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Domingo, 17 de noviembre de 2002

ENTREVISTA

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El peruano Alfredo Bryce Echenique acaba de recibir el Premio Planeta de España como reconocimiento a una obra singular. A continuación, conversa con Radarlibros sobre la dirección que piensa imponerle a su literatura y el regreso a Lima, luego de cuarenta años de ausencia.

por Sergio Kisielewsky
Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939) vivió desde mediados de la década del 60 en Europa. Ahora alterna su residencia en su Perú natal, país al que regresó hace dos años, y su casa en Barcelona, España. Es abogado, doctor en Letras y profesor universitario. Publicó entre otras novelas Un mundo para Julius, Tantas veces Pedro, La exagerada vida de Martín Romaña, El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, La última mudanza de Felipe Carrillo, Dos señoras conversan y Reo de nocturnidad. En 1993 se editaron sus “antimemorias” con el título Permiso para vivir. En 1995, se reunieron sus Cuentos completos. Sus artículos periodísticos fueron reunidos en Crónicas personales, A trancas y barrancas y el reciente Crónicas perdidas.
Su última novela es La amigdalitis de Tarzán y su último libro de cuentos, Guía triste de París. Acaba de ganar el Premio Planeta de España y el rumor que corre es que se hizo justicia: el premio fue para un escritor con todas las letras.
¿Cómo encontró Lima luego de 35 años de ausencia?
–Retornar es difícil y, como me dijo Augusto Monterroso, “te dio la volvedera”. Consideraba que mi experiencia en Europa se había acabado, que estaba muy cómodo, de modo que había que pegar un salto mortal y ver cómo se caía después.
Sin red...
–Porque fue sin red. Lo hice con cuidado, porque la decisión la tomé en 1995. Tardé cuatro años porque tenía libros que quería escribir y mejor era terminar los deberes. Fue un año caótico pero con la sensación de que se va llenando el tintero, que se está llenando otra vez. Gracias a Dios volví con los deberes hechos.
Usted dijo que una cosa es llegar a Europa con una maleta y otra cosa es desmontar una vida en el viejo continente y volver a Lima.
–Esta mudanza implica muchas cosas. Sentía que Europa y yo, por las razones por las que yo me fui, de querer ser un escritor, de ir a las metrópolis de las cuales uno había leído, con las que había soñado y sobre las que había estudiado, era para mí una razón de partida del mundo como el mío, mi familia, mis amigos más queridos. Pero nunca perdí los lazos afectivos con mi mundo. En algún momento dado sentí que era bueno volver a retomar ese diálogo (que no es fácil porque han pasado los años, la gente se hizo mayor, y cambió, pero por otro lado con una actitud hacia mí mucho mas cariñosa y respetuosa). Muchos de mis mejores amigos nunca leyeron un libro mío: me preguntan si he ganado plata. Pero los quiero, eso es lo bonito.
¿Cómo vive este contraste entre vivir 35 años en Europa y llegar a Lima?
–No es dramático... Siempre podré irme un mes o dos fácilmente. Me requerirán para un curso o dar conferencias o presentar un libro. En fin, no es una cosa de quemar las carabelas. Si al fin y al cabo hay un vuelo diario, yo le quito ese dramatismo. La otra parte, impresionista, pues es, sí, aterradora. Me di cuenta que todavía soy dependiente de la ayuda de la gente y gracias a Dios esa ayuda existe: la gente es muy amable, pierde el tiempo en uno. Un día un amigo poeta me llevó a una clínica para hacer un chequeo médico, unos análisis, y dimos unas vueltas horribles. Yo le decía no vas a llegar nunca y él me contestó: “en el fondo no estoy perdiendo el tiempo, porque quiero conversar contigo”.
De alguna manera, su escritura retuvo lo que el tiempo se llevó: el reflejo de una Lima entrañable.
–Sí, claro, pero desaparecida. Un día pasé por la avenida en que vivió mi abuelo; al lado estaba la casa de mi madre donde nací yo. Vivíamos en casas uno al lado de otro. Para mí era el paraíso. Esas casas ya no están. Ya se verá cuando escriba algo si cuento este viaje al horror o si me mantengo en un pasado que ha sido siempre el de mis libros.
Usted declaró que el escritor toma como punto de partida los asombros. ¿Se puede mantener la capacidad de asombro? –No llego a soportar, a tolerar, a encajar del todo, y de ahí ese empacho de asombro que produce la ironía, el humor, el reírse para entender las cosas mejor, para ser más tolerantes, para ser dialogante pero al mismo tiempo para no llorar. Uno se instala muchas veces en el corazón mismo de la tristeza. Soy una persona que observa, soy de oír mucho lo que dicen los demás, y en el Perú lo que soy en este momento es un espectador: estoy viendo, oyendo. Desde un punto de vista racional será muy positivo para mí como escritor. Es un gran cambio, un terremoto. Yo estaba cómodo, instalado en Europa en una situación confortable, viviendo tranquilo, sin ninguna presión externa, y me impongo este terremoto que es este retorno al país. Será una experiencia angustiosa, de rabia, de impotencia, de carcajadas, pero que dará frutos. Siento que volví a casa pero que me cambiaron la disposición de las habitaciones.
¿Qué lo llevó a volver, a qué se regresa, qué se está buscando con la vuelta?
–Siempre odié la idea de refugiarme en el ghetto, en lo peruano, en lo latinoamericano, lloriquear por la patria perdida y el platito típico y nuestra música (que, por cierto, me encanta). Pero una vez, hablando con Julio Aragón Rivero, un gran escritor peruano que quise muchísimo, me dijo: “Tantos años en Europa y lo único que aprendí es que soy peruano. No aprendí nada más”. Lo único que aprendí en tantos años en Europa es hasta qué punto soy peruano.
El humor dentro de su obra es un punto de vista o una manera de comprender la sordidez del mundo. Alguna vez usted declaró que tenía una deuda con Julio Cortázar.
–Sí, porque los escritores del boom fueron nuestros maestros, aun cuando nosotros fuéramos los que dábamos clases sobre ellos en la Universidad. Ellos escribían con mayúscula la historia de América, las metáforas de nuestro continente, la historia no contada y, como decía Cortázar, hasta cuándo el humor será el privilegio de los anglosajones. De Borges y de Bioy Casares, y de los cuentos de Cortázar, aprendí mucho. Cuando yo empezaba a escribir atado por esa tradición de sujeto, verbo y predicado, Cortázar me enseñó mucho: posibilitó mi humor, la fantasía. Escribir como me da la gana. Cortázar me decía: “Ten cuidado, no seas un trombón”.
¿Por qué un trombón?
–Porque decía que era un instrumento pesado, oscuro. Había que poner el lado cómico. Había que poner el lado cómicamente grave de la realidad. Y porque fue curioso, Cortázar escribió en París para mejor contar la Argentina. Se robaba el arte de América, de Africa, para hacer una obra universal, personal, mientras otros escritores guardaban su país como coto cerrado de caza. Cortázar hablaba de lo que él encontraba por las calles donde caminaba, esa fantasía ligada a la ironía, a la historia con minúscula, personal. Y luego viene otro argentino, Manuel Puig, que entra a la cotidianeidad, a lo popular. Son los dos grandes precursores de todo lo que ocurrió después del boom. Y yo me encontré con ellos en el camino mientras trataba de hacer mi casita literaria.

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