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Domingo, 7 de agosto de 2011

La tumba sin sosiego

Para bien y para mal, Christopher Hitchens está considerado uno de los ensayistas ingleses más importantes de las últimas décadas. Educado en Oxford, provocador, ex militante de izquierda mudado al Washington neoliberal, polemista feroz, columnista de revistas masivas como Vanity Fair, cuando entró en la sexta década de vida decidió escribir las memorias de una vida signada por la política, la cultura, el periodismo y el poder. Mientras lo hacía, se le detectó un cáncer de esófago que desde entonces lo mantiene entre la vida y la muerte. A propósito de la salida de Hitch-22 en Argentina, Radar reproduce dos textos inéditos: el prólogo actualizado escrito por el propio Hitchens para la edición de bolsillo norteamericana y la furibunda reseña que su viejo amigo Terry Eagleton publicó para la edición inglesa del libro.

 Por Christopher Hitchens

“No aspires a la vida inmortal pero agota
los límites de lo posible.”
Píndaro

Espero que no parezca presuntuoso asumir que cualquiera que haya llegado tan lejos como para comprar esta reedición de mis memorias sabrá que éstas fueron escritas por alguien que, no habiéndolo apreciado en su momento, se había enfermado seria y tal vez terminalmente.

En todo caso, creo que podrá sorprender a algunos lectores (como ahora sorprende al autor) que los tres primeros capítulos, así como varios de los pasajes que les siguen, muestran una fuerte preocupación por la muerte inminente, por las muertes en mi familia. En cierta medida esto es natural y apropiado en cualquier trabajo autobiográfico. Asumí la tarea de escribirlo cuando estaba aproximándome y cruzando la pequeña pero insoslayable frontera de mi sexta década: un momento en el que uno ha empezado a advertir los nombres de sus contemporáneos en las páginas de obituarios. Cuando el libro se publicó yo acababa de cumplir 61. Estoy escribiendo esto en un momento en el que, de acuerdo con mis médicos, no sé con seguridad si voy a celebrar otro cumpleaños.

Por otro lado, por así decirlo, y gracias a la brillantez y a la habilidad de estos mismos médicos, tal vez tenga esperanzas de vivir varios años más, e incluso de disfrutarlos y sacarles provecho. ¿En qué se diferencia esto, en última instancia, de la vida que estaba viviendo antes? Uno siempre sabe que nuestro tiempo de vida tiene vencimiento, así como uno sabe siempre que la enfermedad y los accidentes o la discapacidad, física y mental, nunca están a más de un suspiro de distancia.

Para asimilar esto de manera narrativa, y volviendo a esta historia: me había empezado a volver consciente, a medida que el libro empezaba a completarse, de que me estaba cansando cada vez con mayor facilidad. Un par de veces, gente que me había visto en televisión me escribió para expresar su preocupación por mi aspecto. Pero yo solía recuperarme de mi agotamiento siempre sin demasiado problema, y todos mis exámenes médicos de rutina me encontraban en un estado de salud excepcional para alguien de mi edad. En todo caso, mi vida es mi trabajo y viceversa, y yo siempre lo he dispuesto de tal manera que estuviera deliberadamente sobreexigido. He disfrutado mucho los viajes que hice para artículos por encargo o para dar charlas, una vez a la semana en promedio, a la vez que debía cumplir con la entrega de mis columnas regulares. Y nunca me faltaron amigos ni compañía, y siempre continué buscando ambas cosas de manera voraz. Como el hombre del viejo cuento, a veces bromeaba con que si hubiera sabido que iba a vivir tanto tiempo, me hubiera cuidado un poco más. Las historias sobre mi bohemio “estilo de vida” han sido exageradas, tal como lo discuto en las páginas del libro, aunque tal vez no tanto. He desarrollado un régimen muy productivo y, en lo que a mí respecta, satisfactorio. Si una parte de este sistema se apoyó un poco en cócteles y largas noches de lectura o de discusiones o incluso (en lo que duró la escritura de este libro) en una recaída en el hábito de fumar, me imaginaba que la apuesta valía la pena.

De ahí mi estado de relativa despreocupación hasta la primavera de 2010, cuando recibí el adelanto del cronograma de la inminente gira promocional de este libro. Iba a ser brillante y lujosa; se extendería de Australia a los Estados Unidos y Canadá, pasando por Gran Bretaña. No me jacto de tener poderes premonitorios (ahora es muy obvio para mí que mi cuerpo estaba tratando de decirme algo); sino que simplemente, al leer todo el cronograma asumí, con tranquilidad: “No voy a llegar hasta el final”. Mentalmente me estaba preparando para tomarme algunos meses de descanso (algo que nunca antes quise hacer) y arreglar un turno en serio con un médico. La gira empezó bien pero mi sistema pronto se hizo escuchar: fui abatido por primera vez en Nueva York, donde supe que debería hacerme una biopsia oncológica, y luego –habiéndome hecho la biopsia y habiendo decidido mantener todas las presentaciones que me fuera posible mientras esperaba el resultado– en Boston.

Mi querido amigo Cary Goldstein, que estuvo conmigo en ambas ocasiones, es la única razón por la cual puedo escribir estos párrafos. Desde entonces, he estado viviendo de una sesión de quimioterapia a la siguiente, y en algunos momentos, de un analgésico al siguiente, esperando que aparezca un posible tratamiento específico para mis propios genes y mi propia “malignidad”. (Padezco el nivel cuatro de un cáncer esofágico. No hay nivel cinco.)

Un tema recurrente en Hitch-22 es la necesidad, establecida por una vida de repetidas contradicciones, de llevar dos contabilidades paralelas. Mi actual condición, más que atenuar esto, lo intensifica. Estoy forzado a hacer preparaciones simultáneas para morir, y para seguir viviendo. Como dije alguna vez: los abogados por la mañana, los médicos por la tarde. Una de las dimensiones más felices de mi vida, la de los viajes, había llegado a su fin para mí: una pena. Pero me he encontrado con que aún poseo la voluntad de escribir, así como una cosa indispensable para cualquier escritor: la ávida necesidad de leer. Incluso cuando esto se vea atenuado por la decreciente cantidad de tiempo que paso consciente por día, y atado a la idea de una eventual pérdida total de la conciencia, esto es solo un poco menos que aquello por lo que solía estar tranquilamente agradecido: la capacidad de ganarme la vida haciendo dos de las cosas que más me importan.

Otro elemento presente en mis memorias –la estupenda importancia del amor, la amistad y la solidaridad– se ha vuelto inmensamente más vívido a partir de mi experiencia reciente. No creo que vaya a poder transmitir cabalmente el efecto que han tenido los abrazos y los reconocimientos, pero tal vez pueda ofrecer un pequeño consejo. Si usted tiene algún conocido al que podría beneficiar con una carta o una visita, por ninguna razón posponga ni la escritura ni su visita. Hará una diferencia que casi seguro será mucho mayor de la que ha calculado.

La gran causa de mi vida ha consistido en combatir la superstición, lo que entre otras cosas implica confrontar los temores de los cuales ésta se nutre. Por alguna inexplicable razón, nuestra cultura considera normal e incluso encomiable que los creyentes amonesten a aquellos que ellos creen que están expirando. Un edificio entero de conversiones en el “lecho de muerte” y una mohosa literatura devota se ha levantado en base a esta altamente cuestionable presunción. Aunque podría haber elegido hacerme el ofendido (por haber sido tan tersamente invitado a echar por la borda mis convicciones ante una situación extrema: qué insulto y qué non sequitur también), me sentí de hecho agradecido por la enorme atención que recibí de los creyentes. Le dio a mi ateísmo, por así decirlo, un resurgir vital. También me ayudó a mantener abierto un largo debate al cual estoy orgulloso de haber contribuido un poco. Decir que este debate me va a sobrevivir hubiera sido cierto en cualquier momento.

En lugar de asistir a “desayunos de plegarias” en mi honor, en lo que fue de hecho diseñado en Internet como “Día de la plegaria por Hitchens”, he pasado buena parte del año pasado anotándome como sujeto experimental para varias pruebas y “protocolos” clínicos, mayormente basados en el genoma y destinados a incrementar el conocimiento humano y a reducir las áreas de oscuridad y terror sobre los que se asienta el dominio del cáncer. Mi objetivo en este asunto obviamente no es desinteresado, pero muchos de los experimentos se encuentran en una etapa en la que cualquier resultado será todavía demasiado lejano como para poder servirme de alguna ayuda. En este libro cito el mandamiento de Horace Mann: “Hasta que hayas hecho algo por la humanidad, deberías avergonzarte de morir”. Así que ésta es una respuesta modesta y pequeña a su desafío, seguro, pero es mi respuesta. La irrupción de la muerte en mi vida me ha permitido expresar de una manera un poco más concreta mi desprecio por el falso consuelo de la religión, así como mi creencia en la centralidad de la ciencia y la razón.

No todas mis posturas han sido reivindicadas, ni siquiera para mí. Veo que escribo que “yo personalmente quiero ‘poseer’ la muerte activa y no pasivamente, y estar ahí para mirarla a los ojos, y estar ahí haciendo algo cuando venga por mí”. No puedo sostener esta energía a la luz de lo que sé ahora. En caso de que los mejores esfuerzos de mis amigos médicos no resulten útiles, tengo una idea razonablemente clara de cómo el nivel cuatro del cáncer esofágico cosecha a sus víctimas. El proceso terminal no deja mucho lugar para realizar actividades o siquiera para despedidas serenas, mucho menos para partidas estoicas o socráticas. Es por esto que estoy tan agradecido de haber tenido ya un lúcido intervalo de cierta extensión, y de haberlo llenado con los mismos elementos, de amistad y amor, y literatura y dialéctica, que espero que también animen parte de este libro. No nací para hacer ninguna de las cosas que dejo aquí por escrito, pero nací para morir y esta coda debe ser mi intento de llevar mi propia narrativa hasta el final.

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1992, con Salman Rushdie en un lugar secreto (cerca de West Egg, Estados Unidos) durante la fatwa.
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