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Domingo, 16 de febrero de 2003

REGRESO CON GLORIA

UN FANTASMA RESUCITA

Dos libros póstumos de William Gaddis, la novela Agape Agape y una colección de ensayos y escritos “de ocasión” obligan a revisar la obra de uno de los más originales escritores norteamericanos de los últimos tiempos. Ignorado y hasta vilipendiado por sus contemporáneos, la obra de Gaddis hoy nos alcanza y nos toca.

 Por Rodrigo Fresán

¿Puede resucitar un fantasma? Y de poder hacerlo: ¿Es esto una redundancia, una paradoja, una contradicción o, simplemente, un milagro? En cualquier caso, William Gaddis –neoyorquino nacido en 1922, muerto en 1998, escritor fantasma durante su vida y cada vez más vivo desde que dejó este mundo– es el motivo de semejantes preguntas. Autor de cuatro novelas, Gaddis vuelve con dos libros póstumos. El primero –una breve y curiosa novela-diatriba sobre la historia del piano mecánico y la automatización del arte– se titula Agape Agape. El segundo –que reúne su obra periodística, discursos de agradecimiento a diversos premios, apreciaciones de la obra de Dostoievski y Bellow y, sí, un ensayo sobre las propiedades y peligros del piano mecánico– se llama The Rush for Second Plays: Essays and Occasional Writings. Uno y otro han despertado una tan saludable como tóxica polémica entre los nuevos escritores americanos a la hora de volver a evaluar la figura difusa de este escritor del que en algún momento se creyó era un seudónimo de J. D. Salinger y al que en algún otro se le atribuyó el nombre de Thomas Pynchon como máscara detrás de la cual se escondía.

UNO ¿Quién fue William Gaddis? Para algunos, el más dedicado y mejor descendiente de Herman Melville a la hora de arponear el infierno blanco y rojo y azul de Estados Unidos. Para otros, el antecedente directo y fundacional de lo que hoy por hoy siguen haciendo con más o menos gracia gente como Don DeLillo, Richard Powers y David Foster Wallace. Meses atrás, el siempre snob y acusador Jonathan Franzen lo rebautizó como “Mr. Difícil” en las páginas de The New Yorker mientras que Rick Moody –quien considera a Gaddis su héroe– se puso al frente de un número de la revista Conjunctions en el que escritores de todo el mundo alaban su memoria y limpian su nombre. Así están las cosas.
La única y pura verdad, como siempre, está en los libros de Gaddis: la monumental novela Los reconocimentos –de 1955 y publicada en 1987 por Alfaguara en un alarde de audacia que le habrá costado el puesto a algún editor– narra con corazón beatnik y cerebro de Bildungsroman europea la odisea de un ex seminarista y aspirante a pintor que primero restaura y enseguida falsifica cuadros jamás pintados de la escuela flamenca. Es su libro más “narrativo”: más de mil páginas a donde irse a vivir y, después, volver cambiado para siempre. Los reconocimentos gustó poco a críticos que –en ocasiones– hasta confesaban por escrito que no se habían tomado el trabajo de leerla. Un dedicado fan llamado Jack Green editó el alegato Fire the Bastards! y pagó avisos de su propio bolsillo para promocionar la leyenda y, sí, había nacido un culto.
Hubo que esperar veinte años para la llegada de J. R.: otra obra extensa y el libro más extremo y “gracioso” de Gaddis. La saga a puro diálogo y nada más –donde ni siquiera se identificaba a los múltiples interlocutores– de J. R. Vasant, niño de once años que se las arregla para involucrar a un número cada vez más grande de incautos y erigir un formidable imperio financiero desde el teléfono público de su colegio durante los recreos. En algún momento, un personaje menciona que está escribiendo algo sobre el piano mecánico. La novela –aunque le pese a Franzen– ganó el National Book Award y le arrancó un “imposible de leer” a George Steiner, quien se apresuró a aclarar que lo decía como elogio. Alfaguara prefirió no traducirla. Igual destino tuvo Carpenter’s Gothic (1985), la más breve y normalita de sus novelas: romántica y oscura, una love story infeliz y contaminada por los virus del país donde transcurre. Su pasatiempo favorito –título con que Debate publicó A Frolic of His Own en 1995, apenas un año después de su edición en inglés– es una desopilante y paranoica comedia de costumbres escrita con la ayuda de la jerga de los tribunales donde se denuncia la adicción a litigios y abogados del pequeño gran pueblo norteamericano. Una versión posmoderna deCasa desolada de Dickens con la que Gaddis volvió a ganar el National Book Award; sin que esto significara modificar sus costumbres de siempre: salir poco, no dar entrevistas (creía que “un escritor debe ser leído y no visto”), y seguir pensando en que tendría que sentarse a acabar esa nouvelle sobre el piano mecánico que lo venía obsesionando desde su juventud cada vez más lejana. Por fin –justo a tiempo– la terminó. Después se murió.

Dos Gibbs, el narrador de Agape Agape –según Gaddis concluida gracias al descubrimiento de Thomas Bernhard, “un escritor divertidísimo”–, se dirige a nosotros desde su lecho de muerte y no es un narrador feliz. Su cuerpo lo ha traicionado y el mundo es una mierda, dominado por tecnócratas. Y su novela –en la que lleva trabajando años– se deshace en pedazos sueltos e inconexos. Queda poco tiempo para volver a afirmar lo mismo de siempre: la tecnología jamás podrá suplantar la creatividad de los hombres. Así que adiós a la puntuación convencional y hola al libre fluir de conciencia y a la libre asociación de ideas que le permiten al narrador –al recitador, en un casi delirio de agonizante– invocar tanto a Glenn Gould como a John Kennedy Toole, Miguel Angel y Tolstoi a la hora de destilar una última pócima mágica, un tónico para intentar conseguir el “agape”: la sensación de ser uno con el mundo celebrada por los primeros y nada burocráticos escritores cristianos. No lo consigue, claro. Pero en el fracaso de Gibbs está el triunfo de Gaddis alertando desde el Más Allá sobre la música invisible pero cierta de la entropía: “el colapso de todo, del significado, del lenguaje, de los valores, del arte, desorden y dislocación en todas partes hacia donde diriges tu vista, espectáculos y tecnología y cada niño de cuatro años con su computadora, todos son su propio artista...”.
La sensación es la de recibir la imposible última voluntad de alguien que se aleja –más misterioso que nunca– saludando desganadamente con la mano y sonriendo un “Ahora arréglenselas ustedes solitos”.
En eso están ahora Franzen y Moody y buena parte de los escritores de su generación: para bien o para mal, discutiendo y leyendo otra vez al “imposible de leer” William Gaddis. Gane quien gane, Gaddis –como era su costumbre– no hará comentarios al respecto.

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