Domingo, 12 de agosto de 2012 | Hoy
Por Claudio Zeiger
Será difícil olvidar la potencia de ciertos comienzos y de ciertos finales de los cuentos de Abelardo Castillo. Difícil no rememorar la frase que trae la imagen de un gesto leve o un contundente mazazo. “Abrochándose el deshabillé lo dijo.” “Porque aquella noche yo no pude, yo tampoco pude.” “Y le aplasté el cráneo.” O difícil, muy difícil no volver a ver colgando del pizarrón del viejo Colegio Nacional, todavía balanceándose, la inolvidable bolsita blanca de alcanfor arrebatada por un maldito llamado Hernán del pecho de una incauta docente –señorita– argentina.
Lo cierto es que todos esos comienzos y finales y desde luego la miga del medio están nuevamente reunidos en un volumen. Para empezar por el final, El espejo que tiembla (2005). Se puede señalar que este libro es extraordinario; el autor logró aquí depurar el arte tan trabajado por él durante décadas sin caer en reiteraciones ni en desgastados trucos de lo que un cuentista sabe que puede manejar con paciencia y con saliva: la eficacia. El espejo que tiembla es un equilibrio entre lo clásico y lo nuevo, y en vez de repetición hay algunas vueltas irónicas sobre el propio cuerpo textual y sobre la época que más lo identifica como narrador: los años sesenta. De ahí, entonces, se puede volver al inicio, a ese libro de cuentos pionero de los ’60 que fue Las otras puertas (1961), con su inolvidable colección (si se me permite, mis favoritos) de “Los iniciados”. También es difícil medir hoy el impacto y la importancia de ese libro porque la verdad es que participó de la marea narrativa y cuentística de aquella década extensa y rica en calorías (la “década sonora”, la calificaría el propio Castillo): cuentos de Castillo y de Briante, de Piglia y de Andrés Rivera, de Liliana Heker y Humberto Costantini, de Germán Rozenmacher, por citar algunos y no ser injustos con omisiones. (Y claro que estaban en plena producción Cortázar, Borges y Onetti, por citar a algunos otros cuentistas).
Después sería el turno de los Cuentos crueles (1966), donde no se puede dejar de mencionar el antológico “Patrón”, Las panteras y el templo (1976), Las maquinarias de la noche (1992). En conjunto, una amplitud y variedad de registros que sin embargo no quitan el absoluto efecto de conjunto y, sí, es momento de transcribir aquí una de las dedicatorias más mentadas de la literatura argentina:
“Todos mis cuentos
los ya escritos y los que aun quedan por escribir
pertenecen a un solo libro incesante y a una mujer
a Sylvia
quien le dio a ese libro el nombre que hoy lleva
Los mundos reales”
Y ese mundo plural, volviendo al origen, coincide con el plural de esas puertas que también confluyen en una única puerta. Como todos los fuegos son el fuego, y toda puerta no hace más que abrir otras puertas.
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