela vacía donde los estudiantes durante dos años tengan la mayor cantidad posible de experiencias. No se puede enseñar a escribir, no se puede enseñar a ser escritor, por eso hay una escuela de escritores. Y sólo hay una prohibición: escribir.
¿Cómo han sido los resultados?
–Nosotros partimos de la idea de entrar a los mundos de los maestros que contratamos y saber qué está pasando desde dentro, tanto en la literatura como en las otras artes, y experimentar con ellos. Lo que pasa ahí no es importante para nada sino que esa experiencia te sirva para construir un espacio paralelo en el cual no me atrevo, no quiero, meterme. Que cada quien vaya construyendo, por último, por rechazo, porque te pueden parecer muchos de los maestros unos imbéciles. No importan los temas, no importa el conocimiento, no hay avance real, sino sencillamente es entrar en una dinámica creativa.
Ya ha salido una primera generación y algunos de ellos han publicado. ¿Nota alguna tendencia?
–El resultado es heterogéneo. Lo que no lo es, es la actitud frente al texto, porque una de las cosas fundamentales es entroncar a los posibles escritores con las instancias literarias, que están llenas de mitos. La formación que entrega la Escuela pretende, por ejemplo, que quienes egresen escriban una novela aburridísima, pero con la conciencia de que es eso lo que quieres generar, no que te salió aburrido. Con eso, y que puedan leerse a sí mismos viendo su trabajo como una propuesta, ya me conformo. ¿Qué más podría querer en una escuela donde no se enseña a escribir?

Compartir: 

Twitter

 
RADAR LIBROS
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.