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Domingo, 9 de febrero de 2003

EN EL QUIOSCO › RESEñAS

Conducta en los velorios

EN BODAS Y ENTIERROS
Alice McDermott

Trad. Antonio Prometeo Montoya
Tusquets
Barcelona, 2002
250 págs.

POR RODOLFO EDWARDS

“¿Verdad que es una suerte no ver a toda la familia más que en las bodas y en los entierros?”, dice un personaje en medio de una fiesta de casamiento y esta pregunta cifra el programa de la tercera novela de la neoyorquina Alice McDermott titulada justamente En bodas y entierros.
Largos y detallados catálogos de calamidades familiares desfilan ante los ojos del lector, sin darle respiro. La visión del narrador omnisciente se regodea en planos detalle de seres y cosas deformes, deteriorados por el tiempo, ese agente destructor.
“En cierta ocasión habían visto a cuatro enanos, y a un hombre con la manga de la camisa cosida a la altura del hombro. A una mujer con la piel tan manchada como la de un leopardo. (...) Habían visto bastones de ciego rozando a sus pies y a personas sordas que, esbozando una sonrisa extraña, les ponían sobre las rodillas cartulinas con el alfabeto de los sordomudos.” En este fragmento se ve a las claras la dinámica de un paseo habitual por la ciudad de Nueva York de miembros de la familia de inmigrantes irlandeses protagonista de la novela.
Pesimismo, hastío de vivir, desasosiego, transitan el ánimo de personajes como las tías Agnes, May y Verónica, que ejercen una maléfica docencia sobre los pequeños sobrinos que toman una precoz conciencia de lo que les espera en el futuro.
El texto de McDermott confirma todas las teorías que enunció Sigmund Freud en Lo siniestro en relación a la ominosa presencia de algo monstruoso en el marco de lo cotidiano. La sola contemplación de una estufa puede provocar escalofríos, así como vajillas, revistas o muebles pueden transformarse en elementos amenazantes de la salud mental por su poder evocador, por encender en los personajes mecanismos de la memoria que acorralan a los protagonistas sumiéndolos en un estado de angustia permanente. Unas cortinas que se corren, unas pantorrillas, o un vecino al que se lo espía a través de una ventana pueden convertirse en símbolos de la muerte.
Alice McDermott maneja el patetismo con extrema soltura, es como una Moria Casán en un talk-show pero su poética es mucho más dark; sus figuras/ títeres se mecen por el escenario de la vida con el sigilo de las cucarachas en una cocina a oscuras.
La Mamá (en realidad madrastra) y sus cuatro hijas son los paredones de un pentágono dentro del cual los niños “flotan” en un ejercicio fatal que los conduce a una verdad rotunda: toda inocencia es imposible. El mundo es un gigantesco “parque de aberraciones” donde el tiempo pasa repitiendo las mismas escenas hasta hacer intolerable toda permanencia: “La hija mayor rodó de costado, se puso boca arriba y sostuvo la revista en el aire. Era un número reciente de Playbill, pero como en la obra no aparecían más que tres actores, leyó por encima las biografías, miró la lista de las escenas (un salón a media mañana, el mismo salón por la tarde, el mismo salón al anochecer, lo que le confirmó que el tiempo no discurría más aprisa en aquellos lugares que en los que ella frecuentaba todos los días)”. En el mundo de la familia Towne la rutina parece carcomerlo todo; cualquier acto que se produzca en el entorno familiar es terriblemente previsible, desde comer un chicle hasta un viaje de vacaciones.
Los cambios de estaciones, el pasaje del día a la noche y de la noche al día son narrados por McDermott con precisión objetivista, armando una melodía monótona que suena sin solución de continuidad: “Con la llegada del otoño, la ciudad, al igual que los niños, que habían vuelto a ponerse las abultadas prendas de lana del año anterior, parecía haber cambiado únicamente de estación, pero no se notaba distinta ni más interesante”.
La felicidad es algo imposible en esa casa de Brooklyn, sólo existen paupérrimos alivios como tomar un vaso de Coca-Cola o abrir un regalito navideño: “Mientras el padre hojeaba revistas aburridas y los niños ensayaban estrategias tocantes a los juegos no abiertos aún, las mujeres parecían sacar las viejas afrentas de los cajones de la cocina...”.
McDermott demoniza el día a día, le extirpa de cuajo el mínimo brote de frenesí, todo se tiñe de un gris malévolo y entonces no queda otra que instalarse en un recodo y esperar que en esta mala película que es la vida aparezca el “The End”.

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