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Domingo, 20 de octubre de 2002

ENTREVISTA

Enemigo mío

Mientras buena parte de la sociedad norteamericana se sigue preguntando “por qué nos odian tanto”, el tema unánime de los ensayos que mejor se venden en las librerías parisinas es “¿por qué los odiamos tanto?”. En el medio de una oferta pletórica y de calidad diversa, se destaca L’ennemi américain, del investigador Philippe Roger. Empezado cinco años atrás, su último trabajo revela la influencia decisiva de la literatura en el origen del antiamericanismo galo.

POR ALEJO SCHAPIRE, desde París

En Francia, cuando la tradición gastronómica parece peligrar, cuando el cine local pierde terreno frente a Hollywood, cuando la violencia urbana se dispara, se dice que la sociedad se “americaniza”. La expresión, introducida por Baudelaire en 1861, es desde entonces sinónimo de degradación. La percepción de Estados Unidos como la corrupción de un modelo original europeo data de las primeras descripciones de la fauna y la flora del Nuevo Mundo. El eurocentrismo de estos estudios, a cargo de naturalistas como el conde Buffon, se veía agravado por el hecho de que sus autores preferían trabajar sin abandonar sus gabinetes parisinos. En poco tiempo, la visión de un mundo degenerado se extendió a todos los aspectos de la vida norteamericana para perpetuar, a través de los siglos, un desprecio alimentado por generaciones de intelectuales. Así, por ejemplo, Paul Claudel, embajador en Washington, podía afirmar que el perro en América perdía la capacidad de ladrar. En L’ennemi américain, que publica en estos días Seuil, Philippe Roger, investigador del Centre National de la Recherche Scientifique y autor de Roland Barthes, roman, indaga las raíces de este desencuentro. El análisis aborda la paradoja de un país que, sin tener desacuerdos fundamentales –a diferencia de otras grandes naciones europeas como Alemania, Italia, España o Gran Bretaña, Francia jamás estuvo en guerra contra EE.UU.–, hizo del odio al yanqui un verdadero deporte nacional. En seiscientas páginas, Roger revela cómo la estratificación de un discurso negativo, enriquecido por la sedimentación de un aporte constante de textos literarios, fue edificando desde fines del siglo XVIII una xenofobia consensual en la que se reconoce todo el arco político francés.
Philippe Roger escribía las últimas páginas de su ensayo cuando, desde la ventana de su escritorio en la calle tercera de Manhattan, vio pasar al primer Boeing buscando las Torres Gemelas.
En su último libro, usted distingue claramente el antiamericanismo francés del de los demás países europeos. ¿En qué radica esta particularidad?
–Existe una excepción francesa en el sentido de la virulencia. Si Francia es el líder europeo del antiamericanismo, es porque fue el primer país del continente en dotarse de esa cosa un poco extraña que es una intelligentzia: una clase intelectual estructurada, organizada, que, desde el Iluminismo, goza de un fuerte capital simbólico y que es además capaz de difundir un gran número de mensajes en la opinión en el sentido más amplio.
A través de abundantes ejemplos literarios, usted señala un hilo conductor de odio hacia EE.UU. que va de Stendhal a Baudrillard, pasando por Sartre y Céline. ¿Qué tienen en común las críticas de todos estos autores?
–Lo que tienen en común, para generalizar, es evidentemente la repugnancia hacia un país que consideran como inepto para las cosas del espíritu. EE.UU. es ante todo el país donde lo espiritual no cuenta, no existe. Después, según las opciones filosófico-políticas de cada grupo, existen explicaciones distintas. Los partidarios de la etnología cultural de fines del siglo XIX dirán que las cosas del espíritu no cuentan porque son anglosajones, gente pragmática a la que sólo interesa la productividad, el dinero, etcétera. Los que prefieren un análisis orientado por la cultura religiosa dirán que es porque son protestantes y que el protestantismo no es una religión de pensamiento, de ideas, sino que es más bien una religión de servicio social, de organización barrial, etcétera. Y para la izquierda, la respuesta es que es un país donde el capitalismo es tan dominante que el pensamiento libre es necesariamente aplastado. Es por eso que no hay una clase intelectual; éste es el gran reproche de Sartre y de Beauvoir, que recriminan a los intelectuales norteamericanos el no ser capaces de transformarse en grupo de presión.
¿Es Baudelaire quien coloca la piedra fundamental de un antiamericanismo estructurado?
–Es difícil decirlo porque Baudelaire es evidentemente alguien que no piensa en términos de organización o cruzada antiamericana. Es más bien, como él lo dice, un profeta en el sentido del Antiguo Testamento: el que profiere el discurso de la vehemencia para tratar de evitar una catástrofe ineludible. En ese sentido es simbólicamente muy importante; es además la bisagra entre los siglos XIX y XX. Es él quien introduce la palabra “americanización” al francés. El extraordinario texto de Fusées al que hago referencia es prodigioso por su inventiva, porque aquí Baudelaire está muy lejos del cliché de la pequeña ciudad norteamericana apagada y mediocre sin ninguna vida intelectual, que es la crítica que hace Stendhal en el primer capítulo de Rojo y negro, cuando describe a Verrières comparándola con un pueblito americano. Baudelaire por su parte hace el formidable retrato de un apocalipsis desvaído, un tema antidemocrático que toma prestado a Joseph de Maistre –Baudelaire detesta la democracia, para él EE.UU. es Bélgica, un horror–. Pero, sobre todo, la novedad que encontramos en el autor de Las flores del mal es la aparición de la idea de la tecnofobia y, más sorprendente aún, lo que escribe en 1861: Baudelaire es el primero en decir que un país totalmente dominado por la técnica y los valores materiales se convertirá en un país de una opresión como nunca antes se ha visto, que irá más allá de todos los despotismos políticos conocidos. Lo interesante es que esta idea, que no era para nada evidente en aquel año, será el gran tema de los intelectuales franceses a partir de 1920: “No puede haber democracia ahí donde hay tecnocracia”.
Como usted explica, el desprecio de los EE.UU. es quizás el tema más consensual de la sociedad francesa. El reciente triunfo de Gerard Schroeder en Alemania, que subió en las encuestas cuando se opuso tajantemente al belicismo de Bush, ¿no es un indicio del fin de esta excepción francesa?
–Existe efectivamente un indicio en Alemania que es interesante y habrá que ver si los demás países europeos siguen este camino. No hay que olvidar que en Alemania existió siempre un movimiento pacifista rojiverde muy fuerte que se oponía a la presencia de las bases norteamericanas en el país. Mientras Alemania estuvo dividida en dos, este movimiento fue marginalizado porque era, a veces sin saberlo, instrumentalizado y financiado por la URSS. Pero hoy, con la reunificación y el hecho de que la culpabilidad por el hitlerismo no va a durar ochenta generaciones, es probable que asistamos a un aumento lento pero constante del antiamericanismo alemán. Y no me extrañaría en absoluto que este sentimiento se repita en Gran Bretaña. Ya vimos recientemente cómo la alineación de Blair con Bush era muy criticada por los laboristas ingleses. Todos los pacifistas antinucleares de los ochenta, muy movilizados en estos países, encuentran un modo de renovarse. En el caso de Alemania, este fenómeno está ligado a la salida de la posguerra y a la redefinición de su situación de vencida-asistida.
Este sentimiento de humillación frente a la deuda es lo que usted llama, en el caso francés, el Síndrome del señor Perrichon. ¿Podría explicarnos en qué consiste esta teoría?
–El origen de esta expresión es una obra muy divertida de Labiche que se llama El viaje del señor Perrichon. Ahí se cuenta la historia de un burgués ridículo que va a hacer alpinismo en el Mont Blanc. Este señor tiene una hija encantadora cortejada por dos jóvenes pretendientes. El que ella ama, atento y apuesto, salva al señor Perrichon, que se había caído en un pozo. Pero a partir del momento en que este festejante lo rescata, el señor Perrichon no lo soporta más: la presencia del muchacho le recuerda permanentemente que hubo que sacarlo del agujero, ayudarlo, etcétera. Así que empieza a encontrarle defectos y a tratarlo mal. Y el otro pretendiente, que pensaba que había perdido la partida, tiene una idea genial: se tira deliberadamente a un pozo y pide auxilio hasta que el señor Perrichon lo socorre. A partir de entonces, el joven se convierte en el héroe del padre de la chica, que lo presenta en todos lados como aquel a quien salvó. El complejo de Perrichon es ése, el no soportar la ayuda recibida. Y ése es uno de los problemas principales de Francia a partir de la Segunda Guerra, el desembarco salvador pero humillante seguido del Plan Marshall, condenado en su momento por toda la intelligentzia francesa. Es el problema de la deuda impagable, es el odio del acreedor.

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