libros

Domingo, 28 de julio de 2002

Una escritura en la orilla

MIGUEL BRIANTE: GENEALOGIA DE UN
OLVIDO

Elisa Calabrese y Luciano Martínez


Beatriz Viterbo

Rosario, 2001

176 págs.

POR GUILLERMO SACCOMANNO

Suelen ser contadas las veces en que un escritor, después de su muerte, consigue que la lectura de su obra coincida con la manera de ser leído que pretendía en vida. Miguel Briante (1944-1995) constituye una de estas contadas excepciones. Quienes lo conocieron saben que en su acento entre cajetilla y campero, a menudo provocador, se escondía una estrategia no menos provocadora cuando afirmaba cáustico: “Yo no escribo. Reedito”. Con unos pocos, poquísimos libros (un puñado de cuentos afilados y una novela), republicados una y otra vez, en la actualidad prácticamente inhallables, el modelo de escritor viviente que proponía Briante estaba, quizá como en ningún otro, en el mexicano Juan Rulfo. De hecho, durante años Briante amenazó con publicar un reportaje larguísimo, hoy definitivamente perdido, que le hizo a Rulfo, en el que el mexicano proporcionaba las claves de su poética; una poética que, sin más, venía a encajar con eso que Briante denominaba su modo austero de contar.
A siete años de la muerte de Briante (que se cayó del techo de su casa en General Belgrano), su obra no disponía de un estudio crítico, con la excepción de un análisis pionero de María Rosa Lojo, “Un espacio para la marginalidad” (1987), posliminar a una reedición de Las hamacas voladoras. Esta escasez de acercamientos a Briante viene a ser reparada por el merecido homenaje de este riguroso estudio crítico, Miguel Briante: Genealogía de un olvido, de Elisa Calabrese y Luciano Martínez.
El ensayo de Calabrese y Martínez retoma una discusión sobre los efectos del “objeto Borges” (término acuñado por Nicolás Rosa) y polemiza con prismas consagrados. Resulta obvio sugerir que este afán cuestionador de los autores reside, desde el vamos, en la escritura de Briante, su elección “orillera”, desde la que supo perturbar a los escritores oficializados por suplementos y revistas literarias.
Briante irrumpe en la literatura nacional nada menos que a los diecisiete años, en los sesenta. Sus primeros cuentos aparecieron en la legendaria El escarabajo de oro, donde alrededor de Abelardo Castillo se nucleaban los entonces promisorios Ricardo Piglia, Germán Rozenmacher, Liliana Hecker. A propósito de este período, Briante supo declarar: “Todos querían ser Sartre, escribir el gran fresco de la ciudad de Buenos Aires y cruzarse con Camus y Arlt. No podría haber personajes que no supieran filosofía. Ahí entramos nosotros, recuperando a Borges por un lado y peleando contra esa postura en el sentido de la politización panfletaria que se estaba haciendo”.
Podría afirmarse que la escritura de Briante se irá afianzando, en ese sentido, hacia una relectura del criollismo borgeano. “Briante ha podido dilapidar la herencia textual borgeana, conjurando su poder omnívoro, donde emerge una lectura paródica de la tradición gauchesca en la que la relectura borgeana ya está incorporada como una capa más del palimpsesto de la tradición nacional”, sostienen Calabrese y Martínez en su interpretación de Kincón. Sobre el final de su ensayo, como “conclusión provisoria”, los autores plantean: “Si Borges desmontaba las apropiaciones cultas de la tradición gauchesca que su época había canonizado, reiterando así el gesto fundacional de reanudar la tradición desde su aprendizaje dela modernidad, Briante hace otro tanto, desde el desvío con que su generación pudo leer a Borges”.
De esta forma, Calabrese y Martínez encaran a la vez el cuestionamiento de las opiniones autorizadas por el saber académico: Piglia sobre Borges; Ludmer sobre la gauchesca. Miguel Briante: Genealogía de un olvido no vacila en asumir cierto tono encendido, abriendo una discusión (lo más jugoso del ensayo) acerca del término “olvidado”, que debería ser leído como “soslayado”. La escritura de Briante, posicionándose “menor”, practicada desde los márgenes, sin emplear ninguno de los beneficios del periodismo en función de su obra, implica no sólo una deliberada elección a lo Enrique Wernicke, a quien Briante, apelando al “Don” de énfasis campero, dedicaría uno de sus cuentos más perfectos, “De más lejos”, ese en el que un paisano, en el boliche, le pregunta al fuego si la víbora que lleva adentro lo sobrevivirá. Esta preferencia de Briante por el margen, sin duda, apostaba a una fija: convertirse en escritor de escritores. Y lo consiguió.

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