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Domingo, 16 de noviembre de 2003

El joven Coetzee

POR GUILLERMO SACCOMANNO

Firma siempre sus ficciones prescindiendo, elusivo, de sus dos primeros nombres, que reemplaza por las iniciales. Y esto quiere decir algo, algo que tiene que ver con asumir una identidad no en los dos primeros nombres, de resonancia inglesa, y sí en el apellido afrikaaner. John Michael Coetzee –mejor dicho J. M. Coetzee– nació en Ciudad del Cabo en 1940. Y es el último Nobel de Literatura. Antes del polémico y suculento premio sueco, Coetzee ya tenía una performance notable en la cosecha de galardones: el CNA, el primero de las letras sudafricanas, The Irish Times International Fiction; el Jerusalem, el Prix Étranger Fémina, y dos veces el Booker Prize. En su caso, esta gloria curricular estuvo siempre justificada por una escritura afiladísima y una visión amarga de lo social.
El caso Coetzee, en este punto, es de coherencia extrema. En su obra lo político, siempre visible pero sin panfletarismo, adquiere una potencia que corre pareja con su oficio narrativo, el don de atornillar al lector a un pathos que exprime hasta agotarlo. Coetzee ha admitido, y sus textos lo corroboran, que no puede liberarse de las tensiones de lo colonial. Están ahí, omnipresentes: son una marca. El escritor entonces las asume, pero al hacerlo, escritura mediante, las resignifica. Diez años antes de que a Coetzee se lo premiara con el Nobel, Edward Said, el crítico y pensador palestino recientemente fallecido, en Cultura e Imperialismo ya ubicaba a Coetzee entre los mejores escritores africanos: Bessie Head, Alex La Guma, Wole Soyinka y Nadine Gordiner. La literatura de Coetzee plantea cómo se puede escribir una literatura que se lea con el placer que brindan los grandes relatos y, a la vez, opere como cuestionamiento y perspectiva crítica de la situación colonial.
Al margen de aquellas novelas suyas paradigmáticas de un tratamiento crudo y destemplado del apartheid, la intolerancia y sus efectos, Coetzee ha comenzado en estos años un ciclo de novelas autobiográficas. Puede discutirse la legitimidad de una escritura de “memorias” en función de una presunta objetividad. Pero Coetzee desconfía de la objetividad. El poder se ha introducido en el cuerpo y es allí donde debe ser cuestionado. Con una prosa acerada, lacónica, que trabaja entrecortada, con un fraseo abrupto que astilla la narración, encara el género empezando por la demolición de su propio yo. Es que cuando Coetzee se mete consigo mismo, se las agarra meticuloso con todo lo que hay del poder dentro de sí.
En 1997, Coetzee publicó Boyhood. Scenes from a Provincial Life, traducida menos sugestivamente como Infancia. Crónica personal y confesión, Coetzee narra en tercera persona y en presente, manteniendo un tono monocorde, obsesivo, que remite al lector a la impudicia de estar asomándose a los secretos de un diario íntimo. De entrada, Coetzee se las ingenia para ubicarlo a uno en la vida chata y desolada de un chico criado en la periferia, entre ciudades de segunda y granjas en decadencia, en una geografía donde se combustionan las ruinas de un perdido esplendor colonial en un paisaje salvaje. Coetzee empieza Infancia de este modo: “Viven en una urbanización a las afueras de Worcester, entre las vías del ferrocarril y la carretera nacional. Las calles de la urbanización tienen nombres de árboles, aunque todavía no hay árboles”. La infancia del chico llamado John está aterrorizada por la inclemencia doméstica y la violencia social, que para Coetzee actúan siempre ensambladas. El recelo de un ambiente donde dos culturas dominantes rivalizan –la boer y la británica– no es menor que el desprecio inspirado por la negritud. Coetzee anota: “Simplemente no se sabe cuándo dejan de ser niños y se convierten en adultos”. Pero, si es cierto que ser un chico negro puede resultar una pesadilla, el mundo que se le revela al chico blanco no está tampoco exento de amenazas: la represión es más que un gesto, una costumbre familiar que se ejecuta aplicando un castigo corporal feroz. Coetzee apunta este silogismo: “La belleza es inocencia, la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del placer; el placer es culpable; él es culpable. Ese muchacho, con su cuerpo nuevo, intacto, es inocente, pero él, gobernado por sus oscuros deseos, es culpable”.
La infancia que describe Coetzee no es, en absoluto, un relevamiento bucólico. El chico no es sólo un chivo expiatorio en una sociedad reprimida y represora. También lo es en su pertenencia e identidad: colonizadito por las reglas del mundo adulto, se siente extranjero de la cultura afrikaaner. Hay una pregunta que se desprende todo el tiempo de la lectura de esta novela: ¿cuál es el sentido de testimoniar todo este sufrimiento, una serie interminable de vejámenes donde la epifanía está desterrada? ¿Autocompasión, venganza, denuncia? Coetzee reflexiona sobre el final: “Lo han dejado a él solo con todos los pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros, toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo hará?”. En 1961, en Los condenados de la tierra, el martiniqués Franz Fanon profetizaba: “Viejos episodios de la infancia serán recogidos del fondo de la memoria, viejas leyendas serán interpretadas en función de una estética prestada y de una concepción del mundo descubierta bajo otros cielos”. Coetzee parece hacerse cargo de la profecía.
Si bien Infancia es un relato autónomo, sobre el final se sugiere que la iniciación recién empieza. Y continúa en el 2002, cuando Coetzee publica Youth (Juventud). El adolescente, ahora, está dejando de serlo. Si el presente sudafricano del héroe en el relato, a comienzos de los sesenta insurreccionales, se le torna conflictivo, todavía más el porvenir. “Vive en un departamento de una sola habitación junto a la estación de ferrocarril de Mowbray, que le cuesta once guineas al mes.” La narración persiste rigurosa en esa fría e inquietante tercera persona que Coetzee convierte en espejismo de la primera. El protagonista ha crecido, y la proximidad de la estación parece anunciar un viaje que se huele en el aire. La descripción de su vivienda y la referencia al dinero prenuncian ya lo que será la búsqueda del joven John: una independencia difícil de lograr, cuartos miserables, el sustento escaso. Aunque en más de un aspecto, al bucear en sus mínimos comportamientos, se siente un niño, pronto empieza a descubrir que la supervivencia en el mundo adulto no es tan sencilla como irse de casa.
El joven John trabaja de bibliotecario, se curte en flirts lamentables y sueña con hacerse poeta. En la universidad, mientras estudia matemáticas, arranca con las lecturas casi obligatorias de un vate en ciernes. La devoción por T. S. Eliot lo templa. A través de una cita de Eliot puede detectarse una clave de la escritura en superficie gélida de Coetzee: “La poesía no es un dejar libre la emoción sino una huida de la emoción. No es una expresión de personalidad sino una huida de la personalidad. Pero sólo aquellos que tienen personalidad y emociones saben lo que es huir de tales cosas”. Al joven John las emociones lo arrinconan. Una marea de negritud insurgente se encolumna rabiosa por las calles, pasa delante de la universidad, imprime terror. Sus certezas bien pensantes se tambalean. Con respecto a los negros, se pregunta: “¿Qué esperanza hay de enfrentarse a ellos cuando no se cree en lo que se defiende?”.
El joven John pertenece al mundo blanco, a la cultura rubia de los colonos, pero la contradicción del intelectual colonizado lo socava. Argelia es uno de los pronósticos que se asigna a esta sociedad crédulamente europea. Entonces la alternativa, como lo fuera para Camus, es emigrar. Para ir a París “tendría que haber estudiado en el tipo de colegio de clase alta donde se enseña francés. En cuanto a Viena, Viena es para los judíos que regresan a reclamar sus derechos de nacimiento: positivismo lógico, música dodecafónica y psicoanálisis. Queda Londres, donde los sudafricanos no necesitan papeles y la gente habla inglés”. Como toda gran novela, Juventud es, en su longitud medida, más ambiciosa de lo que parece. Y exige no ser leída desde una sola mirada. Juventud es una novela de iniciación, pero también de exilio. Juventud se transforma entonces en un magnífico testimonio de la discriminación racial y de clase. Al joven John lo esperan en Londres el desprecio hacia el provincianismo (¿qué otra cosa es alguien que viene de las colonias en la capital del imperio, por más que sea blanco?) y los trabajos de segunda (para eso están los inmigrantes). Allí donde se encuentre, por mucho que se esfuerce en ocultar su acento, seguirá siendo un afrikaan. Por más que imite una dicción, que replique un tono, su esfuerzo por esconderse en esa lengua afín es vano: esa lengua no es común. Y el acento no es una cuestión menor. El joven John se emplea en IBM (la descripción que Coetzee hace de la empresa de informática es absolutamente kafkiana), y en su tiempo libre la soledad se le viene encima. Frecuenta librerías, va al cine, ve los films de Antonioni con Monica Vitti y los de Godard con Anna Karina. De establecer un símil de amistad, en lugar de relacionarse con intelectuales, como le gustaría, sólo puede hacerlo con hindúes imbecilizados por la vida británica. Las chicas que conoce no tienen nada de esas dos actrices que lo enamoran: son insulsas, desabridas, y lo hunden en una soledad todavía mayor. Lejos de integrarse, en Londres se sume en la angustia. Se da ahora cuenta de que, a diferencia de lo que pasa en la universidad, en “la vida real no hay exámenes en los que apoyarse. Por lo visto, en la vida real lo único que sabe hacer bien es sentirse deprimido. En el sufrimiento sigue siendo el mejor de la clase”. Los modelos literarios que admira no le sirven. En sus reflexiones se suceden las referencias literarias. Al comparar su existencia con las biografías de sus fetiches, el joven John se advierte mediocre, egoísta, aburrido. En un verdadero festival de la autocompasión, el joven John cambia de empleos para peor, mientras sus amoríos declinan en el patetismo. Un aborto y la hemorragia de una virgen lo dejan impávido. Un desliz homosexual y la muerte de un amigo hindú lo paralizan. Ya le falta menos para tocar fondo.
Podría pensarse, en esta zona de la narración, que cuando Coetzee habla de literatura, simplemente se ocupa de definir los modelos de su iniciación. Para Coetzee, en verdad, la literatura no es sólo un discurso estético; más bien le resulta la herramienta propicia para otra clase de discurso: el político. Exiliado de su acento, el joven John es un inmigrante más, uno de los tantos colonizados que buscan una existencia más digna en el imperio que, si antes les extirpó la identidad, ahora los emplea para que se ocupen en negocios limpios de su ropa sucia. Si el joven John quiere ser escritor, dueño de una voz propia, deberá antes resignificar su identidad; es decir, asumirse como colonizado. Allí donde Ishiguro y Kureishi, a su pesar, se rinden ante la experiencia de la metrópoli, Coetzee, un blanco, un rubio, apunta más allá y escarba con una prosa de impertérrita distancia las contradicciones del intelectual colonizado, trasladando en la práctica narrativa las conclusiones de Suart Hall.
“¿Patriotismo?”, se interroga ahora el joven John, cuando las contradicciones lo empujan hacia la fisura. Así descubre en el British Museum un texto imperial: Los viajes de Burchell, una crónica de viajes de comienzos del siglo XIX, que releva una exploración por Africa. “Puede que Burchell no sea un maestro como Flaubert o James, pero lo que escribe ocurrió de verdad”, se dice, por primera vez realista. Lo que ahora se propone es escribir algo que tenga “el aura de lo verdadero”. Todavía le falta un trecho.
Consigue un empleo en las afueras de Londres. Retirado en el campo, debe admitir su fracaso una vez más y, como Sísifo, empezar de nuevo. “Tiene que sentarse y escribir, es la única manera. Es muy consciente de que sufracaso como escritor y su fracaso como amante van tan estrechamente ligados, que muy bien podrían ser la misma cosa. Hay otra manera más brutal de decir lo mismo. De hecho, hay mil maneras: podría pasarse el resto de la vida escribiendo una lista. Pero la más brutal es decir que tiene miedo: miedo de escribir, miedo de las mujeres.” En esta sucesión de revelaciones, el joven John repara en que sus ídolos “se pasaron años debatiéndose con las mismas exigencias que él ante la página en blanco. Se debatieron, pero al final recuperaron la compostura y escribieron lo mejor que pudieron lo que tenían que escribir, y lo enviaron por correo y sufrieron la humillación del rechazo o la humillación equivalente de ver sus efusiones en fría impresión, en toda su pobreza. Del mismo modo, esos hombres habrían encontrado una excusa, por pobre que fuera, para hablar con alguna chica guapa en el metro, y si ella girase la cabeza o dejase caer algún comentario mordaz en italiano a alguna amiga, bueno, habrían encontrado el modo de sufrir el revés en silencio y al día siguiente lo habrían vuelto a intentar con otra chica. Así es como se hace, así es como funciona el mundo. ¿Qué más hace falta sino una especie de obstinación estúpida e insensata como amante y escritor unida a la buena disposición para fracasar una y otra vez?”.
Nada casual que en la búsqueda de una escritura personal, el joven John encuentra la luz en un escritor irlandés: Samuel Beckett. Así repara que se puede romper el acartonamiento y bajar la literatura a tierra. Puede tocarla, sentirla viva. Ahora se regocija y ríe a carcajadas con una ficción. Con frecuencia se afirma que la literatura británica tiene una identidad prestada, que su alma es la de una tierra oprimida, la de Joyce, otro exiliado. Tenía que ser un irlandés discípulo de Joyce, precisamente Beckett, quien iluminara al joven John proporcionándole el envión necesario. Ese Beckett, que renegó del inglés y eligió deliberadamente una lengua extranjera, el francés, como propia. ¿No fue acaso Beckett quien supo declarar que “la patria de un escritor es su lengua”? Es en esta dialéctica extraterritorial donde el colonizado encuentra su centro al clavar su escritura en el corazón del dominador. Es aquí, parece indicar Coetzee, donde el escritor de la periferia, desde el margen, cuenta con la libertad de adueñarse de la cultura del otro, internalizarla y disentir luego dentro suyo para cumplir con su deseo: la identidad que habrá de manifestarse en una “pequeña” gran literatura.

INFANCIA
J. M. Coetzee

Traducción de Juan Bonilla
Mondadori
171 págs.

JUVENTUD
J. M. Coetzee

Traducción de Cruz Rodríguez Juiz
Mondadori
167 págs.

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