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Domingo, 16 de febrero de 2003

Partes del Kitsch

POR FLAVIA PUPPO, DESDE MILAN

A las categorías (siempre relativas y variables históricamente) de “buen gusto”, “mal gusto” y kitsch -categorías éstas más “universales”– o la de lo cursi –común al mundo hispanohablante–, habría que añadir categorías del gusto más locales, presentes en nuestra lengua cotidiana y fuente de toda suerte de juicios morales y estéticos.

Juicio estético e historia
¿Es lo mismo el “hortera” español que el “grasa” argentino? Los diccionarios nos dicen que sí, pero el caso es que, para quien conoce ambas culturas, las dos categorías coinciden en muchas manifestaciones, pero no en todas. Originariamente la palabra “hortera” designa a un dependiente de comercio, y por extensión, y con una connotación despectiva, la atribución de ignorancia y tosquedad. De ahí se pasa al sentido más extendido de vulgaridad y mal gusto.
El “grasa” argentino está inscripto en la historia del peronismo. Subyace la idea del “proletario, persona de humilde condición”. Recordemos las palabras de Evita a Perón antes de morir: “Cuidá a los obreros y no te olvides de los grasitas”. Con estas palabras, “los grasitas”, se refería ella a los pobres. El paso de término afectivo a peyorativo ha merecido numerosos debates y discusiones.
Hoy en día, por “grasa” se entiende a una persona ordinaria y rústica, ignorante, torpe y de mal gusto. Pero el término ha extendido su significado en los últimos años para designar también no a una persona de mal gusto (estético) sino vulgar en su comportamiento (no en sus modales): poco sensible, poco diplomática.
Infinitos son los matices de otros términos que designan ideas afines: berreta, groncho, mencho, mersa, pirujo, ordinario, pero ninguno de ellos puede ser aprehendido completamente fuera de la cultura que los crea.

Para una crítica del gusto
Observador atento del arte de nuestro siglo, Gillo Dorfles es, sin duda, una de las figuras capitales de la crítica y la estética contemporáneas. Sus trabajos de investigación han puesto de relieve diferentes aspectos de nuestra cultura, como las oscilaciones del gusto, concepto que ha sido objeto constante de estudio para el crítico italiano. En efecto, el concepto de kitsch hizo su aparición en la inquieta Italia de los años setenta de la mano de un señor elegante, crítico de arte y profesor de Estética, además de artista: Gillo Dorfles.
Nació en Trieste en 1910. Su infancia y adolescencia transcurrieron entre Trieste y Génova. Luego estudió Medicina en Roma y en Milán, y se licenció en Psiquiatría, profesión que nunca ejerció. Fue profesor de Estética en la Universidad de Milán, Trieste y Cagliari. En 1948 fundó, con Munari, Soldati y Monnet, el Movimiento de Arte Concreto (MAC). Entre sus muchas obras publicadas son insoslayables Discurso técnico sobre las artes (1952), Oscilaciones del gusto (1958), El devenir de las artes (1959), Símbolo, comunicación y consumo (1962), Il Kitsch. Antologia del cattivo gusto (1968).
Activo aún, a sus 92 años, en la vida intelectual italiana y europea, Dorfles dicta cursos y conferencias, publica artículos periodísticos, entrevistas y nuevos libros. En el 2001 se realizó una exposición retrospectiva de su obra en el Padiglione d’Arte Contemporanea titulada “Gillo Dorfles. Il pittore clandestino”.

Para una crítica del gusto Radarlibros entrevistó a Dorfles en Milán para interrogarlo sobre el carácter histórico y cultural del gusto. “No me considero un historiador y mucho menos un estetólogo”, aclaró. “Crítico del gusto es la definiciónque más me gusta para lo que hago. Cuando era chico, me preguntaba: ¿por qué no existe una profesión con la que se pueda ganar dinero dando consejos sobre el gusto?”
El concepto de kitsch ha cambiado mucho desde la publicación de su libro Il Kitsch. Antologia del cattivo gusto (Mazzotta, 1968), dado que muchas formas artísticas conviven con él: el Arte Pop se adueñó de elementos tomados de productos de consumo (botellas de Coca-Cola, tubos de dentífrico, latas de alimentos, etc.) y los incorporó como parte de las manifestaciones artísticas. Lo cursi –el kitsch– es de hecho una de las categorías fundamentales de nuestra época; una categoría no sólo negativa porque no persigue sino también positiva, piensa Dorfles, porque también nos protege: “El arte auténtico nos puede fascinar, desilusionar, indignar. Lo cursi nos consuela, nos tranquiliza. Nuestro mismo desprecio establece con él un lazo de sangre. Existe una complicidad que protege lo cursi como existe una ‘mafia’ que protege al delincuente. A esta mafia pertenecemos todos, aun cuando creamos que no formamos parte de ella. Y esto se explica porque hasta los elementos más pequeños de nuestra vida cotidiana, en esta época dominada por una insensatez tecnológica (que quizás dentro de poco dará lugar a una renovada urgencia de actividad artesanal), acaban traduciéndose más bien en manifestaciones cursis que en manifestaciones verdaderamente artísticas. Miremos pues el cursi a la cara, sin anteojeras ni falsos pudores, pero intentemos, en lo más profundo de nuestra alma, no ser y no convertirnos en hombres cursis”.
¿Cómo es que siendo un esteta, un crítico de arte y un cultivador del buen gusto, le fascina tanto el kitsch?
–Yo lo resumiría diciendo que precisamente porque me siento un cultivador del buen gusto es que me da curiosidad lo contrario. Está claro que esta afirmación conlleva un acto de soberbia.
Entonces la pregunta que usted se formula podría ser “¿cómo puede ser que haya gente de tan mal gusto?”
–Exactamente eso fue lo que me pregunté y lo que me animó a ocuparme del kitsch.
Claro, después vienen todas las justificaciones teóricas...
–Sí, pero dicho banalmente, creo que el mundo se divide en dos: los que son cursis y los que no lo son.
Ha usado la palabra “cursi”. ¿Qué diferencia establece entre lo cursi y lo kitsch?
–No sé si soy yo el más indicado para referirme a una palabra española. Pero si me espera un momento voy a traer una definición que me parece la adecuada.
Yo también he traído mis propias definiciones...
–El filósofo Xavier Rubert de Ventós dice textualmente: “Por cursi entendemos la utilización de objetos o modelos de comportamiento de valor expresivo o simbólico socialmente reconocido ‘como si’ fueran constituidos tales en el mismo acto de su actuación”.
Pero aquí nos salimos de los simples objetos para adentrarnos en modelos de comportamiento.
–Precisamente. Por eso creo yo que la palabra cursi es más amplia, ya que contempla también un modo de comportarse.
Con esto, el valor de la palabra se extiende del simple “mal gusto” a una cuestión de comportamiento y de condición social. María Moliner (Diccionario de uso del Español) define así lo cursi: “Aplicado a personas, a sus actos o dichos, y a cosas, se dice de lo que, pretendiendo ser elegante, refinado o exquisito, resulta afectado, remilgado o ridículo”. Manuel Seco (Diccionario del Español actual) dice: “Afectadamente elegante o refinado. Remilgado”. –En efecto; si mi interpretación es acertada, lo cursi significa una especie de mal gusto ético además de estético, un “dárselas de”, una manera de hablar, de saborear las cosas.
Un manera grosera.
–Sí, yo diría grosera más que no educada.
Con lo cual no implica una cuestión de clase social.
–Claro que no, y esto es fundamental. Se trata más bien de una ausencia casi congénita de refinamiento en sus manifestaciones más amplias.
¿Entonces puede haber un campesino o un obrero no cursi?
–Por supuesto. Es más fácil encontrar ejemplos de personas cursis en la burguesía. En palabras pobres se podría decir que es una cuestión de sensibilidad epidérmica, una cuestión de piel...
¿Y el kitsch?
–Kitsch designa sólo una cualidad estética.

Kitsch y arte
¿No cree que en su interés por el kitsch hay también una atracción por lo feo, lo horrible?
–Evidentemente. Es más, creo que una de las características de las últimas décadas del siglo XX y del inicio de este milenio es que hay una atracción por lo feo, lo desagradable, lo pornográfico como elemento artístico.
¿Puede poner algún ejemplo?
–Yo cuento siempre una anécdota. Savinio, el hermano de Giorgio De Chirico, era una persona encantadora, simpática, cáustica, hasta malediciente, y muy inteligente. Una de las veces que fui a su casa, vi que tenía en una estantería una lámpara espantosa. Le pregunté cómo había podido poner semejante porquería en su casa.
¿Y qué le contestó?
–Que lo había hecho a propósito.
¿Tenía una casa bonita?
–Sí, y además de muy buen gusto, con cuadros suyos o de su hermano. Y había elegido esa lámpara, porque colocada en ese contexto le daba al ambiente un toque de vivacidad, de extrañeza, que ningún objeto de “buen gusto” habría logrado darle.
Parecería, pues, que en determinados contextos lo feo cambia de signo y se transforma en algo positivo.
–Al cambiar de contexto, lo que en realidad es feo se convierte en algo interesante y divertido.
¿Y puede ocurrir lo contrario?
–Yo creo que sí, que hasta la Novena Sinfonía de Beethoven puede volverse fea cuando la escucha un burgués y se queda dormido.
Pero entonces ya pasamos del cambio objetivo al subjetivo. Lo que es kitsch para alguien puede no serlo para otro.
–Recuerdo otra anécdota de Savinio. Resulta que en Brianza las campanas suenan con una melodía. ¿Lo sabía?
No. ¿Las campanas de las iglesias?
–Sí, las que sirven para llamar a los fieles a misa. Bueno, pues él lo encontraba horripilante, de mal gusto. Mientras que a mí me parece divertido, de pésimo gusto, pero divertido. Dos personas que nos considerábamos recíprocamente elitistas, diferíamos en la apreciación de este fenómeno.
Sí, pero ambos lo consideraban algo de mal gusto, sólo que usted le veía el lado divertido. ¿Y usted tiene en su propia casa objetos que considera kitsch?
–Claro. ¿No vio el estante que tengo en mi estudio? Venga que se lo enseño... Y Dorfles nos lleva a ver un auténtico muestrario kitsch, su museo portátil: un reloj –copia, obviamente– de Dalí junto a una bola de plástico que contiene un típico paisaje holandés con su molino de viento y la clásica nieve que cae si se aprieta un botón. Una especialidad genovesa de filigrana al lado de una artesanía veneciana de vidrio; ambas de refinada elaboración, pero netamente de mal gusto. Luego encontramos también una escultura de un artista napolitano, Formez, que trabaja con muñecas de plástico y las funde en metal para crear una composición. Detrás, contra la pared, un cuadro pequeño que representa a Napoleón que mira Waterloo, del pintor ítalo-americano Oscar De Mejo. Este artista, sumamente refinado, se divierte haciendo este tipo de cuadros. De Del Pezzo, artista de Nápoles, una de sus composiciones de fondo dorado, voluntariamente de mal gusto.

Lo singular y el conjunto
Creo que es interesante pensar en esta salvedad que usted hace entre los objetos individuales y el conjunto.
–Fíjese que ocurre algo así con la ciudad de Nueva York. Si uno mira en detalle algunos de los edificios y rascacielos, como el Chrysler, el Rockefeller Center, podría afirmar su pertenencia a la categoría kitsch.
Pero el conjunto, la ciudad entendida como una totalidad, es una obra maestra.
¿Hay un kitsch universal?
–Sí, pero en realidad pienso que debería operar desde el interior de una cultura. No debemos olvidar que cosas que nosotros consideramos de mal gusto, no lo son para un alemán.
Llegados a este punto, resulta difícil definir la frontera entre el buen gusto y el mal gusto.
–Bueno, cuando se trata de juzgar otras culturas, más que de kitsch, se trata de una cuestión de diversidad cultural.
Claro, pero en relación con el arte, me pregunto hasta qué punto podemos juzgar algo como kitsch.
–Nuestro aprecio o condena del arte de otras civilizaciones es algo completamente arbitrario.
¿Está de acuerdo entonces en que lo que consideramos más o menos cursi o más o menos kitsch es un juicio dentro de nuestra propia cultura?
–Sí, por supuesto.
¿Puede poner algún ejemplo de lo que usted percibe como cursi español?
–Cito siempre el caso del departamento de Blasco Ibáñez, reconstruido en el Museo Nacional González Martí de Valencia: un cambalache de objetos increíblemente cursis todos apilados... Claro que si le prestamos atención a su prosa...
¿A su prosa?
–Sí, su departamento no desentona con su prosa. Y yo diría que existe un cursi de Blasco Ibáñez como existe en Italia un kitsch de D’Annunzio. A pesar de todo, me resulta más soportable el gusto de Blasco Ibáñez que el de D’Annunzio. De la misma manera que me parece más fascinante el gusto (no el mal gusto, aunque una pizca de kitsch no le va nada mal) del Modernismo catalán respecto del Liberty italiano (que a menudo deja mucho que desear en lo que a buen gusto se refiere).
¿Está diciendo que el Modernismo es cursi?
–Digo simplemente que algunas obras me parecen de pésimo gusto. La Sagrada Familia, por ejemplo.
¿Por qué?
–Porque imita lo antiguo, lo gótico... Aunque también es cierto que la concepción del espacio interior es notable. Por el contrario, pienso que La Pedrera, la casa Battlò, la colonia Güell, son auténticas maravillasarquitectónicas. El espíritu catalán, al rescatar su “cursi”, lo sublimó y lo transformó en obra de arte auténtica, llena de vivacidad y de alegría.
¿Diferente del Art Nouveau?
–En el caso del Art Nouveau belga o austríaco, italiano o alemán, aun cuando una auténtica renovación estructural logra justificar cierta ampulosidad estilística, el resultado conlleva siempre una carga de tristeza, de grisura, de melancolía.
¿Cuál sería entonces la especificidad del Modernismo?
–El haber sabido superarse a sí mismo para ir más allá del kitsch.

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