libros

Domingo, 13 de abril de 2003

RESEñA

Malas Artes

El futuro
Gonzalo Garcés

Seix Barral
Buenos Aires, 2003
288 págs.

por Mariana Enriquez
Miguel llega a París desde Chile. Viene a visitar a su único hijo, Joaquín, que acaba de casarse. La relación entre ellos es tensa y complicada: el hijo fue criado por su madre, Miguel suma casamientos y divorcios. La primera noche, Miguel se enamora de la mujer de su hijo, la bellísima e ingenua Mona. Y justo cuando la prudencia le indica que lo mejor es volver a Chile, se lo impide la huelga del sector público que paralizó París entre fines de noviembre y mediados de diciembre de 1995; esa movilización agita además fantasmas de su pasado, el recuerdo de revueltas estudiantiles en el Santiago de la dictadura y el Mayo Francés. Mientras tanto, su hijo trata de terminar un documental sobre Raymond Bulteau, un notorio e incomprendido intelectual marxista. El futuro, la tercera novela de Gonzalo Garcés (tres años después de Los impacientes, que le valió el Premio Biblioteca Breve 2000), está escrita en primera persona. El narrador es Miguel, ese padre inconstante, por momentos insoportable. A sus vagabundeos por París, mientras seduce a la mujer de su hijo, visita viejos amigos y se mezcla con los huelguistas, se intercalan fragmentos de la entrevista a Bulteau, hasta que unos se convierten en el reverso de los otros. Hay cierta indecisión acerca de si El futuro es un juicio generacional o apenas un juicio personal de un hijo a un padre ausente e irresponsable. Esa indecisión se resuelve en el estereotipo.
Con los personajes de Miguel y Bulteau, Garcés intenta desmitificar a la generación del sesenta. Uno es la contracara del otro: Miguel un burgués conformista, Bulteau un marxista dogmático que cayó en el delirio místico allá por Mayo del ’68. La operación desmitificadora no funciona porque Garcés no consigue que Miguel y Bulteau sean personajes más allá del estereotipo, dos resultados del fin de la utopía: para el primero, la derrota de ayer se convierte en frivolidad; para el segundo, en martirio. Garcés opone la izquierda ortodoxa (Bulteau) a la izquierda hedonista (Miguel), categorías rígidas y, nuevamente, estereotipadas.
Miguel, el padre chileno que en el pasado jugó a revolucionario, es hoy el prototipo de latinoamericano rico y neoliberal que cita más marcas que Patrick Bateman (“le había traído a él una cámara Nikon N80 con teleobjetivo, 725 dólares, y a ella una pluma Montblanc, 450 dólares, y un juego de cubiertos Christofle”). Su cinismo y amarga ironía busca complicidad en el lector, y hasta rechazo, pero Garcés es demasiado elegante para atreverse a grados de virulencia como los de, por ejemplo, Fernando Vallejo, y está claro que no es dueño de una pluma tan feroz y brillante como la del colombiano. El máximo de virulencia se encuentra en pasajes como los siguientes: “Yo tenía treinta y cinco años y había descubierto que el socialismo me importaba un pito, que odiaba la miseria y la charlatanería y quería vivir con alguna comodidad”; o “Me resulta imposible considerar normal a alguien con un sueldo por debajo de 1000 dólares y sin educación superior”.
El dogmatismo de Bulteau es igualmente predecible: “Quisieron un socialismo más sensual; con el tiempo quedó sólo el interés por el sexo. Por eso hoy son pilares del capitalismo. La consecuencia es este occidente donde los pocos privilegiados ahogan su frustración comprando lo que no necesitan. Donde los padres ricos, reducidos a una adolescencia eterna, vagan buscando a su próxima compañera de cama”. Llega un momento en que Joaquín debe decidir qué padre prefiere, qué derrotado prefiere: el irresponsable hedonista o el iluminado fundamentalista.
Los mejores momentos de El futuro son aquellos en los que Garcés se limita a plantear el problema de la paternidad, la tensión entre padre infantil e hijo viejo, padre que necesita ser cuidado, hijo sobreprotector. Allí, tanto Miguel como Joaquín se humanizan, y su enfrentamiento resulta creíble y hasta conmovedor. Pero el tono de la novela, la catarata de indicios “refinados”, los personajes “exóticos”, ahuyentan toda calidez. Un amigo de Miguel, Dino López Yavar, se está muriendo de cirrosis, pero fue genio de la Facultad de Filosofía y tradujo el Tao Te King antes de los veinte años; otra amiga, Sofía Luisa, es una psicoanalista argentina casada con un etnólogo; Mona, la nuera, es nativa de Karachi, tan hermosa que la gente la confunde con la estrella de cine indio, y su padre musulmán dirige Exxon Oil; la mejor amiga de Mona es suizo-vietnamita. Cuando Miguel abre la heladera, encuentra “una botella a medio acabar de Riesling Blanco y un plato de arroz basmati azafranado”. Pero toda esa sofisticación le falta a Garcés para construir un relato sólido y sutil. El futuro es una novela correcta y ligera, que amenaza con un parricidio, y se conforma con la trivialidad.

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