Domingo, 13 de marzo de 2005 | Hoy
Con 300 mil ejemplares vendidos en Francia, Buenos días, pereza se presenta como una herramienta eficaz y divertida para sobrevivir en el mundo del trabajo. La psicoanalista y economista Corinne Maier (de quien Radar Libros ya presentó La ley del deseo, su ensayo sobre Casanova) echa una mirada contracultural sobre las grandes empresas y sus jergas sin llamar a tomar el poder. Por ahora, sólo se trata de tomar un descanso.
Por Guillermo Piro
¿Que el trabajo ennoblece al hombre? Corinne Maier (40 años, economista y psicoanalista, dos hijos), que actualmente compite con Buenos días, pereza en los primeros puestos junto a El Código Da Vinci en Francia (300 mil ejemplares) y que en Italia vendió 30 mil ejemplares en sólo una semana, autora, entre otros libros, de Casanova o la ley del deseo, considera que eso no es absolutamente cierto. Mejor dicho: la expresión encierra la más grande patraña perpetrada en la conciencia de la especie desde tiempos inmemoriales. Guy Debord ya lo había advertido: “Nunca trabajes”. Hannah Arendt dijo a su modo lo mismo: “El capitalismo engendra bienes superfluos y lo primero que se puede considerar superfluo somos nosotros mismos”. Teníamos que habernos dado cuenta solos. Teníamos que habernos dado cuenta de que las grandes empresas, pasadas, presentes y futuras, no son otra cosa que ‘máquinas de hacer dinero’ y que los que trabajan en ellas, pobres empleados, ejecutivos medios, pequeños directivos y managers embrutecidos, no son más que esclavos en sus garras, dedicados a una obediencia ciega que confirma el cinismo total del sistema”.
La solución es simple: desobedecer, liberarse de esa moral masoquista. En otras palabras: contribuir al derrumbe inevitable del nuevo capitalismo mundial. Este es el grito de guerra que Corinne Maier lanza con este panfleto, en parte hablando en serio y en parte bromeando con amargura simulada. Contra la mala fe de quien profetiza nuevas revoluciones culturales capaces de transformar el mundo mientras al mismo tiempo rechaza verse comprometido en cualquier tipo de transformación, por primera vez se impone una nueva lógica, la de la pereza perseguida a cualquier costo. ¿Qué hacer, entonces? Aceptar la invitación y decir, junto con la autora: “¡Empleados del mundo, uníos!”. O mejor: “¡Empleados del mundo, descansen!”.
Elogio, entonces, teoría y práctica de la pereza en las fábricas del tercer milenio. Para llevar una vida más serena hay que tratar de cambiar las cosas, pero al mismo tiempo conservar el puesto, porque a fin de cuentas (aunque expresiones de ese tipo son tabú dentro de la empresa) uno trabaja por la guita. La empresa nunca habla de dinero, prefiere usar términos mucho más refinados, como cifra de negocio, resultado, salario, beneficio. Un día Corinne Maier, que trabaja en la empresa de electricidad EDF, Electricité de France, en plena reunión sobre la motivación personal osó decir que iba a la oficina para “parar la olla”. Durante quince segundos reinó un silencio sepulcral y una batería de diástoles y sístoles se hizo audible. Corinne Maier (ella mismo lo dice) pretende “desmoralizar”, en el sentido de hacer que el lector pierda la moral. Buenos días, pereza (el título parodia la francesísima novela Buenos días, tristeza de François Sagan, éxito arrollador en los ‘50) tiene algo de cínico. Mejor dicho: es deliberadamente cínico, pero no hay que olvidar que la empresa no es un humanismo: no desea el bien de nadie y no respeta los valores que predica (los escándalos financieros que inundan las noticias y los despidos masivos lo demuestran). El mundo empresarial no es algo que mueva a risa, salvo cuando alguien como Corinne Maier opta por reírse de él.
Los académicos y los sociólogos que han escrito sobre la empresa no saben nada: nunca trabajaron en una. Y los que saben se cuidan bien de lo que dicen. Los consultores, por ejemplo, que abandonaron la empresa en la que trabajaban para montarse la propia, cierran el pico: no quieren cortar la rama sobre la que están sentados. Los gurúes de la gestión empresarial escriben libros sobre gestión empresarial con consejos en los que ni ellos mismos creen. Toda esa “literatura indigesta”, como la llama Corinne, es a la empresa lo que los manuales de derecho constitucional son a la vidapolítica: papel higiénico del malo. Lo que ella hace es atreverse a hablar. La cosa tiene su mérito. No es poco acabar de una vez por todas con las pasiones nobles que tienen como telón de fondo los pasillos enmoquetados, la generosidad o la entrega abnegada al bien público que ya son el caldo donde los más grandes gourmets del management cultivan y fomentan un sueño inexistente: la empresa narcotiza, pero no hace soñar.
Corinne misma, cuando empezó a trabajar en la EDF, pensaba que el mundo empresarial iba viento en popa y aunaba en un mismo movimiento los valores de la ascensión social y el espíritu libertario de Mayo del ‘68. No tardó en desilusionarse. Después de tantos años metida en ese tugurio, comprendió que le habían mentido. El universo empresarial no sólo es aburrido: también es cruel. Del mismo modo que con la aparición del e-mail las empresas de correo demostraron lo que verdaderamente eran, es decir, compañías de transporte, cuando estalló la burbuja de Internet y los diarios se dieron la panzada con las noticias que hablaban de escándalos financieros, cuando cayeron las cotizaciones de Vivendi, France Telecom y Alcatel, arruinando el patrimonio de miles de accionistas que hasta entonces habían confiado con candidez bovina en el discurso de sus superiores, cuando en 2003 se multiplicaron los planes de despido en STMicroelectronics, Matram y Schenider Electric, su verdadero rostro se hizo visible. Hay que rendirse ante la evidencia: la empresa tal como la conocemos, tal como nos quieren hacer creer que existe, está acabada. Ya no hay lugar para el éxito.
Es un hecho que el mundo empresarial ya no ofrece posibilidades de proyectarse hacia el futuro. Ante semejante ausencia de perspectivas individuales y sociales, a la pequeña burguesía –el semillero del que se nutre el personal directivo de las empresas– tendrá que ocurrírsele algo. Y rápido. Probablemente tendrán que encaminarse hacia otras profesiones menos integradas en el juego capitalista, hacerle un corte de mangas al mundo empresarial y dedicarse al arte, la ciencia o la enseñanza. Algo parecido a lo que hizo Corinne, que abandonó “parcialmente” ese mundo: hoy es una trabajadora part time que trabaja 20 horas por semana, gana 2 mil euros por mes y reserva la mayor parte de su tiempo a otras actividades más emocionantes (pero más remunerativas, como escribir Buenos días, pereza).
Probablemente no comprometerse sería suficiente para derribar todo el sistema; los comunistas estuvieron en el poder setenta años y un buen día miren lo que pasó. Pero Corinne advierte: “No se hagan ilusiones: es mejor no esperar nada de una revolución porque la humanidad ha repetido siempre los mismos errores, la burocracia, la mediocridad extrema de los jefes y, en los períodos algo agitados, cuando la gente se pone realmente nerviosa, el patíbulo”.
Para hacer las cosas como es debido es importante entonces conocer los principios del mundo empresarial tal como verdaderamente es y no como pretende ser. Hay que saber “invertir los signos”, nos dice Corinne. En la empresa, cuando alguien dice algo o cuando se lee un documento hay que aplicar ciertas claves para descifrar su sentido oculto. Después de todo la empresa es un texto: habla, comunica y escribe. Lo hace mal, pero eso qué importa. Cuando en la gran empresa más se alude a una cosa, más se carece de ella. Por ejemplo, la empresa “revaloriza” las profesiones especializadas cuando éstas desaparecen, habla de “autonomía” pero exige cumplimentar formularios por triplicado por cualquier estupidez y se escuda detrás de la “ética” cuando en realidad no cree en nada.
El discurso de la empresa se desarrolla de un modo circular, es como una serpiente que se muerde la cola. Basta tomar una idea y tirar de ella hasta llegar al final: siempre se regresa al punto de partida.Hay que saber distinguir entre estupidez y mentira. En la empresa muchas veces las cosas no son de un modo u otro, sino que muy habitualmente son las dos cosas a la vez. El discurso empresarial combina imbecilidad e hipocresía. Hay que saber aplicar el principio de realidad. Hay que aprender a ver las cosas en perspectiva. Hay que situar las cosas y los acontecimientos dentro de su contexto. La empresa no se puede separar del mundo en que prospera, no es más que el síntoma de un mundo que se hundió en su propia mierda y en su propio camelo, “y que aplaza sin cesar el golpe de gracia recurriendo a sobornos inmensos y a una retórica hueca acompañada de una gesticulación sin sentido”. Esta Corinne es tremenda.
De lo que se trata es de encontrar razones para desmotivarse. Buenos días, pereza en realidad trata de eso. Por ejemplo: la jerga empresarial. Cuando Corinne empezó a trabajar en EDF no entendía nada de lo que le decían sus colegas. Tardó tiempo en darse cuenta de que eso era normal. Todos amamos el argot, pero lo que ocurre es que la retórica empresarial es especialmente insoportable. Es el nivel cero del lenguaje, aquel en que las palabras no significan nada. Para la empresa el lenguaje no es más que una herramienta, un código reducible a información sintética que puede ser interpretado conociendo la clave. Se trata de un sueño por la palabra transparente y fácil de dominar que en este caso se traduce en una lengua de nadie. Las palabras no significan: escamotean. Esa es la característica necesaria para seducir a un público que se siente mejor informado cuando más confusas tiene las ideas. Cuanto más abstractas y técnicas sean las palabras, más convincentes le parecerán. La jerigonza empresarial constituye una paráfrasis inmutable de la realidad: “Se ha creado un dispositivo de seguimiento”; “se determinó el balance de situación”; “se elaboró un programa de información”. En frases como ésas nadie parece estar implicado, como si en el seno de la empresa no sucediera nada, lo cual produce el efecto de sentirse a salvo: “No puede pasar nada; es la paz, no la de los valientes sino la del ejecutivo medio: ninguna sorpresa, ninguna aventura... ¡aparte, claro está, de la eventualidad del despido! La historia es para los demás, para los pelagatos que habitan en los márgenes del mundo civilizado y se matan entre ellos cuando no tienen nada mejor que hacer”.
Sólo el régimen comunista, tan locuaz, fue más prolífico en retórica hueca que el mundo empresarial (convengamos que, de una manera un tanto soft, la empresa también es totalitaria; ¡hasta tiene su propia Siberia y sus propios Gulag!). La lengua que habla la empresa niega al individuo, disimula el estilo. Ningún memorándum, ninguna nota, debe dejar traslucir a su autor. Cada empresa tiene su retórica propia, que hay que respetar. Se trata de un modo de escribir colectivo: no lo asume nadie, reproduce palabras ya dichas por otros y por lo tanto no se dirige a nadie. Es el único ejemplo de un lenguaje divorciado del pensamiento que a pesar de esa separación sigue vivo. La jerga empresarial es un discurso que confisca y desacredita en lenguaje normal y que por eso mismo no admite réplica alguna; la comunicación se interrumpe y el asalariado padece de afasia. Complica lo que podría decir de forma más sencilla. Elige un vocabulario para aparentar más importancia de la que tiene. Considera a la gramática una antigualla obsoleta, abusa de los circunloquios, recarga la sintaxis, echa mano a una parafernalia de términos técnicos y fuerza las palabras. Adultera el idioma con maestría. La empresa adora los barbarismos.
Corinne es extrema. Basándose en la teoría del filósofo René Girard, según la cual muchas veces es preferible sacrificar a una víctima en aras de la coherencia del grupo, la autora hace una propuesta un tanto iconoclasta, aplicable cada vez que una reunión se prolonga en exceso: raptar al presidente del Consejo de Administración y cortarle la cabeza. Corinne, en definitiva, propone hacer una remake de los mejores momentos de la Revolución Francesa. Clama: “¡A cortar cabezas! El sacrificio de un presidente del Consejo de Administración permitiría sentar nuevos fundamentos para el pacto en el que se apoya la empresa, pensar de otro modo las relaciones entre los directivos y los cuadros medios, entre la jerarquía y la base, y reflexionar sobre el reparto del trabajo, los despachos, la masa salarial...”
Bien mirada, la empresa es democrática: trepas y falsos tienen igualdad de oportunidades en el universo civilizado de las grandes organizaciones. También es antidemocrática por excelencia: como la sociedad en su conjunto, considera que sólo el joven representa el modelo del individuo perfectamente fresco y de salud inmejorable, capaz de rendir eficazmente. Las personas que trabajan en el mundo empresarial están acabadas a la misma edad que, en política, les valdría el papel de debutantes ambiciosos o de elementos renovadores del partido. Están acabados a la edad en que Cézanne pintaba usando perspectiva múltiple sus cuadros del Mont Saint Victoire o Dostoievski escribía Los hermanos Karamazov.
Ejecutivos, empleados, no sean ilusos –advierte Corinne–, las historias que les cuentan en la empresa son puras mentiras. Por ejemplo, les hablan de “cultura de empresa”. Eso es un oxímoron, una fórmula que consiste en asociar dos palabras que no tienen nada que ver una con otra. La cultura de empresa “no es más que la cristalización de la estupidez de un grupo de personas en un momento dado”. ¿La ética? Corinne la llama “palabradetergente”: se usa en todo momento para lavar las conciencias sin frotar. La ética es un poco como la cultura: cuanto menos se tiene, más se hace ostentación de ella. ¿Estrategia? Sólo hay dos estrategias posibles: volver a la actividad de base o diversificarse (ya lo dijo a gritos Fidel Castro: “No hay tercera vía”). ¿Qué es un ejecutivo? Ejecutivo es un título, no una función, y como todo el mundo hace el trabajo del que está por encima de uno, cuanto más importante se es menos se trabaja. Acorde a la indigencia del mundo intelectual en que se mueve, es totalmente inculto y vulgar. El ejecutivo no ejecuta nada: el que ejerce realmente esa función es el manager. ¿Y qué hace el manager? Maneja con maestría la retórica empresarial, es el “animador”, el “catalizador”, el “visionario”, el “inspirador” y, por qué no, el marxista por excelencia en la empresa (¿acaso un dirigente bolchevique no dijo: “ser marxista es ser creador”?). Pero a diferencia del hombre nuevo soviético el manager no cree en nada, no defiende ninguna causa, no siente ninguna lealtad. ¿Ingenieros, comerciales, consultores, asesores, coachs?: ¡Cretinos pretenciosos, inútiles y sumisos! No hacer nada es un arte, hay que saber fingir. Corinne remite a los acertados consejos del inefable Scott Adams en su manual El principio de Dilbert, a saber: nunca salgas al pasillo sin un expediente debajo del brazo.
El que lo hace con un diario, no importa a dónde se dirija, se encamina al baño. Aprende a convertirte en un inútil, en un elemento prescindible, en un ser eternamente fuera de la norma e impermeable a las manipulaciones. Sé el puñado de arena en el tanque de nafta, la esponja en el desagüe del inodoro, la anomalía que desafía la homogeneidad. “De este modo escaparás a la implacable ley de la utilidad, al inevitable y cruel bien común, que nunca ha llevado a nadie a la felicidad”.
¡Allons enfant! Si Corinne tiene razón, si trabajar es esto, buenos días, pereza.
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