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Domingo, 18 de septiembre de 2005

CLáSICOS

Scalabrini y Corrientes

Una reedición de El hombre que está solo y espera (Biblos) le devuelve a Buenos Aires una de sus biblias más preciadas con prefacio y postfacio de lujo. Para poner en el estante de los argentinos imprescindibles.

 Por Gabriel D. Lerman

Empecemos de nuevo. Fijemos la bibliografía obligatoria otra vez. ¿Sería posible que entre tanto frenesí por el pasado, de interrogantes vagos por la identidad y consumos grandilocuentes de libros de historia, al menos los porteños nos mirásemos al espejo y reubicáramos lo imprescindible, lo que no puede faltar en el estante y bajo la lupa? Si bien releer no contiene el fetiche de la novedad, no hay luz mejor que la que se encuentra en el regreso a un clásico. Se nos permite arriesgar un parnaso: Roberto Arlt, Raúl Scalabrini Ortiz y Ezequiel Martínez Estrada. Pero, atención, no se trata de reeditar el canon nac & pop. De hecho, si hubo alguien vilipendiado en su tierra, ése fue don Martínez Estrada, el puritano en el burdel como lo llamaba el entrañable Pedro Orgambide; maltratado por propios y ajenos, a diestra y siniestra, sepultado durante treinta años por los pliegues de la necedad. Arlt tuvo y tiene su espacio, pero bien vale no olvidarse de este fundador de la literatura argentina, y más vale volver y revolver sobre su obra. ¿Y qué ha ocurrido con Scalabrini Ortiz? Mereció el nombre de una avenida típica de Buenos Aires, por la ocasión de una guerra demente, bajo una dictadura. ¿Acaso por aquella obra de los ferrocarriles? Rancio nacionalismo el de esos generales asesinos que se embriagaron con la patria cuando se les venía la hora. Scalabrini es el exponente firme y claro de un nacionalismo no fascista, de una búsqueda de la singularidad argentina, y su obra El hombre que está solo y espera es la expresión primaria, original, de una búsqueda que fue la mirada de los años ‘20. Como señala Silvia Saítta en el interesante postfacio a esta edición: “Al barrio mitológico de Borges, vacío, de casas bajas y previo a los procesos de modernización, Scalabrini Ortiz opone una esquina céntrica de la ciudad, un espacio cosmopolita, ruidoso, moderno, al que convierte en centro de la ciudad consolidándolo como mito urbano”. Sí, Corrientes y Esmeralda versus el atávico Palermo borgeano. ¿Es necesario otra época en que Scalabrini, como le ocurrió a Marechal, sea leído bajo la antinomia peronismo-antiperonismo? No, por favor. Si sólo queda la farsa de aquello. Como le decía Federico Peralta Ramos a Tato Bores: “Hay una generación que no me conoce. Por eso ahora me dedico al rock”. Bueno sería que podamos leer a Scalabrini para disfrutar y descubrir lo que desde su lanzamiento en 1931 se consideró una biblia porteña, o “un libro que es a Buenos Aires como Don Segundo Sombra y Martín Fierro son a la pampa”. Pero no hace falta que la Bersuit o Los Piojos hagan un tema con las semblanzas de este delicioso y magnífico libro. Leamos en el colectivo, en la antesala, escudriñándolo. Pensémoslo como un tango, que pudo haberlo sido. Cuentista, periodista de aquilatada experiencia en casi todos los diarios y revistas culturales porteñas, Scalabrini fue amigo de los buenos y los malos, porque todos tenían un poco de cada cosa, cuando Buenos Aires y el país no habían sucumbido al desgarro infame. Esta edición de Biblos aporta un prefacio completo y enaltecedor de Alejandro Cattaruza y Fernando D. Rodríguez.

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