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Domingo, 16 de octubre de 2011

La escritora perdida

Ganó premios literarios, escribió novelas sobre la militancia de los años ’70 basados en su propia experiencia, fue presa política y vivió en el exilio en Suecia; y, sin embargo, la sombra de la invisibilidad rodea a Cristina Feijóo en la escena literaria local. Quien se asome a alguno de sus libros podrá comprobar en primer lugar que se trata de una sólida constructora de novelas. Ahora es el turno de Los puntos ciegos de Emilia (Tusquets), la cruda historia de una mujer que explora los odios y las crispaciones de una clase media alta muchas veces abismada en sí misma, con el trasfondo de la tragedia de Cromañón. Cristina Feijóo revisa aquí parte de su historia, sus libros y su pasión por la escritura como un ejercicio complejo de autoconocimiento.

 Por Angel Berlanga

Ahora que acaba de publicar su última novela, Los puntos ciegos de Emilia, la pregunta vuelve con más fuerza: ¿cómo es que se habla tan poco, en esto que podría llamarse “la escena literaria”, de Cristina Feijóo y de sus libros? Porque pasa así: asomarse al umbral de sus historias es sentir un impulso a recorrer, página a página, las construcciones de una narrativa motorizada por saber, por entender acciones, pensamientos y sentimientos de sus personajes en las perspectivas de sus vidas, en el destilar de sus cotidianos y también en los momentos de borde y filo. Le huye, sí, al maniqueísmo de buenos y malos, y sondea los pliegues –palabra que gusta de usar– en los que habitan los matices, las frustraciones, el dolor y lo inconfesable, lo que cristalizó y condiciona el modo de estar en el mundo. Y tal vez por ahí pueda empezar a surgir alguna respuesta a aquella pregunta inicial: la vocación en sus textos por intentar desentrañar la complejidad, en el sentido ideológico profundo, que desestabiliza sobreentendidos (con una escritura que fluye y fluye, además). Y esto en asuntos como la militancia y la lucha armada en los ’70, la memoria de eso en perspectiva desde los ’90, el exilio o, ahora, en este libro y ya por estos años, una mujer de clase media, de familia bien constituida, en la encrucijada de descubrir que su marido la engaña. Sí, lo de esta última novela suena más sencillo, pero Los puntos ciegos... arranca con Emilia yendo a contarle a su cuñada que, gracias a su instigación, un sobrino de ambas violó y asesinó a la amante de su esposo, y que algo habrá que hacer para que el apellido no se enchastre demasiado.

Feijóo tampoco sabe muy bien cómo explicar ese perfil bajo. “Puede tener que ver con que yo no frecuento grupos de escritores –dice–. Y como tampoco vengo de la academia, ni sé de la crítica literaria... Soy una especie de escritora perdida. Tal vez eso tenga que ver con que no se me cite, o con que mi obra no tenga repercusión. Empecé a escribir tarde, después de volver del exilio, cuando tenía más de 40: es, para mí, una necesidad que llenó un poco el hueco que le quedó a mi generación, ese impulso de ir hacia algún lado, de tener una finalidad. Escribir ficciones ocupa un papel muy grande en mi vida. Les pongo mucho trabajo y esfuerzo a mis novelas, entiendo que están logradas... ¡pero no pasa nada! No entiendo mucho, tampoco, a las editoriales, ni sus criterios y manejos: me parece un mundo tan extraño... Tal vez la mía no sea una literatura simple: me han dicho eso. Que el mercado en los últimos años busca acostumbrarnos a tramas más lineales, con verdades ya hechas, masticadas, y yo trabajo con incertidumbres, todo el tiempo, y exijo que el lector se involucre. Y a lo mejor no todo lector está dispuesto a involucrarse, no sé. Digo, tratando de buscar alguna de las razones de por qué no tienen más llegada mis libros.”

Esa sensación de extrañeza se refuerza con que sus tres novelas anteriores ganaron premios, o estuvieron ahí. Hay, sin embargo, un pero para cada una de esas distinciones. Vlady Kociancich, Andrés Rivera y Héctor Tizón le dieron por unanimidad el premio Clarín a Memorias del río inmóvil, pero eso fue en octubre de 2001 y el libro se publicó en diciembre, cuando se descuajeringó la convertibilidad cavallesca y ni siquiera se podía sacar plata del banco: tiempo de éxodos y patacones. Cinco años después concursó por el Planeta con La casa operativa y se llevó una primera mención y un chasco inolvidable: el premio fue para El conquistador, de Federico Andahazi. “Para colmo pasó a saldos a los seis meses –dice Feijóo–. Si me pongo un poco paranoica, lo siento casi como una conspiración.” Su tercera novela, Afuera, ganó en 2008 en Madrid el premio que organizaba la incipiente editorial Punto y Aparte, que naufragó sin llegar a distribuir el libro. Antes de todo eso había publicado, con el auspicio del Consejo Sueco para la Cultura, el volumen de cuentos En celdas diferentes. Cada uno de sus libros salió por una editorial distinta. “Ojalá pueda, en algún momento, concentrar todo en una”, dice.

LA 125 Y CROMAÑON

Feijóo ofrece té en la cocina de su PH en Coghlan, zona que entusiasma a los constructores de torres que condenan de sombras a las calles. Para elegir, abre unas latas color ocre a las que hay que acercar la nariz: son unos tés hindúes, un punto frutales –eso alcanza a descifrar el olfato– que trajo de su último viaje a Suecia, en junio pasado: allí viven su hija, su yerno, sus dos nietos. “En mis novelas anteriores había trabajado con personajes que eran militantes o ex militantes –empieza a contar–. Bueno, sentí que quería terminar ese ciclo. Esos personajes querían, en aquellos momentos, modificar la sociedad; y ahora pensé yo en volver mi mirada hacia la sociedad de hoy y trabajar con lo que he considerado su núcleo básico: la familia. Claro, una entre las miles de posibles familias que hay, porque no puedo pretender con una espejar a todas, pero podía volcar ahí el imaginario de una de clase media, a la que yo puedo conocer más y mejor. Yo tenía esa idea en la cabeza cuando sucedió, en 2008, ese gran conflicto político que surgió a partir de la 125. Y en ese momento sentí un gran rechazo por la clase media, por su identificación con la Sociedad Rural y los factores de poder más recalcitrantes. Y como yo pertenezco a esa clase fue como entrar a una galería de espejos en la que ves esas imágenes deformadas, sos vos y no sos vos a la vez. Sentí emociones muy fuertes, odio, me violentó sentir que tenía cosas en común con esta clase, y eso aportó para que yo empezara a escribir esta novela. Emilia es en parte producto de eso. Me dije: ‘Bueno, voy a tomar algunos elementos de lo que estoy viendo aparecer acá”. El egoísmo, los prejuicios, el echarle la culpa al otro de todo lo que pasa, la falta de conciencia de la responsabilidad propia, esa doble moral, esa moral líquida, cambiante. La volatilidad en los sentimientos. Ahí nació el personaje.”

Emilia es la protagonista y narradora excluyente de la novela. Desde aquella escena inicial con la hermana de su marido (Octavio), Los puntos ciegos... compone dos perspectivas que todo el tiempo se entrelazan: en una se proyecta y concentra la última semana, cuando pesca a su esposo –médico– hablando con otra mujer por teléfono con un tono cómplice, cariñoso, clandestino, lo que desata sobre el que pinta como traidor una pesquisa pisoteadora, torpe y, como se anuncia ya en el primer capítulo, fatal; la otra perspectiva es de más amplio alcance y enfoca en la historia de Emilia y así, por extensión, van apareciendo las personas y los sucesos que contaron en su vida. Ahí va configurándose, por ejemplo, el retrato de su madre, Paloma, actriz de una compañía de teatro itinerante que evita decirle quién es su padre, que estuvo unos días secuestrada por los milicos al comienzo de la dictadura, que llegó al país junto a sus padres desde Hungría, cuando era muy chica, y que pronto quedaría huérfana; a los 14, Emilia se cansa de ella y de girar, se aparta y “se ordena” metiéndose en un colegio secundario de monjas. De a poco va componiéndose, también, a los Galli, la familia acomodada de clase media alta de Octavio, sus códigos y complicidades: Estanislao, el niño bien, sobrino asesino, hijo extramatrimonial de uno de los hermanos Galli con una vendedora de Avon, es criado por el hermano mayor sin saber que es su tío y no su padre. Emilia desmenuza además, por supuesto, su historia al principio amorosa y luego seca y rutinaria y resentida y más bien enfermiza con el marido. Y un episodio que los marcó: Toño, su único hijo, estaba en Cromañón cuando aquel recital de Callejeros. Sobrevive, pero esa noche subsiste tóxica en todos sus días. Así que asiste a una especie de grupo terapéutico familiar al que también va su padre, pero a ella no le interesa ir. Dos líneas de diálogo pueden orientar sobre el ambiente:

–Seguí así, vos; seguí en tu burbuja de mierda. (Octavio)

–No me gusta estimular la vocación por el pasado. (Emilia)

“Cuando uno va construyendo la trama, el personaje se te va desarrollando también –explica Feijóo–. Ahí aparece cierta fragilidad, que logra que pueda tener una cierta empatía, porque es terrible trabajar con un personaje al que uno odia por completo. Octavio está más matizado porque, si bien pertenece a la clase media alta, tiene círculos de integración con la sociedad, en el hospital y también en este grupo de Cromañón. La madre es más bien inclasificable, más contestataria, y más libre también. Cada personaje de la novela tiene una relación distinta con lo público, y la de Emilia es de negación total. Fui construyendo ese entramado que, por supuesto, sigue siendo político.”

El relato de Emilia parece desarrollarse poco antes de “la crisis del campo” (a la que no se alude en la novela) y Cromañón, dice Feijóo, funciona como espejo social de la individualidad de Emilia y diversos componentes de su núcleo. “Porque hay que observar también –dice Feijóo– que en algunos de los que rodearon a los familiares de los muertos y heridos de Cromañón hubo un intento de linchamiento, de culpar a la sociedad y de desentenderse de una parte de la propia responsabilidad, qué significaba el aguante en esa situación, una especie de ruleta rusa que nadie quería ver. Es muy complejo eso.” Hay un tramo de Los puntos ciegos... que contrasta posturas, rotundo: en la tarde siguiente al desastre, con el hijo ya en casa, Emilia recibe la invitación de su cuñada para el brindis de fin de año, 2004. Así que llama a Octavio: “¿Me estás hablando en serio?”, le pregunta él. “A Toño le va a hacer bien estar con la familia”, dice ella. “¡Pero rayada de mierda! ¿Vos sabés que anoche se murieron casi doscientos pibes? ¿Qué carajo hay que festejar?” “¿Sabés qué hay que festejar? –retruca Emilia, escribe Feijóo–. Que tu hijo no esté muerto, eso hay que festejar.”

LA LUCHA CONTINUA

“La violencia atraviesa la novela, sobre todo la doméstica, que está naturalizada –dice Feijóo–. Trabajé muy conscientemente eso, sobre todo en la familia Galli: ahí está ese hermano mayor –el falso padre de Estanislao– que golpea a su mujer, con el silencio y la tolerancia del resto. Las mujeres aquí son también cómplices y transmisoras de un machismo que se respira continuamente en el libro: Emilia está contenta de haber tenido un varón, porque así se transmite el apellido del padre. Y sabe, además, cuando llama a Estanislao para apretar a la amante de su marido, el verdugo que manipula para no mancharse, que es violento. El tema también aparece en Marguita, su amiga y compañera del colegio, que es abusada por su padre. Pero apenas le cuenta, Emilia toma distancia: no quiere involucrarse.”

Feijóo ofrece otro té. En la pared contra la que se recuesta la mesa de la cocina hay un artículo enmarcado, se titula “El mal absoluto” y fue escrito y publicado en este diario, a veinte años del golpe, por Osvaldo Soriano. “Mataron a treinta mil jóvenes y a algunos viejos, guerrilleros o no –se lee–. Destruyeron la educación, los sindicatos combativos, la cultura, la salud, la ciencia, la conciencia. Desterraron la solidaridad, el barrio, la noche populosa. Prohibieron a Einstein y a Gardel. Abrieron autopistas y llenaron de cadáveres los cimientos del país; dejaron una sociedad calada por el terror que en estos días asoma en el juicio de Catamarca. Somos al mismo tiempo el testigo que se desdice y la valiente monja Pelloni. Somos el juez iracundo, el abogado gordo y el tipo al que retaron por estar con las manos en los bolsillos. ¿Acaso no fue la dictadura, su largo brazo estirado a través del tiempo, la que mató a María Soledad? ¿No es el Proceso que sigue asesinando pibes, asustando, castrando por procuración?”

“Me da tanta rabia que se lo desprecie a Soriano”, dice Feijóo, que nació en La Paternal y empezó a militar a los 17 años. Fue parte de las FAP y estuvo presa entre 1971 y 1973: salió de la cárcel por la amnistía a los presos políticos de Cámpora. A la salida se sumó a una unidad básica. Cuando ocurrió la expulsión de Montoneros de la Plaza de Mayo no estaba de acuerdo con esa línea, ni con la lucha armada y quedó, como muchos, dice, “pedaleando en el aire”. A poco del golpe la secuestró y la largó la Triple A; y cuando procuraba irse del país, en septiembre del ’76, la detuvieron “por los antecedentes” y quedó a disposición del Poder Ejecutivo. En el ’79 la dejaron libre y se exilió, hasta el restablecimiento de la democracia en 1983, en Suecia. De ahí el té, la familia, el estudio del idioma, el fervor por los escritores suecos –entre ellos Mare Kandre, su favorita, inédita aquí– y la escucha por auriculares, mientras pedalea en la bicicleta fija, de novelas leídas en aquella lengua. “Además de que Soriano me parece un tipo entrañable –retoma–, no encontré ningún otro escritor que tenga una percepción tan precisa de lo absurdo del argentino. Nosotros no nos damos cuenta, pero Fellini se volvería loco acá, con esta cosa disparatada. Y Soriano trabajaba eso de un modo fantástico.” Feijóo lee, por estos días, a Primo Levi. Y a Reina Roffé, Bolaño, Tomás Eloy Martínez, Murakami. “Varias cosas al mismo tiempo”, dice.

No le resulta fácil definir qué tipo de escritora es. Y sí, en cambio, responder qué busca con sus libros. “Lo que en general me pasa, lo que está como motor, cuando empiezo, es un interrogante –explica–. Algo que de alguna manera me angustia y no sé responder, aunque sé que detrás hay algo complejo. Puedo decir qué me llevó a escribir cada una de mis novelas.” Hay que preguntar por eso. “En Los puntos ciegos... está la familia como célula de lo social y los mitos en torno a esto de ‘bien constituida’ –arranca–. El amor para siempre, la fidelidad, tener hijos, confortarse y acompañarse mutuamente. ¿Qué hay de cierto en eso? Eso quise investigar. ¿Qué pasa en una pareja a lo largo del tiempo, qué compromisos, qué negocios hace, qué calla, qué soporta, cuánto pierde de sí mismo cada integrante, a qué se renuncia? ¿Qué cosas terribles esconde una familia, qué muertos en el ropero se guarda?”

Hacia atrás, pues, con el origen de los otros libros. La casa operativa: “Yo había borrado la experiencia militante durante muchos años –rememora–. No leía nada de lo que aparecía sobre la época. Porque cada uno tiene sus tiempos para acercarse a lo que vivió, sobre todo cuando fueron cosas muy pesadas. Pero en un momento salió la revista Lucha Armada y empecé a leerla: había ahí material crítico y respetuoso con respecto a la guerrilla de los ’70. Yo no estaba de acuerdo con la entronización de la lucha, nos pintaban como si fuéramos dioses o héroes. En la revista leía a sobrevivientes que contaban sus experiencias y yo conocía de esas cosas al dedillo, porque las había vivido. Pero me sentía completamente ajena a eso, y me asusté. Porque dije: ‘Cómo, ¿qué pasó en mí? Tanta pasión había puesto en eso, y ahora lo leo como si fuera ajeno’. Entonces yo sentí que tenía que volver a recuperar emocionalmente la experiencia, porque de lo contrario era como si mi vida se me escapara. Me puse a leer, a investigar, a comprender qué nos pasaba cuando militábamos. Y ahí escribí”.

“Memorias del río inmóvil fue el libro de la post-dictadura, del fracaso, del intento de reinserción de dos militantes que venían uno del exilio y otro de la cárcel –sigue Feijóo–. Una pareja que no se había visto en siete años y quiere volver a empezar. Mi interrogante, aquí, fue: ¿se puede empezar de nuevo, poner una tapa sobre el pasado y decir ‘bueno, ahora somos dos profesionales y seguimos?’ La trama marca que eso no es posible. Lo escribí en los ’90: es producto del menemismo. La frivolidad de esos años me angustiaba terriblemente. Si hablabas del pasado, enseguida de tildaban de nostálgico. Era una cosa muy dura.” ¿Y Afuera? “Ese libro funciona como novela fragmentada o como una serie de cuentos, cuyos personajes pasan de un relato al otro –explica–. Toda su trama transcurre en Estocolmo, porque su tema es el exilio. Trabajo el exilio como desarraigo total, pérdida de identidad, extrañamiento. Pero no aludo a las razones por las que esos exiliados están allí.”

Emilia, la clase media cacerolera de la 125, ¿de dónde le viene ese veneno? “De su cobardía y de su egoísmo –dice Feijóo–. Uno podría pensar que el ser humano busca saber quién es, conocerse a sí mismo, pero ella no: no tolera la libertad de su madre, quiere que esté a su servicio. De ahí va creciéndole un resentimiento terrible. Yo he visto con frecuencia la mirada deforme que tenemos sobre nosotros mismos. ¿Viste esas mujeres que son muñecas y se ven feas por tener cejas muy tupidas o labios de equis forma? Es bastante propio de la naturaleza humana la subjetividad enorme en la mirada sobre sí. En última instancia, creo que depende de la propia madera de la que está hecha una persona. La madera de Emilia es así: egoísta, miedosa, cobarde.”

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Los puntos ciegos de Emilia Cristina Feijóo Tusquets 260 páginas
 
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