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Domingo, 9 de noviembre de 2003

La memoria del mundo

Por Umberto Eco

La memoria triunfa siempre, porque es muy difícil olvidar. Desde los albores de la antigua Grecia hasta la época barroca, la gente se preocupó de desarrollar la mnemotecnia, el arte de la memoria. Era un esfuerzo descabellado y sublime, a la vez destinado a ayudar al hombre a recordarlo todo, la totalidad del saber conocido. Pero ya en la época en que existía esta tradición mnemotécnica, se planteó el problema de saber si existía también una técnica para olvidar.
Según los mnemotécnicos clásicos, se olvida por enfermedad, por trepanación cerebral, por represión, por ebriedad o por accidente. Pero, según parece, es imposible olvidar a voluntad. Se ha intentado muy seriamente descubrir técnicas para olvidar. Gesualdo, en su Plutosofía, propuso un experimento: imaginar una habitación repleta de símbolos de recuerdos que se quiere olvidar, y representarse a sí mismo en el momento de arrojarlos por la ventana. Pero este experimento demuestra que lo único que se consigue es reforzar los recuerdos que se quería eliminar. Los que saben qué es lo que quieren olvidar –un amor desdichado, la muerte de una persona amada o la ignominia de una humillación–, saben también que mientras más se esfuerzan por borrar un recuerdo, lo que consiguen es que la imagen que queremos eliminar se sitúe con más fuerza en el centro de nuestra conciencia.
Tal mecánica individual que nos impide olvidar, esta imposibilidad de hacer un arte del olvido personal, no existe tratándose de colectividades. Quizás esto se deba a que la memoria colectiva ha sido delegada en especialistas, en los historiadores, en los archiveros, en los periodistas, que pueden elegir entre el silencio, la reticencia, la censura.
Sin embargo, no se trata solamente de eso, pues tal memoria colectiva se las arregla, a veces, para sobrevivir a las censuras del poder y a los silencios de los historiadores. Ocurre que, para restablecer la concordia, para favorecer una nueva alianza, el poder político se calla y pasa en silencio la xenofobia, la memoria de una guerra, de una invasión, de una colonización. Pero la memoria colectiva resiste: la gente murmura, la memoria subsiste por el cotilleo, la sátira, los cotidianos actos de desconfianza.
Por consiguiente, no siempre es la razón la que hace que las colectividades olviden. Se debería hablar a este respecto de un olvido metafórico, puesto que no se trata de la supresión de algo que ellas ya sabían, sino de una ausencia de saber. Lo que sucedió realmente y que seconserva en los archivos no llega hasta el cuerpo social. Se descubre entonces que los jóvenes tienen una noción imprecisa del pasado reciente, que no saben quién era Truman, que no son capaces de situar en coordenadas temporales exactas las Guerras de los Treinta Años, que confunden con la Guerra de los Cien Años.
Este bloqueo de la memoria colectiva parece afectar cada vez más a las nuevas generaciones e incluso a los adultos. La causa del fenómeno es el exceso de información que merece ser almacenada en la memoria. El saber histórico nos abruma. Antiguamente, la única forma que tenía la gente de conocer su pasado era por medio de leyendas, de simplificaciones poco realistas. El mundo moderno, en cambio, ha elaborado una técnica historiográfica rigurosa, de manera que hoy sabemos lo que nuestros antepasados no sabían. Este depósito de memoria histórica ha llegado a ser excesivo.
Estamos estupefactos frente a los archivos del pasado del mismo modo como nos sentimos desconcertados ante ese archivo del presente que es la World Wide Web de Internet. ¿Buscamos información sobre un tema cualquiera? Como respuesta obtenemos una lista con diez mil sitios. Nuestro poder de discriminación y de elección se paraliza; optamos por renunciar. Saber demasiado es lo mismo que no saber nada.
Igual cosa ocurre con el saber histórico. Algunos rehúsan conscientemente a saber demasiado. En el departamento de Filosofía de una gran universidad norteamericana, un eminente colega había hecho poner un anuncio donde se leía: “Prohibida la entrada a los historiadores de la Filosofía”. El mencionado colega me explicó que no tenía mayor importancia saber si tal o cual idea había sido elaborada por Aristóteles o por Descartes, porque, o bien es falsa, y entonces no vale la pena reflexionar demasiado sobre ella, o bien puede ser verdadera y válida para mí, en cuyo caso debo descubrirla en el curso de mi investigación personal. Y en ese contexto personal, la misma adquirirá un valor distinto al que tenía originalmente. Mi respuesta a este colega fue la siguiente: “Pero si sabes que tal idea fue propuesta por Aristóteles, podrás evitar los errores que otros han cometido, podrás descubrir que la misma no podía prosperar. Eso puede ayudar”. Su reacción, sin embargo, fue casi fundamentalista, debido a que tenía la impresión de que el exceso de memoria anularía su capacidad de invención.
Ahora bien, el problema no es el de formular por enésima vez la máxima Historia Magistra Vitae. Digámoslo claramente: la Historia no nos enseña a actuar; de lo contrario Hitler no habría emprendido la campaña de Rusia, puesto que tenía ante sus ojos el ejemplo histórico de Napoleón. Y no nos enseña a actuar, porque nuestros deseos nos inducen siempre a reinterpretarla de mala fe.
No obstante, es la memoria del pasado la que nos dice por qué nosotros somos los que somos y nos confiere nuestra identidad. Los individuos están conscientes de esto, como aquellos niños expósito que se esfuerzan por descubrir sus orígenes para subsanar esa carencia fisonómica que los hace desgraciados, psicológicamente imprecisos, desfigurados por no tener un rostro definido. Cuando en algunas universidades norteamericanas veo a estudiantes negros que rechazan oír hablar de Shakespeare o de Julio César, y sólo aceptan que se les hable sobre los mitos de los dogones o sobre la historia del imperio de Mali, experimento la sensación de una nueva “guetización”, porque su problema no es solamente recuperar la identidad cultural de sus ancestros. Los occidentales deberían hacer suya también esa identidad y estudiar, asimismo, el imperio de Mali paralelamente al imperio carolingio. Pero no se trata tampoco de estudiar el imperio de Mali y olvidarse de Shakespeare, porque la identidad de un negro americano depende también, necesariamente, de Shakespeare y de Julio César. Y si no acepta esta verdad, ni siquiera entenderá por qué va a ver la película Titanic, ni las emociones que siente. Habiendo nacido en el continente americano, los estudiantes negros son igualmente hijos de lamemoria de Occidente: privarlos o privarse de esta memoria representa un despojo, una herida, una imposición que los margina una vez más.
Esto nos permite entender por qué nuestra memoria debiera ser voraz, absorberlo todo para construir nuestra identidad, tanto en el Tercer Mundo como en Europa. En la memoria histórica de las escuelas occidentales fue necesario inventar a Asterix para que los niños italianos aprendieran lo que los niños franceses ya sabían, esto es, que además de la historia de los romanos, está también la historia de los galos. Traten de imaginar lo que sería para los niños de Europa un libro de Historia que hablase al mismo tiempo de los celtíbaros y de los sármatas, de la revocación del Edicto de Nantes y la revuelta napolitana de Masaniello, de Magallanes y de las razones centenarias por las cuales Kosovo o El Líbano son lo que son actualmente; de los protestantes suecos y de los judíos españoles antes de la Reconquista, de Santa Hildegarda de Bingen y de Santa Catalina de Siena... ¡20.000 páginas! ¡No hay que reírse! ¡O libros de 20.000 páginas o manuales nacionalistas! ¿Cuál será la solución? La solución es que habrá que elegir para poder hacer frente al exceso de información.
Sin embargo, deberíamos encontrar un medio para recordar lo que nunca hemos sabido. Este problema me obsesiona desde hace mucho tiempo: ¿cuál será el futuro de los libros? Desde mediados del siglo XIX se comenzó a hacer libros a base de madera en lugar de tela. Pues bien, mientras que todavía se puede leer un incunable en la actualidad, un libro publicado en la segunda mitad de este siglo tiene una vida útil de poco más de setenta años, e incluso menos si se trata de uno editado por Vrin en los años cincuenta; todas mis obras de Gilson se están cayendo a pedazos. Se sabe que hay muchas formas de salvar un libro: tratamientos químicos (pero son demasiado costosos para bibliotecas que tienen diez millones de volúmenes), memorización informática (pero hay que tener en cuenta la fragilidad del soporte magnético), el microfilm (pero es un material que sólo pueden utilizar los iniciados), reimpresiones sucesivas (pero entonces la permanencia en el tiempo dependería exclusivamente de los editores y los comerciantes). Debería haber un comité de sabios que decidiera qué libros salvar. Yo espero de todo corazón no tener nunca que formar parte de tal comité, porque me sentiría culpable de parricidio. Pero nuestro deber maldito y nuestro privilegio no querido será decidir, de alguna manera, qué es lo que merece la pena de ser recordado.
“Agobiados por nuestro conocimiento histórico, no podremos rechazarlo”, decía Nietzsche. Y tenía razón: nuestro saber histórico nos agobia. Sin embargo, debemos rechazar su rechazo e ir más allá de su bien y de su mal.

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