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Domingo, 7 de junio de 2009

Confieso que he leído

Aunque él se ría de la expresión, no se puede sino repetirla: Francisco “Paco” Porrúa es indudablemente un “editor legendario”. No por nada era el hombre justo en el momento indicado, cuando dio a conocer nada menos que Cien años de soledad y Rayuela. Pero además fue el creador de Minotauro, sello que debutó con el descubrimiento en español de las Crónicas marcianas de Ray Bradbury y a lo largo del tiempo se ha mantenido como un excelente lector y traductor de numerosos autores. En esta entrevista, Paco Porrúa repasa los años del boom, del que fue artífice y promotor, y también la actualidad de la literatura latinoamericana.

 Por Patricio Lennard

Algunas noches, agitado, sueño la pesadilla de que Cervantes es mejor escritor que yo; pero llega la mañana y despierto”, escribía con tono de broma Augusto Monterroso, antes de reconocer que el único elogio que satisfaría plenamente a un escritor sería: “Usted es el mejor escritor de todos los tiempos”. Pero ¿y si la cosa se acotara al siglo XX? ¿O a la literatura en lengua española? ¿O, en su defecto, a la literatura de un país como Guatemala? ¡Ah, no! ¡No sería lo mismo! Aunque, si de cumplidos se trata –ya lo decía Freud, en ocasión de su octogésimo cumpleaños–, “se pueden tolerar cantidades infinitas de elogios”.

De Francisco “Paco” Porrúa se podría afirmar, sin titubeos, que es uno de los mejores editores que la literatura en lengua española tuvo en el siglo pasado. Pero ¿no nos quedamos cortos? ¿Sería exagerado, acaso, decir que el editor de novelas fundamentales como Cien años de soledad y Rayuela, creador de la mítica editorial Minotauro –en donde obras maestras de la ciencia ficción de autores como J. G. Ballard, William Gibson, Ray Bradbury, Angela Carter, entre tantos otros, vieron la luz por primera vez en castellano– es en realidad el mejor de todos? ¿No lo justifica el hecho de que durante algo más de una década (desde 1958 hasta 1970) haya estado al frente de editorial Sudamericana y haya publicado, además de novelas de García Márquez, Cortázar, Puig, Saer y Lawrence Durrell, poesía de Pizarnik, Alberto Girri y Arturo Carrera? Y que haya sido el primero en traducir al español la trilogía de El señor de los anillos, ¿no es mérito suficiente? ¿Y que haya sido uno de los padres editoriales del boom latinoamericano? ¿Y que haya rescatado del olvido Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal? ¿Y etcétera, etcétera, etcétera?

“Creo que Cien años de soledad se ha convertido en mi segundo apellido porque todo el mundo lo añade a mi nombre. Es parte de mi destino.” Paco Porrua

Pero a Paco Porrúa no le gusta que le digan estas cosas, por supuesto. Y por humildad (no por falsa modestia) relativiza méritos y se ríe cuando se lo pondera como “editor legendario”. Comedido, prefiere definirse simplemente como “sensato”. “La función del editor es editar un buen libro. Yo publico algo y espero que sea bueno. Y ahí se acabó el asunto”, dice Porrúa, con esa voz que se asemeja a un trueno replegándose en la lejanía, aferrado –a lo Borges– a su bastón de caña. “En este sentido, cuando publico algo mi único mérito es haberlo publicado. Nada más. El resto depende de los lectores, de los críticos, de la historia. El editor no tiene mucho más que hacer. Es un colaborador del autor, no el crítico ni el representante. Es un colaborador que da forma material a un texto. Cumple su tarea y desaparece, ¿o no? No es mucho más que eso.”

La idea del editor como escritor frustrado (sucedáneo de la idea del crítico como escritor frustrado, como si no hubiera suficientes escritores frustrados que escriben, después de todo) no se aplica en el caso de Porrúa, que asegura que tanto editar como traducir son actividades en las que se corre con la cómoda ventaja de no tener que idear personajes ni plantear argumentos. “Yo tenía facilidad para la poesía. Escribía endecasílabos con mucha facilidad en el colegio. Pero esa facilidad no tiene nada que ver con la vocación de escritor. Schönberg decía que una cosa es la habilidad y otra la necesidad, y lo que un escritor auténtico tiene es necesidad de escribir. Yo no sentí nunca esa necesidad. Sí sentí la afición de hacer versos, pero los textos que soñaba como autor siempre estaban afuera, en otros escritores. La poesía para mí era Neruda, y no lo yo que escribía en la adolescencia. Y así en casi todas las cosas. Yo he sido de raíz un editor, una vocación muy rara porque está el amor a los libros, por un lado, y por el otro las obligaciones de un trabajo que tiene que sostenerse económicamente. Pero un editor auténtico no debe aspirar a la fortuna. No debe buscar hacerse rico con la literatura. Tiene que saber publicar lo adecuado y mantener una cierta calidad, porque –como decía el creador de los Penguin– ‘el libro que perdura es el buen libro’. Uno puede pagar cien mil dólares por un bestseller y venderlo como pan caliente, pero ese libro dura dos años. En cambio, la gran literatura dura siempre. Por pensar así me he encontrado con una cierta incomprensión en personas a las que al preguntarme: ‘¿En qué pensó usted cuando publicó tal libro?’, les contesté: ‘En lo único que pienso cuando publico un libro es en la literatura’”.

El minotauro en su laberinto

Pero el pequeño Francisco no soñaba con convertirse en editor en la ventosa infancia que pasó con su familia de emigrados españoles en la Patagonia. Aunque, sin sospecharlo, ya enfilaba sus pasos por la veredita del destino cada vez que se extraviaba en la lectura de esas novelas de Julio Verne y de H. G. Wells que él sacaba de una biblioteca, puesto que su casa era una casa de pocos libros. “Yo tenía un año y medio cuando llegué a la Patagonia, y de los dos años en adelante vivimos en Comodoro Rivadavia. Mi padre era agente marítimo, había sido marino mercante, se casó en España y trajo a mi madre a vivir a la Argentina. Entre los años 1924 y 1930, viví frente al mar, en la falda de un cerro, y ese recuerdo, el recuerdo de la inmensidad del desierto junto a la inmensidad del mar, es algo muy poderoso. Me lo pasaba todo el día en el cerro o en la playa, y quedó en mí un recuerdo muy hondo de la Patagonia. Hudson decía: ‘Uno está en medio del desierto patagónico y parece que todavía está en la prehistoria’. Todo eso influyó mucho en mí y fue lo que me convirtió en argentino.”

Con la ida de Paco a Buenos Aires para proseguir con sus estudios en un colegio religioso, la infancia le queda agarrada, como náufrago a un madero, del dobladillo de sus pantalones largos. “Estar en una escuela de pupilo es una experiencia horrible. Yo tenía 11 años cuando entré al colegio y fue una época de mucha soledad. Para colmo, esa escuela era una institución mediocre, los profesores eran muy poco preparados, y todo el bachillerato lo hice un poco a espaldas a lo que ocurría en el aula, pero leyendo, leyendo mucho. Lo principal para mí era la lectura. Compraba libros y los curas me los secuestraban. Hubo uno que me lo secuestraron tres veces: el segundo tomo de Proust, A la sombra de las muchachas en flor. Seguramente porque el título les parecía indecoroso, aunque entonces Proust produjo en mí algo que no había experimentado antes: la certeza de estar viendo a la literatura como algo claro y extremadamente inteligente.”

Ya en la carrera de letras, Porrúa empezó a colaborar con editoriales de los años ’50. Era un lector sin límites, pero un gusto por lo fantástico lo llevó a juntar el dinero para comprar los derechos de cuatro libros de ciencia ficción que entonces nadie conocía en la Argentina: dos de Ray Bradbury, uno de Theodore Sturgeon y otro de Clifford Simak. Esa fue la base de la editorial Minotauro, la que en 1955 lanzó al mercado su primer título, Crónicas marcianas, traducido por el propio Porrúa, con prólogo de Borges e ilustración y diseño de Esteban Fassio.

¿Por qué Bradbury para empezar? ¿Y por qué Crónicas marcianas?

–Curiosamente todo empezó por mis concepciones políticas de izquierda. La idea de Minotauro nació de mi lectura de la revista de Sartre, Les Temps Modernes. Yo la leía todos los meses, me interesaba mucho esa revista, tanto desde un punto de vista filosófico como político. Un día me encontré con un artículo que se llamaba algo así como Qu’est que c’est la science-fiction? (¿Qué es la ciencia ficción?), y allí se mencionaba a un escritor norteamericano de apellido Bradbury. Entonces fui a una librería a la que iba habitualmente, conseguí un libro suyo en inglés y eso fue lo primero que leí de la ciencia ficción moderna. Naturalmente, de la afición que de ahí en adelante desarrollé por esta clase de libros nació el deseo de editarlos.

Rodrigo Fresán dijo que Ray Bradbury suena mucho mejor en español que en inglés porque en español tenía un socio silencioso que era usted, traductor de varios de sus libros. ¿Le acepta ese cumplido?

–No, yo creo que Bradbury es un gran poeta de la prosa americana. Siempre lo fue para los críticos y para todo el mundo. Se distinguió de otros escritores de ciencia ficción porque era mucho más literario y eso no se perfeccionó en la traducción. El estilo de Crónicas marcianas en el original es un poco más suelto, más fluido, mientras que en la traducción es más formal, más rígido. Así que no hay ninguna clase de progreso en la traducción sobre el original, más allá de que es un trabajo que rehice cuatro veces. Yo he traducido cerca de cincuenta libros a lo largo de mi vida y hubo traducciones que me tomaron mucho trabajo, como Crónicas marcianas. Si miro en mi pasado, diría que traducir fue mi verdadero trabajo. Evidentemente tuve una vocación de editor, pero mi trabajo físico ha sido la traducción en este mundo. Aún hoy me gusta hacerlo, pero ya no tengo la energía que tenía cuando era joven. Empezaba a traducir a las 5 de la tarde y lo hacía ininterrumpidamente hasta las 5 de la mañana, algo que ahora es completamente imposible. Reconozco que hay traducciones que pueden mejorar una obra, así como hay obras cuya calidad resiste la más pésima traducción. Recuerdo que en mi juventud leía las traducciones de Faulkner que publicaba una editorial de Buenos Aires, que eran bastante poco correctas, y hasta disparatadas en algunos casos. Y sin embargo el genio de Faulkner o su atmósfera traspasaban eso.

Si tuviera que elegir tres escritores de los que publicó en Minotauro, ¿a cuáles elegiría y por qué motivos?

–A Ballard, primero. A Bradbury también, aunque la obra de Bradbury es un tanto irregular. Después libros sueltos. Una novela que se llama El nacimiento de la República Popular de la Antártida, de un tal John Batchelor, que no ha escrito mucho más, pero que me parece una novela admirable y muy extraña dentro del panorama de la ciencia ficción. Angela Carter también me gusta mucho. Me gustan sus libros y me gustaba ella como persona. Era una mujer muy inteligente y además sabía ver cosas que la gente habitualmente no veía. A ella le parecía muy extraña la vida suburbana que llevaba Ballard, tan apacible. Parecía un señor burgués, acomodado hasta cierto punto, suburbano, y sus libros son tan contrapuestos a eso... Una buena observación de Angela, que si algo pone en evidencia es la diferencia que puede existir entre el hombre y el escritor. Yo he leído hace poco, a lo largo de algunas semanas, el libro sobre Borges de Bioy Casares. Y ahí tanto Bioy como Borges aparecen como dos papanatas. Además, Borges se muestra como un reaccionario recalcitrante. ¡Hay que ver que la figura que más alaba en el libro es nada menos que el almirante Rojas! Para él, según anota Bioy, todos eran comunistas, sus amigos eran todos unos animales, Beckett era un idiota, y miles de cosas por el estilo. Algo que deja en claro que hay un hombre que piensa, que tiene sus opiniones, que incurre en aciertos y errores, y otro, que es el que escribe. Porque esas tonterías y esa falta de sentido no aparece en la obra de Borges; aparece, sí, un excesivo artificio en la construcción de sus cuentos y de sus ensayos, pero eso otro no aparece, ciertamente no.

El segundo apellido

Cuenta la leyenda que el 30 de mayo de 1967, luego de que dos editoriales españolas rechazaran increíblemente el manuscrito, Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, la novela que hizo que el boom de la literatura latinoamericana se pareciera definitivamente a una de esas onomatopeyas con que Batman y Robin salpicaban las pantallas de los televisores en aquellos años pop, apareció en Buenos Aires bajo el sello de Sudamericana. Su editor era entonces Paco Porrúa, que poco después de que el gerente Antonio López Llausás lo nombrara director literario en 1962, desoyendo a los consejeros comerciales que señalaban, alarmados, los ejemplares de Bestiario apilados en el depósito, había decidido publicar el segundo libro de cuentos del desconocido Julio Cortázar, Las armas secretas, que fue un éxito de ventas. “García Márquez era para mí un autor desconocido hasta que Luis Harss me habló de él”, cuenta por enésima vez Porrúa, que como esos cantantes condenados a incluir en su repertorio ese hit que todos aclaman, ha terminado por asumir: “Creo que Cien años de soledad se ha convertido en mi segundo apellido, porque todo el mundo lo añade a mi nombre. Es parte de mi destino”.

Paco Porrua con Gabriel Garcia Marquez

Y sí... ¿cómo no?

Luis Harss había incluido a García Márquez en Los nuestros, su libro sobre los diez autores que consideraba canónicos en la nueva literatura latinoamericana y que terminó funcionando como semillero del boom. La pregunta de Porrúa, al toparse con el nombre del colombiano, fue: “¿Quién es este García Márquez?” Y la respuesta le llegó a través de La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba y Los funerales de la Mamá Grande, que de inmediato Harss le facilitó. Lecturas que a Porrúa lo incentivaron a ponerse en contacto con García Márquez para solicitarle los derechos de esos libros, pero que por tenerlos comprometidos con una editorial mexicana terminó ofreciéndole el manuscrito de su nueva novela.

“Cuando terminé de leer por primera vez Cien años de soledad pensé que era una obra que tenía como antecedentes las crónicas periodísticas de García Márquez, y se lo dije. Pensé que era una obra singular y si bien la vi como muy latinoamericana, hoy pienso que es una obra muy del Caribe. Creo que nadie en la Argentina intentó escribir algo parecido a Cien años de soledad, y nadie en México o en Colombia ha intentado escribir cuentos a lo Borges. Es una muestra de sabiduría regional, podría decirse. Por otro lado, siempre noté que en Cien años de soledad (y Gabo lo sabe) falta un cierto intimismo, que sí lo hay en El coronel no tiene quien le escriba como también en Rayuela. Como si hiciera falta que los personajes aparecieran más vistos desde sus sentimientos, desde sus emociones, más allá de los hechos raros que suceden todo el tiempo.”

¿Y en qué contribuyó usted a que Cien años de soledad mejorara como texto?

-Absolutamente en nada. No sugerí ningún cambio.

¿Y con Rayuela?

-Con Rayuela tampoco. La única vez que con Cortázar sugerí algo fue con Los premios y creo que me equivoqué. Por eso el editor tiene que tener mucho cuidado. En esa novela, aparecían unos personajes que subían a un barco y pertenecían al pueblo común de Buenos Aires, pero cuando llegaban al puerto empezaban a hablar de Schönberg, de la pintura cubista... Eran unos cerebros realmente iluminados, y se lo dije a Julio: le dije que eso me resultaba un tanto inverosímil. Y Julio me dijo que lo tuvo en cuenta. Pero creo que me equivoqué porque allí había un efecto cómico, un efecto de humor que estaba bien ahora que lo pienso. No importaba la verosimilitud en ese libro, la verosimilitud de la vida cotidiana. Importaba, como siempre importa, la verosimilitud del relato. La verdad literaria del texto.

En los últimos años, varios escritores y críticos han desvalorizado la literatura de Cortázar. ¿Con qué argumentos saldría usted a defenderla?

–Hace unos años hice una antología de cuentos en homenaje a Julio en la que también trabajó su viuda, Aurora Bernárdez, y entonces releí muchos de sus cuentos. Y lo que creo que es casi inigualable en Cortázar, si pienso en la literatura escrita en español, es la transparencia del texto. Hay páginas, por ejemplo en El otro cielo, que es uno de sus cuentos menos populares, que recuerdo haber leído sin haber encontrado ninguna clase de perturbación para la comprensión. Y esa claridad que Cortázar tenía para escribir se veía también en la limpieza de sus originales. Eso sin contar la manera en que a la hora de escribir cartas él se sentaba, arrancaba con la primera línea y no paraba hasta el final. No dudaba, no corregía, no hacía un alto para pensar en la siguiente palabra. Las letras le salían de los dedos. Era algo realmente impresionante. Cartas perfectas, muy precisas y elocuentes, que escribía de un tirón y que así como las sacaba de la máquina de escribir las metía en un sobre. Eso, creo, tiene mucha relación con lo de la transparencia del texto. Ya los primeros cuentos de Cortázar, los de Bestiario, son verdaderas obras maestras. Aunque, pensándolo bien, no sé de cuáles argumentos se valen para descalificarlo.

Haber ocupado una posición privilegiada en el mundo editorial en la década del ’60 supuso, cuanto menos, estar en el lugar indicado en el momento justo. ¿Qué cosas de aquellos años recuerda con nostalgia?

–Recuerdo con nostalgia la satisfacción de publicar libros que yo creía admirables. Eso he dejado de hacerlo. No solamente porque trabajo menos sino también porque lo que se puede llamar el comercio de la literatura ha cambiado mucho. Ahora encontrás muy a menudo grupos editoriales cuyo único interés es gastar dinero y que forman parte de megacompañías cuyos intereses son básicamente financieros e inmobiliarios, y que por ahí les dedican un cinco por ciento de su organigrama a los libros. Esto, naturalmente, es una distorsión de lo que es la verdadera edición, la que está pasando a manos de los editores independientes.

Cortázar, García Márquez, Borges, Carlos Fuentes, Vargas Llosa y tantos otros, forman parte de una constelación de escritores que pertenece a una “edad de oro” de la literatura latinoamericana. ¿Cree que la literatura del continente no terminó de sacarse de encima el peso de esa tradición?

–Yo creo que la literatura latinoamericana, en general, y también la argentina, siguen siendo una especie de caldera de invención de futuro. Si pienso en la literatura española contemporánea, el escritor común vive muy atado a su tradición. Una tradición que ellos mismos se han inventado, por otra parte, y que es muy rara, porque omite libros. Es notable, por ejemplo, que el Quijote ha influido en todas las literaturas menos en la española. En la literatura española no hay derivados del Quijote, mientras que sí los hay en la literatura francesa y en la inglesa está Sterne y su Tristam Shandy. Otra cosa curiosa es que en la literatura española hay muy poca literatura fantástica, y la que hay es casi toda de fantasmas o de muertos. En cambio, en la Argentina, la literatura fantástica es tan normal, digamos, como la literatura realista. Vila Matas, que creo que es el escritor más interesante de España, por lo menos entre los que leo, escribe una literatura muy personal y hay lectores que suelen reprocharle que no sea más realista.

Pero no me contestó la pregunta... Después del boom, y con excepciones como por ejemplo la de Roberto Bolaño, ¿por qué cree que son tan pocos los escritores latinoamericanos que han trascendido internacionalmente?

–Pero ¿acaso no se puede decir lo mismo de casi todas las literaturas? Si pensás en los años ’40, que fue una época de mucha lectura para mí, estaban Thomas Mann, Aldous Huxley, Virginia Woolf, William Faulkner... Era una constelación bastante poderosa. Y hoy... Hoy ya no es lo mismo, evidentemente. Hay más figuras individuales, aisladas, pero no hay un cielo completo de grandes escritores. También es posible que esté equivocado y que sea otro el panorama actual, aunque no tengo dudas de que la literatura latinoamericana y la argentina siguen siendo muy activas y absolutamente creadoras. Si llegan al nivel o no de los años ’60, no sé, no me parece una cuestión relevante. Es un error establecer juicios de valor en literatura en términos comparativos. No se puede decir que Rayuela sea superior a Cien años de soledad, ni que Cien años de soledad sea superior a Rayuela. Cuando comprendes, aceptas la palabra “incomparable”, ahí se resuelve el problema. Si un libro es incomparable, entonces no lo comparemos.

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