Domingo, 25 de marzo de 2012 | Hoy
Al filo de la producción serial y calibrada de historias encantadoras, Paul Auster ha sabido cumplir con la premisa de que el rendimiento no quita la calidad, si bien ha perdido hondura en algunos de sus libros. Cuando todavía no se siente capaz de entregar una nueva novela, Auster dio a conocer este Diario de invierno, una autobiografía, memoir y bitácora literaria que lo pone otra vez en la senda del emprendedor.
Por Gabriel D. Lerman
Paul Auster no necesitaba revalidar títulos ni confirmar su potencia narrativa, pero ha escrito un libro nuevo que puede leerse como otro nuevo giro austeriano en su obra. Como ocurre en el mundo editorial y literario de grandes estrellas, una tan alta regularidad en la producción intelectual podría semejar a factoría, y esto, acaso, al armado de un séquito fantasma en las sombras, de escribas que reproducen la fórmula, que ponen las piezas del rompecabezas una y otra vez, mientras el hombre relee guiones, bocetos y galeras haciendo gestos de duda, de aprobación, de pedidos de rehacer. Contra toda teoría de la muerte del autor, sea a nivel lingüístico como al nivel sonoramente predicado del remix, del copiar y pegar, todito breve y directo, el hombre ha sabido reinventar el método con pocas fisuras, con mucha solvencia. Paul Auster ha llevado al extremo, y a la supervivencia, la figura del escritor, en un clasicismo que nunca sonará anacrónico ni retro, ya que siempre es narrado desde un después de todo, algo así como un clásico posmo. Ha construido una figura, una obra, con una constancia y una coherencia poco vista y, como esos jugadores bendecidos, o esos expertos en un oficio, abre y cierra las compuertas, se tira el paso con habitual calma y buenos resultados. Mantuvo la figura de autor en la era tardía de la modernidad, donde reinventó a Baudelaire, a Hawthorne y a Kafka bajo un formato urbano, asequible a un neurótico internacional promedio. Todo lo que concierne a la vida del fin de siglo fue parte, alusión, verso, en sus palabras: el padre, los hijos, la bohemia, el lenguaje, el matrimonio, lo judío, lo norteamericano, Nueva York y París. Y todo fue hecho desde un dispositivo de escritura, es decir, de lectura, diáfano y contundente. Hay un dogma en Auster: la escritura es la evocación de las muñecas rusas de distinto tamaño que componen cada relato, así desde la grande hasta la más pequeña, ida y vuelta. La literatura de la literatura pero contada como literatura, eso que es, ay, tan difícil.
Esta vez, con su nuevo libro, Diario de invierno, y con más de veinticinco títulos en su haber, produce otro quiebre interesante, donde se vuelve sobre sí mismo y emprende un relato claramente autorreferente, una autobiografía compuesta de fragmentos de su vida. O, para decirlo en términos más cercanos, un poderoso artefacto de literatura del yo sin renunciar a las reminiscencias del género que, una vez más, rinden culto al siglo de la literatura, el XIX.
El quiebre es análogo al momento en que publicó Cuaderno rojo, su primer libro-cocina, detrás de la escena, bitácora literaria, que surgió una vez publicadas sus grandes obras: la trilogía, La música del azar, La invención de la soledad. Luego, Auster se convirtió en Auster y la fórmula podía romperla (en términos futbolísticos) o romperse (como se rompe un vaso o un plato). Pero le salió bien. Vino el quiebre de su pasaje al cine, esa suerte de transposición corporal en la que el hombre mudó a tierras extrañas, entró al siglo XX. Siempre cool, siempre amarrado a la autorreflexión psicológica que ordena una existencia acotada, regresó a su baldosa con más y más novelas. De esas últimas, la cuenta se pierde y el impacto se atenúa, aunque nunca se fue a marzo ni ofendió a sus editores. Ahora, sin embargo, la campana parece haber sonado nuevamente y Paul Auster está en proceso de cambio y, tratándose aún de un hombre joven, la expectativa vuelve a adueñarse de la escena, o al menos el truco austeriano vuelve a funcionar y todos nos quedamos con la boca abierta. Este “diario” sobre su vida, que amplía y completa desde la madurez a aquel “cuaderno”, está escrito en una rigurosa segunda persona que le habla al otro que está en él, como una narración espejo. “Sin duda eres una persona precaria y dolida, un hombre que lleva una herida en su interior desde el principio mismo (¿por qué, si no, te has pasado toda tu vida adulta vertiendo palabras como sangre en una hoja de papel?), y las recompensas que te brindan el alcohol y el tabaco te sirven de muletas para que tu lisiado ser se mantenga erguido y pueda moverse por el mundo.” Se declara feliz en su matrimonio, pleno de logros y satisfacciones, pero no duda en evocar con gran placer sus andanzas juveniles con prostitutas. Se dice un hombre tímido, ensimismado, y se regodea con una accidentología propia digna de un gato (con siete vidas), pero todo lo hace de un modo seductor y elaborado, lejos del punto de vista de un debilucho. El libro incluye un notable opus, recortado entre las páginas 69 y 122, que es un catálogo de los 21 lugares en los que vivió durante toda su vida hasta hoy.
Hace un mes, Paul Auster declaró al diario El Mundo, de Madrid: “La ficción que escribo últimamente no me entusiasma”, y agregó que se siente “incapaz de entregar una nueva novela”. Hay algo que se perdió en Auster y que, con mucha más sangre y empeño, otros como Philip Roth sí han venido ofreciendo. Sus obras han perdido profundidad, retículas, lazos, referencias a la América honda que pulsa las entrañas de la costa este liberal. Ya no hay tesis ni crítica, no hay desborde. En un momento, Auster evoca un encuentro con Jean-Louis Trintignant donde éste le dice: “Paul, quiero decirte una cosa. A los cincuenta y siete, me encontraba viejo. Ahora, a los setenta y cuatro, me siento mucho más joven que entonces”.
¿Qué pasa, Paul? ¿Qué viene ahora? Pregunta impertinente, pero uno sufre con los ídolos. Sobre el final hay una reflexión amarga sobre Manhattan sin las Torres Gemelas, entonces surge la pregunta de si un norteamericano de su talla y antecedentes podría recomenzar el relato desde ese episodio, porque todavía está aturdido.
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