Domingo, 15 de septiembre de 2013 | Hoy
No es sencillo expresar en palabras la notable vigencia del género gauchesco. No sólo para la crítica literaria, sino también para la cultura popular y masiva, y como un instrumento para pensar la política, la gauchesca tuvo una vida breve pero aun así perdurable. Julio Schvartzman, uno de los máximos especialistas en la materia, escribió un libro minucioso y absorbente, Letras gauchas. En esta entrevista reflexiona sobre el pasado y el presente, la deriva en la música y en el cine de Martín Fierro, sus precursores y sus continuadores.
Por Natali Schejtman
Cortito –al menos abarcable–, rico y generador de una mitología rioplatense que perdura hasta nuestros días, el género gauchesco encierra una serie de discusiones que tienen mucho que ver con la historia y la literatura nacionales, en el sentido más y menos oficial del término. En sus versos aparecen las feroces luchas entre unitarios y federales (con Ascasubi y Luis Pérez a la cabeza), crónicas de la vida rural y, en algunos casos, relatos tan coyunturales del momento –publicados en soportes de lo más portátiles, por cierto–, que hasta podríamos hablar de periodismo en verso. Pero además, la mirada que ha recaído sobre el género, desde su desdén hasta su reivindicación como una literatura testimonial escrita en los márgenes (cosa que no fue), condensa diferentes tipos de operaciones políticas que son fundamentales para indagar en lo que sea que es la cultura nacional (y popular). Julio Schvartzman, especialista en literatura argentina, investiga la gauchesca hace décadas y acaba de lanzar su libro Letras gauchas, en donde demuestra cuán fructífero sigue siendo mirar con lupa la composición de estos versos octosílabos pensados como si fueran payados por los gauchos, pero escritos por intelectuales citadinos. Valiéndose de una bibliografía frondosa, en este caudaloso volumen analiza, de manera fascinante y reveladora, sonoridades, silabeos y figuras poéticas de la gauchesca para proponer hipótesis de lectura tan transversales como las que exige un género performativo, cómico, violento, también melancólico y a veces con intenciones muy concretas en términos políticos. Así, a partir de señalar cómo está escrito y cómo suena en un poema de Ascasubi el participio “oído”, puede trabajar en la relevancia de la escucha para los gauchescos. O exponer otro notable indicador de las diferencias entre la Ida y la Vuelta del Martín Fierro en la decisión de José Hernández de usar la letra “S” (y no “ese”) para describir la forma del facón de Fierro, versus su decisión de unos años después de escribir la “erre” (y no “R”) para esbozar un juego de palabras. Eso, entre muchos otros análisis de un estudio tan riguroso y preciso como amplio e integral.
El libro retoma uno de los puntos del equívoco de lectura de la gauchesca que enmienda Borges cuando advierte que se trata de letrados que copian una oralidad que no es la suya: ¿te parece que esta presunta falsedad sigue siendo un elemento productivo para pensar la literatura gauchesca y la literatura argentina?
–Bueno, yo no hablaría de falsedad. Quiero decir: así como se puede cuestionar lo mismo que cuestiona Borges –la naturalización gaucha de la gauchesca–, el género que va de Hidalgo a Hernández no es un fenómeno de travestismo o de disfraz o de ocultamiento, sino que tiene algo que excede ese uso. La gauchesca excede la mera consideración de que es “literatura de hombres de la ciudad sobre temática pampeana en la lengua de sus hablantes imaginarios, que se basa en la lengua de sus hablantes sociales”. Hay algo que excede todo esto en el sentido de que cierta resolución lingüística, poética, rítmica, viene también de las formas orales urbanas y rurales. Las diferencias pueden ser netas, pero los límites no tan claros. Lo de Borges es extraordinario porque contraviene la naturalización y también porque arruina cierto festín estatal. Pero el problema de absolutizar su opinión es no ver el flujo que va y viene entre oralidad y escritura.
¿Por qué te parece que, siendo un género que duró poco en el tiempo, la gauchesca perduró en la cultura popular?
–A mí me parece que la gauchesca, primero, descubre un tono; eso es fundamental. Y poder leer la gauchesca es entender ese tono, cosa que era un escollo que tenían lectores como Mitre y Cané, que no terminaban de agarrarlo. Es decir: no sabían “ponerse” en gauchesca. Cuando, en correspondencia a Hernández, le reprochan “sus versos mal medidos”, no entienden el habla del género. Esto lo descubrió Elida Lois. Hernández no se equivoca nunca, salvo cuando quiere. Pero no porque ande contando sílabas con los deditos. La cuestión del ritmo tiene una captación no meramente contable, porque supone un fuerte aspecto intuitivo que él maneja, como todo poeta. Pero sí se equivocan algunos lectores. Si Cané lee “Ha-bí-aun-grin-gui-to-cau-ti-vo...”, concluye: “ese octosílabo está malogrado, es de nueve sílabas”. Pero si decís “Hábiun gringuito cautivo...” o “Habiún gringuito cautivo...”, estás apostando a cierta entonación oral que los ortodoxos del decir estándar indiferenciado no hacían; entonces ahí había una barrera para ellos. Había una contraseña, un password, que no tenían. Les estaba vedado el ingreso al texto. Eran ellos los excluidos del texto, no Hernández el excluido de lo poético. Entonces ese tono es extraordinario, pero también divide aguas y por lo tanto ahí hay algo vindicativo que hace que tanta gente se embandere con el tono gauchesco. Ese embanderamiento puede derivar a caricatura, pero es también utilizable para una política alternativa de la lengua.
¿Esta idea de un código o contraseña es comparable con lo que sucedió con otros géneros?
–Por supuesto. Hay contraseñas de lectura y están quienes no pueden entrar. Es la historia de la novela, que cuando logra consolidar un código y establecer una cultura de la lectura, lo rompe y pasa a otra cosa. Las contraseñas funcionan como en cierto momento funcionaron el jazz, con el paso del swing al bebop, y el tango; el tango gardeliano, porque Gardel también encontró un decir, un tono y un fraseo. Esto lo explica muy bien Omar García Brunelli. Hay un antes y un después de ese descubrimiento de Gardel, y eso pega fuerte. Y podemos decir lo mismo del rock nacional, que encuentra hacia fines de los sesenta una forma de decir que en algún punto no es ajena al tango, pero que ya es otra cosa: un léxico y un tono que se encuentran más con la época. El rock encuentra eso y tiñe el habla de varias generaciones. Una recuperación similar es la que veo cuando pregunto cómo escuchaban los viajeros a los gauchos. Bueno, algunos con desdén, y otros decían: “Epa, acá hay algo”; el que dice “acá hay algo” tiene la contraseña. Entonces, si avanza con eso y lo entiende, puede pasar al otro lado.
¿La lectura política e histórica opacó un análisis textual de la gauchesca?
–Hay diferentes historias posibles de la gauchesca. La periodización de Angel Rama es buenísima, pero te lleva a una filiación limitada cuando entrás en la etapa política de “gauchesca federal” y “gauchesca unitaria”. Eso está bien, pero desde el punto de vista poético hay un continuum. Y esto puede ser muy odioso para cierta genealogía política. Yo puedo hacer una genealogía político-poética porque, de hecho, Ascasubi, el gauchesco antirrosista, no se arma sino reelaborando descubrimientos de Luis Pérez, que es el gauchesco rosista. Y Pérez no puede funcionar sino como lector de Castañeda. Y Castañeda es un franciscano, al principio archiunitario, pero que entra en crisis tras el asesinato de Dorrego, que descubre los mecanismos de locución de Hidalgo y los aplica a la prensa, creando personajes-periódicos insólitos que inciden en el espacio público e incluso discuten entre sí, en una especie de comedia de enredos. Estos personajes-periódicos forman un cuadro polifónico. Y además arma esas palabras ensambladas como “gauchi-político”, “federi-montonero”, “chacuaco-oriental”, “choti-protector”, “anti-republicador”. Eso lo aprende también Ascasubi. Castañeda es un periodista original e innovador; hoy sería un blogger ubicuo y transformista, generador de varios blogs que discutieran entre sí y también con su responsable.
Muchos gauchescos tenían esa cualidad de construir una obra inmediata a los hechos que querían relatar. ¿La gauchesca fue también un género periodístico?
–Yo no lo vería así con todos los gauchescos. Por ejemplo, sí lo veo en Castañeda, sí lo veo en Pérez, sí lo veo en Ascasubi. No lo veo en Hernández, no lo veo en el Fausto de Del Campo. El Martín Fierro no es coyuntural. Es decir, habría toques coyunturales en el Martín Fierro que se descubren, pero con lupa y que no son obstáculo de lectura. Hay obstáculos, igual, lingüísticos y de otro tipo. Y bueno, en Ascasubi ni hablar, tiene mil detalles sobre la crónica diaria. Sin embargo, hay piezas que tienen una intensidad tal, que aparecen como islotes autosuficientes, que casi no requieren el comentario exegético ni la nota al pie. “La refalosa” zafa de la coyuntura y se centra en la dimensión excluyente y grotesca del terror. Pareciera que lo representa, pero en realidad lo produce.
¿Creés que el carácter polémico de muchos poemas gauchescos es algo propio del género?
–Teniendo una relación fuerte con la política y con la guerra, se entiende que el aspecto de armar polémica esté muy visible. Pero uno lee La Gaceta Mercantil o la prensa antirrosista, seria o satírica, como el Comercio del Plata o el Muera Rosas, y la polémica está todo el tiempo, también por fuera del género.
¿Y el hecho de estar explícitamente mezclado con lo político y con luchas ideológicas fundacionales pudo haber influido en que siga siendo un objeto de estudio y de interés?
–No creo que el interés sea una especie de viaje en el tiempo o de retrospección. Es más bien un dispositivo que está ahí para ser recuperado en múltiples direcciones. Creo que la gauchesca tuvo una permisividad en el trabajo con la lengua que los géneros más constituidos en el sistema literario no tuvieron, aunque sí se la tomaron tipos geniales como Sarmiento o Mansilla. Es decir: una vez que se produce una opción por la gauchesca, aparece, digamos, ese embrague permisivo. A Pérez, que no es un gran poeta, pero que pone a un gaucho periodista describiendo las celebraciones de los unitarios por el triunfo precario de Lavalle, de pronto se le ocurre llamarlos “inutarios”. Es una clave de resolución poética que se produce, como quería Kleist, en la escritura y no en la deliberación previa. Si Pérez hacía una embestida contra los unitarios por fuera de la gauchesca, seguramente no aparecía esa posibilidad. Leónidas Lamborghini, que tuvo una enorme sensibilidad hacia la cultura popular, trabajó sobre el material que le suministraban distintos géneros, desde la poesía romántica hasta el tango y la gauchesca. Tenemos su reescritura de la payada entre Fierro y el Moreno en el poema “Los dos sabios”. Lee y descubre, recombinando las palabras de la Vuelta, una veta que permanecía invisible. Hace una poesía crítica. Eso se debe a su propia sensibilidad y a su sistema, pero también al material que le proporcionó el género.
En el libro hacés un análisis muy minucioso de los textos, además de contextualizar el género: ¿qué encontrás en el análisis textual detallado del sonido y de los giros específicos de los poemas gauchescos?
–Todo. No porque niegue, grafocéntricamente, eso que se llamaría, de manera bastante absurda, “realidad extratextual”, que es una presencia permanente, sino porque lo que uno postula de un género o está en los textos y en las complejas negociaciones que establecen con múltiples agentes, o no está en ningún lado. Por otra parte, la lectura crítica puede poner en juego herramientas de alta complejidad, pero en el momento del encuentro con el texto, el crítico más sofisticado se equipara al lector más ingenuo. si es que puede postularse un hipotético lector así. Hay un juego de las relaciones emocionales con el texto que vale para todos. Si en función de eso negamos el valor cognitivo de la crítica, hacemos populismo. Pero si en función de la sagacidad crítica descartamos ser interpelados por las emociones, mutilamos la lectura, escindiéndola. La maquinaria crítica o sirve para leer –y leer es una tarea individual y social, personal y colectiva, racional y pasional–, o no sirve para nada.
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