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Domingo, 15 de marzo de 2015

LA NOVICIA REBELDE

Lejos de ser un esbozo o proyecto en borradores, la que dejó Ana María Matute antes de morir fue una novela plena y corregida pero sin terminar. Y llegado el punto culminante de su trama, un episodio dramático de la guerra civil protagonizado por un combatiente republicano y dos muchachas que se disputan su amor. Novela de claroscuros y matices delicados, Demonios familiares es el testamento de la gran escritora española que supo ganar el Premio Cervantes.

 Por Juan Pablo Bertazza

Llama la atención: a pesar de que cuenta con un prólogo y un epílogo, la edición de Demonios familiares –novela que dejó inconclusa Ana María Matute al fallecer el año pasado– en ningún momento revela –ni tampoco sugiere– cuál podría haber sido el desenlace de una trama que se desvanece de manera abrupta, en lo mejor de la historia, cuando el libro nos cierra la puerta en la cara y quedamos sorpresivamente del otro lado, sin ninguna llave para volver a entrar.

No es un dato menor porque los autores de ambos comentarios conocieron muy de cerca a quien haya sido, tal vez, la escritora española más importante del siglo XX (firme candidata al Nobel en 1976, miembro de la Real Academia Española y ganadora del Premio Cervantes 2010), a tal punto que la escritora María Paz Ortuño la ayudó incluso a trascribir buena parte de la novela. Tampoco es cierto que Demonios familiares sea un proyecto, un esbozo de novela. Todo lo contrario: hasta donde llegó a escribir se advierte el enorme grado de obsesión de Matute por delinear cada frase, por dar con el tono indicado y encender a todos los personajes de la trama con su luz propia.

La sumisa, solitaria y muy sobreprotegida Eva está por cumplir los dieciocho años de edad cuando sale del convento donde, por elección propia, se venía formando como novicia. Luego de poco más de un año regresa así al hogar familiar –conocido sintomáticamente por los vecinos como La casa de los fantasmas–, ubicado en La Era, un pequeño pueblo del centro de España. La bienvenida no es del todo alegre: el inmueble donde viven su padre –un coronel autoritario, envejecido y mañoso–, Magdalena –una mujer que dedicó toda su vida al servicio de la familia– y Yago –aparente sirviente del Coronel pero que esconde más de una revelación– continúa plagado de recuerdos, murmullos, silencios, órdenes, espejos y enormes retratos de muertos –de Madre que, pese a su apodo, es en realidad la abuela, y de Fermín, difunto hermano mayor al que el Coronel escucha llorar por las noches– que parecen, por lo menos, tan vivos como los propios habitantes de la casa.

A pesar de que el entorno no es de lo más estimulante, y que ella misma define su infancia como “el repetido llanto de un niño en la oscuridad, un llanto sin voz, que nadie oyó nunca”, Eva empieza a sentir una inédita sed de libertad que, por primera vez en su vida, la impulsa a desobedecer los mandatos. Pero ese deseo no sólo proviene de su interior sino de lo que dejan entrever algunos sitios clave como el desván o los alrededores del bosque (emblema prototípico del riesgo, de lo desconocido), que se vuelven tan nítidos como el resto de los personajes: “La proximidad del bosque y de los huertos que rodeaban la casa despedía un aliento salvaje, de cruda primavera, todo parecía a punto de nacer”; “El calor de la noche entraba a raudales lanzándonos su aliento como un gran animal”.

A la inversa, algunos de los personajes de esta novela parecen mimetizarse con el entorno hasta alcanzar cierta omnisciencia que sólo tienen los objetos: “Magdalena veía a través de las paredes, no sólo vivía en aquella casa sino que formaba parte físicamente de ella, como uno de sus muros, uno de sus maltrechos escudos, o cualquiera de los viejos retratos que cubrían las paredes”.

Es en ese contexto entre lírico y alucinado que Matute hace estallar, para colmo, la Guerra Civil –uno de los tópicos más repetidos en su literatura– y entre las múltiples consecuencias de los primeros acontecimientos habrá una que involucrará a Eva de cuerpo entero: una dicotomía, una tentación contra todo sentido de la moral que la empuja a cometer, precisamente, su primer gran pecado.

Aunque tal vez no se diferencie demasiado de todos los libros que conforman su obra, hay algo en lo que Demonios familiares parece elevarse sobre los trabajos anteriores de Matute: su claridad para dar cuenta del doble cruce fundamental que encarnó su autora entre vida y literatura e infancia y adultez. Los problemas de salud que la aquejaron desde muy chica fomentaron su deseo de escribir, en el marco de una infancia que estuvo, desde siempre, ligada a la adultez. Ella misma denominó a su generación como la de “los niños del asombro”, en referencia a esa enorme marca de la Guerra Civil que los despojó de todo juego, dejándoles a cambio la imaginación –y la palabra– como única herramienta para elaborar lo indecible. Matute es, en ese sentido, una escritora clásica que no tuvo infancia y, al mismo tiempo, nunca dejó de ver la vida con cierta mirada de niña.

Por eso, aunque no coincidan algunas fechas y hechos, hay algo muy autobiográfico en el personaje de Eva, sobre todo en ese afán de bautizar, de nombrar por primera vez, de manera tan llana como laberíntica, tan infantil como lúcida, emociones inéditas como, por ejemplo, el advenimiento del deseo: “No tenía sensación de peligro porque el peligro no suele conllevar la especie de alegría que me agitaba. Y este sentimiento sí era extraño, nuevo. Porque, quizá (pienso ahora), era una alegría con remordimiento”.

Demonios familiares. Ana María Matute Destino 182 páginas

Esa misma definición podría aplicarse a su propia literatura, increíblemente apta tanto para chicos como para adultos, tan deudora de la imaginación como de la realidad, que captura y congela a la perfección (y en ese sentido Demonios familiares es reveladora) esos comienzos de las películas de terror en los que se muestran chicos jugando –casi siempre en el jardín de una casa feliz, con nostálgica música infantil– justo antes de que irrumpa lo peor, lo más temido.

Y a pesar de que es probable que a más de uno le den ganas de saber qué final tenía en mente Matute para esta novela, la resolución quizá no sea lo importante. Porque, es cierto, esa incertidumbre lleva el mismo tono que toda la novela y exactamente el mismo color, hay que decirlo, del gran enigma. De la muerte.

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